SIETE

El instituto tiene forma de caja vacía sin tapa.

En el centro hay un patio precioso con cuatro parterres de hierba, varios bancos, dos caminos de adoquines que forman una enorme cruz, columnas del estilo de la Casa Blanca situadas a un extremo y una torre con cúpula que se alza sobre el conjunto.

Antes de clase y durante la hora del almuerzo está repleto de alumnos; hay tantos adolescentes que parece una invasión de cucarachas. Pero durante las clases está tranquilo, y yo soy incapaz de resistir la tentación de sentarme en un banco y mirar pasar las nubes y los pájaros.

Me gusta fingir que soy un prisionero en una celda oscura y húmeda que solamente puede salir al patio quince minutos al día, y así siempre disfruto de la vista. Y eso es justo lo que estoy haciendo cuando el subdirector Torres me da un golpecito en el hombro y dice:

—Siento tener que interrumpir este momento tan agradable, pero ¿no debería estar en clase, señor Peacock?

Yo me echo a reír porque, como siempre, me está hablando como si fuera superior a mí. No tiene ni idea de que llevo la P-38 ni de que ahora mismo podría pegarle un tiro en el corazón y acabar con su vida con solo tirar del gatillo, y que por eso mismo no tiene ningún poder sobre mí.

—¿Qué te hace tanta gracia? —dice.

Con la P-38 cargada dentro de la mochila me siento tan sumamente poderoso que contesto:

—Nada. ¿Me hace el honor de sentarse conmigo? Hace un día precioso. Precioso. Parece usted estresado: le iría bien descansar un rato conmigo. Mirar el cielo es muy saludable, lo aprendí viendo la programación para mujeres de la tarde. Hablemos un rato. Intentemos entendernos mutuamente, ¿qué le parece?

Se me queda mirando un instante y después dice:

—¿Y ese sombrero?

—He estado viendo películas de Bogart con mi vecino. Soy bastante fan. —Al ver que no contesta, continúo—: ¿Sabe a quién me refiero? Humphrey Bogart: «Siempre nos quedará París».

—Ya sé quién es Humphrey Bogart. Ahora váyase a clase.

Cruzo las piernas para transmitirle que no le tengo miedo.

—No he llegado a la tutoría y aún no me he registrado en Secretaría, así que, técnicamente, no estoy en el instituto. Digamos que no he fichado todavía, jefe. No estoy bajo su jurisdicción. Ahora mismo no soy más que un cualquiera sentado en un parque.

—Esta mañana no tengo tiempo para tus disparates ni tus dobles sentidos, Leonard —dice el subdirector Torres, morado como una berenjena.

—Creo que estoy hablando con mucha propiedad. He respondido a todas sus preguntas con honestidad y precisión. Con usted siempre soy muy serio, pero no me escucha. Nadie me escucha. ¿Por qué no se sienta? Se sentirá mejor, realmente le podría…

—Leonard —dice—, ya basta.

Suelto un resoplido porque la verdad es que estaba intentando conectar con él. Si se hubiese sentado conmigo, si se hubiese tomado unos instantes para ser humano, habría hablado con él abierta y honestamente, sin dobles sentidos.

¿Qué tendrá que hacer que sea tan importante como para impedirle tomarse cinco minutos para mirar el cielo conmigo?

Entonces el subdirector Torres hace algo realmente penoso y tan falto de originalidad que me deprime. Seguramente se lo hace a su hijo Nathan, de quien tiene una foto[18] sobre el escritorio. Me dice:

—Señor Peacock, voy a contar hasta tres, y si cuando acabe no va camino a clase, se va a meter en un lío.

—¿Qué tipo de lío?

Pero él levanta el dedo índice y dice:

—Uno.

—¿No cree que deberíamos discutir las consecuencias de mi posible falta de acción para que pueda decidir si lo que me está pidiendo que haga es realmente lo que más me conviene? Quiero tomar una decisión con fundamento. Quiero pensar. Al fin y al cabo esta es una institución educativa: se supone que tienen que fomentar nuestra capacidad de discurrir, ¿no? Écheme una mano.

Hace el signo de la paz y dice:

—Dos.

Miro al cielo, sonrío y, justo antes de que diga tres, me pongo en pie únicamente porque tengo que pegarle un tiro a Asher Beal. Solo por eso. Lo juro por dios. No quiero que el día acabe siendo aún más duro de lo que ya va a ser. Te aseguro que el subdirector Torres, sus dedos y su cuenta de mierda no me dan miedo. Echo a caminar en dirección a la oficina, pero entonces me doy media vuelta y le digo:

—Me preocupa usted, subdirector Torres. Parece estresado; está afectando a su trabajo.

—Hoy tengo un día muy complicado, no me lo haga más difícil, ¿de acuerdo? Por favor, señor Peacock, váyase a clase.

Asiento una vez y mientras camino hacia la oficina oigo que el subdirector Torres suspira. No creo que el gesto se deba a mí más que al resto de su vida, a estar tan ocupado y estresado.

Todos los adultos que conozco odian profundamente sus trabajos y sus vidas. Creo que no conozco a nadie mayor de dieciocho años a quien no le iría mejor estar muerto, aparte de Walt[19] y de Herr Silverman, y ese dato me hace sentir mejor respecto a lo que voy hacer esta tarde.