OCHO

A veces me pongo un traje negro que tengo para las ocasiones que lo requieren, como funerales y tal, y salgo de casa con un maletín vacío de aspecto ridículo que compré en una tienda de segunda mano. Y no voy al instituto.

Hago prácticas de adulto, finjo que voy al trabajo.

Camino hacia la estación de trenes y a unas dos manzanas de allí me mezclo con otra gente trajeada que también lleva maletín.

He estudiado sus expresiones lo suficiente como para saber pasar desapercibido. Camino como un soldado, copiando su manera de andar, balanceando lo justo el maletín vacío, casi como si desfilara a paso de ganso.

Meto monedas en la expendedora que hay fuera de la estación, cojo un periódico impreso de los de antes y me lo meto debajo del brazo para pasar desapercibido.

Compro el billete en la máquina.

Bajo por la escalera mecánica.

Y en el andén espero a que llegue el tren junto al resto de pasajeros con cara de zombis.

Sé que esto no va a sonar bien, pero siempre que me pongo el traje de los funerales, voy a la estación y finjo tener un empleo en la ciudad, pienso en los trenes nazis que llevaban a los judíos de la segunda guerra mundial a los campos de exterminio. Pienso en las cosas que nos ha enseñado Herr Silverman. Sé que la comparación es horrenda e incluso ofensiva, pero mientras espero en el andén entre tanto traje, me siento como si estuviera esperando para ir a un lugar horrible donde todo lo bueno termina y el suplicio se vuelve interminable. Y eso me recuerda a las atroces historias que hemos aprendido en la asignatura del Holocausto. Te puede ofender o no.

El caso es que ganamos la segunda guerra mundial, ¿no?

Y aun así, todos estos adultos —los hijos y nietos de los héroes de esa guerra— suben a diario a estos metafóricos trenes de la muerte a pesar de que ya hace mucho tiempo que vencimos a los fascistas nazis y que, por lo tanto, los americanos somos libres de hacer cualquier cosa que queramos en este país. En este gran país supuestamente libre. Entonces ¿por qué no aprovechan esa libertad para ser felices?

Cuando llega el tren, la manada se monta a toda prisa: como si llevasen una eternidad bajo el agua y allí dentro hubiese oxígeno.

Nadie dice nada.

Siempre viajan en silencio.

Nada de música ni cosas por el estilo.

Nadie pregunta: «¿Qué tal has pasado la noche?» ni «¿Cuáles son tus sueños y aspiraciones?». Nadie cuenta chistes ni silba ni hace nada que alegre el ambiente o haga el camino más agradable.

Pienso en lo mal que me caen mis compañeros de instituto; pero, al menos, si ellos estuvieran en el tren no parecerían un hatajo de muertos. Estarían contando chistes y riéndose y metiéndose mano y montando jarana y hablando de cualquier mierda que hubiesen visto la noche anterior en la televisión y enviándose mensajes y cantando canciones y garabateando y mil cosas más.

Pero estos adultos que llevan traje se limitan a sentarse o estar de pie, y de vez en cuando alguno lee el periódico con gesto huraño, aporrea la pantalla del smartphone con verdadero enfado o bebe café ardiendo de un vaso de papel, y todo eso sin apenas pestañear.

Observarlos me deprime muchísimo. Me hace pensar que no quiero llegar a ser adulto; que la decisión que he tomado de utilizar la P-38 es lo mejor que podría hacer; que estoy a punto de escapar de un destino terrible y que soy como los judíos que mataban a sus hijos antes de que los soldados nazis pudieran llevárselos a los campos de experimentación y tortura.

Una vez Herr Silverman nos hizo escribir un relato en primera persona desde el punto de vista de un judío del Holocausto. Yo escribí sobre un padre que mataba a su esposa y a sus hijos y después se suicidaba para evitar que se los llevasen a todos a los campos de concentración; como ejercicio fue bastante deprimente, pero me resultó muy fácil de escribir. El protagonista era un buen hombre que amaba a su familia: los quería tanto que no estaba dispuesto a permitir que padeciesen el horror nazi. Mi relato era más que nada una carta de disculpa, y el narrador anónimo la escribía a modo de plegaria, pidiendo a su dios que lo perdonara por lo que iba a hacer. El trabajo resultó ser excepcionalmente auténtico; Herr Silverman leyó algunos fragmentos en voz alta durante la clase y dijo que yo había demostrado una empatía que iba mucho más allá de mi edad.

