NUEVE

Sentado en el tren con el traje de los funerales, fingiendo ser cualquier hijo de vecino de camino al trabajo, elijo un objetivo —la persona que parezca más triste de todo el vagón—, me bajo en su parada y lo sigo.

El noventa y nueve coma nueve por ciento de las veces el objetivo está tan comatoso que ni siquiera se da cuenta.

Lo sigo desde una distancia de un metro o metro y medio y el objetivo siempre camina muy rápido, porque el objetivo siempre llega tarde y tiene prisa por llegar a un puesto de trabajo que el objetivo siempre odia, cosa que no entiendo en absoluto[20].

Mientras tanto, finjo tener telepatía y, sin más ayuda que la de mi mente, le digo (o pienso): «No lo hagas. No vayas al trabajo: lo odias. Haz algo que te guste. Móntate en una montaña rusa. Báñate desnudo en el mar. Ve al aeropuerto y embarca en el próximo vuelo, vaya adonde vaya. Simplemente por diversión. Podrías señalar con el dedo un punto al azar del globo terráqueo y planear un viaje a ese lugar; si resulta que está en medio del océano, puedes ir en barco. Come un plato de otro país del que no hayas oído hablar. Para a una desconocida por la calle y pídele que te cuente con todo lujo de detalles cuáles son sus mayores miedos, sus esperanzas secretas, sus aspiraciones; y, cuando acabe, dile que todo eso te importa porque ella es humana. Siéntate en la acera y haz un dibujo con tiza de colores. Cierra los ojos e intenta ver el mundo con la nariz: deja que los olores sean tu visión. Haz una cura de sueño. Llama a un viejo amigo a quien no hayas visto en años. Remángate los pantalones y mete los pies en el mar. Ve al cine a ver una película extranjera. Da de comer a las ardillas. ¡Haz algo! ¡Cualquier cosa! Porque las revoluciones se hacen tomando una decisión después de otra, cada vez que coges aire. Pero no vuelvas a ese sitio deprimente adonde vas todos los días. Muéstrame que es posible ser adulto y también ser feliz. Por favor. Este es un país libre: no tienes que seguir haciéndolo si no quieres. Puedes hacer cualquier cosa que se te antoje, ser quien te apetezca. Eso es lo que nos dicen en el colegio, pero si sigues subiendo a ese tren todas las mañanas y acudiendo al lugar que tanto odias, empezaré a pensar que estamos tan engañados como los judíos a los que los nazis aseguraban que enviaban a trabajar a una fábrica. No nos hagáis eso, decidnos la verdad. Si ser adulto significa dedicar el resto de tu vida a un empleo de campo de exterminio, divorciarte de un criminal encubierto, que tu hijo te decepcione, estar estresada y agobiada y salir con un posturitas[21] y fingir que es un héroe cuando en realidad es un imbécil y solo hace falta estrecharle esa mano sudorosa[22] para darse cuenta, si no se puede aspirar a nada más que eso, quiero saberlo ya. Dímelo. Ahórrame esa puta mierda de futuro. Por favor».

Lo de la telepatía dura unos diez minutos más o menos, mientras el objetivo sale de la estación de tren y sortea las sombras de los rascacielos hasta desaparecer finalmente en el interior de un edificio que normalmente tiene un guardia de seguridad que se ocupa de que los pirados como yo no entren[23].

Así que entonces voy al parque más cercano, me siento con las palomas y miro las nubes pasar hasta que mi jornada laboral se acaba y llega el momento de volver a casa con el resto de hijos de vecino, que están cansados y en el viaje de vuelta parecen aún más abatidos.

El viaje de regreso siempre me deprime aún más, porque estas personas son libres: acaban de salir del trabajo, van a ver a las familias que ellos mismos escogieron y formaron, y aun así no parecen felices.

Siempre me pregunto si Linda tiene esa cara cuando vuelve a casa en coche desde Nueva York: con el alma por los suelos, cara de zombi, estafada.

¿Parecerá la madre de un monstruo?