Voy a llegar tarde al instituto, pero antes tengo que hacer una parada en casa de mi vecino Walt[12] para entregarle su regalo.
Llamo una vez a la puerta y entro directamente en su casa porque él camina con uno de esos andadores de patas plateadas de metro veinte que llevan pelotas de tenis sucias en los extremos para proteger el suelo de madera, y va muy lento. Le cuesta mucho moverse por ahí, sobre todo porque tiene los pulmones fatal, así que un día me dio una llave y me dijo: «Ven siempre que te apetezca. Y que sea a menudo».
Lleva fumando desde los doce años y ahora lo ayudo a comprar los cartones de Pall Mall Red en internet y así se ahorra un poco de dinero. La primera vez encontré una oferta fenomenal, doscientos cigarrillos por diecinueve dólares, y él me proclamó un héroe sin pensárselo dos veces. Walt ni siquiera tiene ordenador y mucho menos conexión a internet, así que lo de conseguir que le llevaran los cigarrillos a casa por ese precio fue como obrar un milagro; en la tienda estaba pagando muchísimo más. Ahora suelo llevar el portátil cuando lo visito —la señal de nuestro Wi-Fi llega hasta su salón— y todas las semanas le busco las mejores ofertas. Siempre intenta darme la mitad del dinero que se ahorra, pero yo nunca se lo acepto[13].
Me hace gracia, porque es rico[14] pero siempre anda a la caza de cualquier ganga. A lo mejor por eso es rico, qué sé yo.
La mayoría de días viene una persona a ayudarle, pero no llega hasta las nueve y media. Así que cuando voy a visitarlo antes de ir al instituto, estamos solos él y yo.
—¿Walt? —digo caminando por el pasillo ahumado donde está la araña de cristal.
Estoy avanzando hacia el salón, donde el ambiente está aún más cargado. Normalmente él duerme allí rodeado de botellas vacías y ceniceros que rebosan colillas.
—¿Walt?
Lo encuentro sentado en el sillón abatible, fumando un Pall Mall Red, con los ojos enrojecidos por todo el whisky que bebió anoche.
No se ha molestado en cerrarse la bata, así que le veo el pecho desnudo y lampiño. Tiene la piel de ese color rosa rojizo como de puesta de sol que hay en el interior de las conchas.
Me mira con su mejor cara de estrella de película en blanco y negro[15] y me dice:
—Me desprecias, ¿verdad?
Es una cita de Casablanca, que hemos visto juntos un millón de veces.
De pie junto a su sillón y con la mochila entre los pies, respondo con la siguiente línea que tiene Rick en el diálogo:
—Si llegara a pensar en ti, probablemente sí. —Después sigo con una frase de El sueño eterno—: Caramba, caramba. Tantas armas en la ciudad y tan pocos cerebros.
Me da la sensación de que queda muy auténtico, teniendo en cuenta que en la mochila llevo la P-38 nazi. Walt replica con una frase de Cayo Largo:
—Tenía usted razón: cuando la cabeza dice una cosa y toda tu vida dice otra, la cabeza siempre pierde.
Y yo sonrío aún más porque siempre que intercambiamos citas de Bogart, nuestras conversaciones parecen adquirir cierto sentido; es impredecible y casi poético.
Sigo con una cita de Bogart que he buscado en la red:
—En un bar nunca hay problemas hasta que una mujer apoya el tacón sobre el riel de latón de la barra. No me preguntes por qué; pero parece que cuando hay mujeres en un bar, surgen conflictos entre los hombres.
Él vuelve al pozo de Casablanca y dice:
—¿Dónde estuviste anoche?
Así que yo sigo con la frase de Rick:
—¿Anoche? No tengo la menor idea.
Y él responde:
—¿Y qué harás esta noche?
Y al escucharle decir eso casi me da algo, porque después de hoy no me va a ver nadie más y eso hace que la pregunta tenga un tono lapidario. Pero me digo que es imposible que Walt sepa qué pienso hacer; solamente está jugando a ser Bogart, como siempre hacemos. No tiene ni idea de nada.
Vuelvo convertirme en Rick para terminar la escena:
—No hago planes por anticipado.
Walt sonríe y sopla el humo hacia el techo.
—Louis, presiento que este es el inicio de una hermosa amistad.
Me siento en el sofá y acabo el juego como siempre lo hacemos, diciendo: «Por todos nosotros».
—¿Por qué no estás en clase aprendiendo cosas? —Dice Walt al tiempo que la llama del Zippo le ilumina la cara y le concede a otro cigarrillo la chispa de la vida.
En realidad le da igual. Me salto las clases muy a menudo solo para ver películas viejas de Bogart con él: le encanta cuando falto a clase.
Le da un ataque de tos y le oigo arrancar esa horrible flema de tabaco de los pulmones.