Después escuché cómo muchos de mis compañeros cuchicheaban de todo a mis espaldas. Decían que yo había justificado el suicidio y la muerte de unos niños, pero la verdad es que no lo entendían, porque son adolescentes mimados que viven en América a principios del siglo XXI: nunca han tenido que tomar verdaderas decisiones. Viven una vida fácil y corriente. Ni siquiera están despiertos.

Herr Silverman siempre nos pregunta si somos conscientes de que nuestras vidas vienen determinadas por el hecho de haber nacido hace dieciocho años en América. Nos pregunta qué habríamos hecho si hubiésemos sido chavales alemanes durante la segunda guerra mundial, cuando las Juventudes Hitlerianas eran lo más.

En mi caso, soy lo suficientemente honesto para admitir que no lo sé.

Pero los idiotas de mis compañeros dicen uno a uno, sin falta, que se habrían enfrentado a los nazis y que, de haber sido necesario, habrían asesinado a Hitler con sus propias manos, cuando en realidad ni siquiera tienen los huevos ni la cabeza para enfrentarse a un hatajo de profesores que no son más que unos penosos lacayos del sistema ni a los autómatas que tienen como padres.

Ovejas.

Ejemplo: de vez en cuando Herr Silverman nos dice una cosa que nos pone a todos la cabeza del revés. Dice: «Todos lleváis más o menos el mismo tipo de ropa; mirad a vuestro alrededor y veréis que tengo razón. Ahora imaginad que sois el único que no lleva uno de esos símbolos guays. ¿Cómo os sentiríais? El símbolo de Nike, las tres rayas de Adidas, el jugador de polo subido al caballo, la gaviota de Hollister, los símbolos de los equipos profesionales de Filadelfia o incluso la mascota del instituto que los deportistas lleváis en las competiciones contra otros institutos. Algunos lleváis la camiseta del caballo montaraz incluso cuando no hay ningún evento deportivo. Estos son vuestros símbolos, las cosas que os ponéis para demostrar que vuestra identidad se corresponde con la de otros. Y a los nazis les pasaba lo mismo con la esvástica. El código de vestimenta del instituto es bastante laxo y, sin embargo, la mayoría os vestís igual. ¿Por qué? Quizá sintáis que es importante no desviarse demasiado de la norma. ¿Creéis que si llevar un símbolo del Gobierno fuese no solo importante sino lo habitual, vosotros no lo llevaríais? ¿Y si el marketing estuviese bien hecho? ¿Si el símbolo viniese cosido a las marcas de ropa más caras? ¿Si lo llevasen las estrellas de cine o el presidente de Estados Unidos?».

Toda esta bazofia revolucionaria que Herr Silverman nos dice siempre consigue que los más idiotas de clase se enfaden, se pongan rojos de rabia; a veces incluso quieren pegarle, porque no se dan cuenta de que nuestro profesor simplemente quiere hacerles pensar. No está diciendo que llevar ropa de marca sea malo ni que comprar polos te convierta en un nazi ni que llevar una gorra del equipo de Filadelfia esté a un paso de ser un gesto fascista.

Pero siempre me hace gracia, porque yo no llevo mierda de marca, no practico ningún deporte y tampoco los sigo, y antes preferiría morir que dejarme ver con una camiseta de nuestra caca de mascota. No sigo a las masas. No me uno a nada. Ni siquiera tengo cuenta de Facebook.

Así que siempre que Herr Silverman habla de símbolos, puedo permitirme mirar cómo los demás se revuelven en sus asientos y se defienden sin sentirme un puto hipócrita.

Podríamos decir que he trascendido mi edad.

Mis compañeros de clase son unos monos reprimidos.