Es la tos de un fumador que lleva sesenta años consumiendo dos paquetes al día.
Da un poco de asco.
Me quedo mirándolo un buen rato, esperando mientras se limpia la mano en la bata y recupera el resuello.
Ojalá tuviera mejor salud, pero me cuesta imaginármelo sin un cigarrillo en la mano. Apuesto que sale fumando hasta en la foto del anuario del instituto: él es así. Es como Bogart.
Madre mía, voy a echar muchísimo de menos a Walt. Ver con él viejas películas de atmósfera humeante es una de las pocas cosas que realmente voy a echar de menos. Era lo más destacado de la semana.
—¿Estás bien, Leonard? No tienes buena cara —dice Walt.
Me sacudo la sensación de extrañeza de encima, me seco los ojos con la manga y digo:
—Sí, estoy bien.
—¿Te has metido todo el pelo debajo del sombrero? Mirándote bien, diría que hasta has metido las orejas[16].
Yo asiento.
No quiero decirle que me he cortado el pelo, aunque no sé por qué. Seguramente es porque Walt es uno de mis mejores amigos: se preocupa por mí, te lo juro, y si ve la mierda de corte de pelo que me acabo de hacer seguramente sabrá que me pasa algo. Se inquietará, y yo quiero salir de escena con una sonrisa en la cara. Quiero que sea una despedida feliz, algo que él pueda recordar cuando me haya ido y le haga sentir bien.
—Te he comprado un regalo —digo, y saco el proyecto de paquete con forma de tortuga de dentro de la mochila.
—No es mi cumpleaños, lo sabes ¿verdad? —dice él.
Mi esperanza es que se dé cuenta de que es el mío. O de que llegue a esa conclusión, que lo deduzca; así que me quedo esperando un momento mientras él toquetea el regalo e intenta adivinar qué narices puede ser.
Parece muy contento de recibirlo.
Me hago una especie de promesa: me digo, por tonto y trivial que parezca, que si Walt me dice felicidades aunque sea una vez, no mataré a Asher Beal ni me suicidaré.
Pero no me felicita y me pongo triste. Seguramente nunca le he dicho cuándo es mi cumpleaños porque, de haberlo hecho, no me cabe duda de que me diría «feliz cumpleaños».
Lo cierto es que lo que realmente quiero es que me felicite sin que yo se lo tenga que decir, y como no lo hace, acabo sintiéndome hueco por dentro, como una barca en el dique seco o cualquier mierda así.
—¿Qué es esto de envolverlo en papel rosa? ¿Te parezco un maricón? —dice, y se echa a reír con tantas ganas que le da un ataque de tos.
—Estamos en el siglo XXI —digo—, no se puede ser así de homófobo.
Pero la verdad es que no me molesta lo que diga.
Walt es tan viejo que no puedes tenerle en cuenta que sea un intolerante: durante toda su vida ha podido decir cosas como «maricón» delante de sus amigos y de pronto ahora ya no está bien hacerlo.
También dice cosas como moreno, moro, «estleñido», piloto de alfombra mágica, los de las lianas, usurero, «follacamellos», mariquita, ojos de hucha, cabeza cuadrada y un trillón más de injurias espantosas.
No soporto la intolerancia, pero Walt me encanta.
Es como lo que Herr Silverman nos cuenta sobre los nazis: puede que haya tenido mala suerte al nacer en un momento en que todo el mundo tenía algún prejuicio contra los homosexuales y las minorías, y que para su generación fuese así y punto. No lo sé.
Estoy empezando a ponerme triste, así que cambio de tema y señalo el regalo.
—Bueno, ¿es que no lo vas a abrir?
Asiente como si fuera un crío pequeño y rompe el papel rosa con sus dedos amarillentos y temblorosos. Antes de terminar, dice:
—¡Creo que ya sé lo que es!
Cuando acaba de desenvolver un sombrero como el de Bogart, se pone cursi.
—Ay, qué emoción.
Se lo coloca sobre la mata de pelo blanco. Le queda perfecto, aunque yo ya lo sabía porque una vez aproveché que estaba durmiendo la mona para medirle la cabeza. Pone cara de estrella de cine en blanco y negro y dice:
—Yo también tengo mi labor que hacer y no puedes seguirme a donde voy. En lo que he de hacer no puedes tomar parte, Leonard. Yo no valgo mucho, pero es fácil comprender que los problemas de tres pequeños seres no cuentan nada en este loco mundo. Algún día lo comprenderás.
Y yo sonrío porque en lugar de a Ilsa me ha nombrado a mí. A veces lo hace cuando nos decimos frases de Casablanca[17].
Me ofrece una sonrisa fantástica y dice:
—¡Vaya! Mi propio sombrero de Bogart. Me encanta.
Y entonces me pongo a decir mentiras y no puedo parar por mucho que lo intente. No sé por qué lo hago.
A lo mejor es para no echarme a llorar, porque noto que empiezan a picarme los ojos; es como si tuviera una tormenta eléctrica a punto de explotar dentro de la cabeza.
Así que le cuento que el sombrero lo he conseguido en una página de internet que subasta accesorios que se han utilizado en películas. Que los beneficios se destinan ayudar a gente con tos de fumador y a pacientes de cáncer de garganta, la misma enfermedad que mató al bueno e irreductible de Humphrey Bogart. Le digo que el sombrero que lleva en ese preciso momento es el mismo que llevó Bogart cuando hizo de Sam Spade en El halcón maltés.
Primero se le ponen los ojos como platos, pero después pone cara triste, como si supiera que le estoy mintiendo cuando no es necesario —porque le gusta el sombrero aunque no sea de una película y le gustaría aunque me lo hubiese encontrado en la calle o algo, y además yo lo sé, sé que no tengo que inventarme nada porque la amistad que tenemos ya es valiosa y verdadera—, pero no paro de faltarle a la verdad y él no quiere tener que decírmelo. No quiere hacerme pasar vergüenza y joder este momento tan bueno que estamos pasando.
Pero esa mirada triste me hace decir cosas como: «en serio» y «te lo juro por dios», como hago a veces cuando estoy mintiendo.
—Es el sombrero de Bogart de verdad, te lo juro por dios. En serio. Pero no se lo digas a mi madre, porque me he gastado una pasta gansa. Veinticinco mil dólares que le he cargado a la Visa, y todo se va destinar a la investigación contra el cáncer. Todo. Tenía que comprarlo: así tenemos nuestro propio pedazo de la historia de Bogart. Siempre nos quedará eso, ¿no?
Me siento fatal, porque la verdad es que lo he comprado en una tienda de segunda mano por cuatro dólares y cincuenta céntimos.
Walt mira al infinito con ojos vidriosos, como si le hubiera disparado con la P-38.
—¿Te gusta o no? —digo—. ¿Qué se siente con un sombrero que era de Bogie? Cuando te lo pones ¿te sientes duro y capaz de sortear cualquier situación?
Walt sonríe con tristeza, pone cara de Bogie y dice:
—¿Qué me ha dado usted aparte de dinero? ¿Me ha dado acaso su confianza, su verdad? ¿No ha intentado comprar mi lealtad con dinero y nada más?
Reconozco la cita. Es de El halcón maltés, así que respondo:
—¿Con qué otra cosa puedo comprarle?
Nos miramos el uno al otro con los sombreros de Bogart puestos y tengo la sensación de que nos estamos comunicando a pesar de estar en silencio.
Estoy intentando transmitirle lo que voy hacer.
Tengo la esperanza de que me salve, por mucho que ya sepa que no puede.
Su sombrero de Bogie es de color gris con la cinta negra y realmente se parece al de Sam Spade. Tuve mucha suerte de encontrarlo en la tienda de segunda mano. Muchísima suerte. Como si el destino de Walt fuese tener este sombrero.
De pronto me viene a la cabeza otra cita de El halcón maltés que resulta extrañamente adecuada, así que digo:
—Desde luego, no he sido una santa. Más bien lo contrario.
Pero esta vez Walt no me sigue la corriente. Se pone nervioso y empieza a revolverse en el sillón; quiere que le diga por qué le he regalado el sombrero en esta particular coyuntura. «¿Por qué hoy?», «¿por qué pareces tan triste de repente?», «¿te pasa algo?», dice.
Después me pide que me quite el sombrero. Me pregunta si me he cortado el pelo y cuando no le respondo, me pregunta si hoy he hablado con mi madre, si últimamente ha venido por casa.
—Tengo que irme a clase. Walt, eres un vecino fantástico. De verdad. Para mí eres casi como un padre. No te preocupes por nada.
Otra vez estoy luchando por que no se me caigan los lagrimones, así que me doy media vuelta, atravieso la nube de humo del pasillo, paso por debajo de la araña de cristal y salgo para siempre de la vida de Walt.
Y él no deja de gritar:
—Leonard, Leonard, ¡espera! Quiero hablar contigo. Me preocupas. ¿Qué te pasa? ¿Por qué no te quedas un rato más? Por favor… Tómate el día libre, podemos ver una película de Bogie y lo verás todo de otro modo. Bogart siempre…
Abro la puerta y me detengo el tiempo suficiente para escucharlo tosiendo y escupiendo flema al intentar seguirme con el penoso andador con pelotas de tenis.
«Hoy podría morirse —pienso—, no me extrañaría».
Y entonces salgo de su casa dando grandes zancadas, sabiendo que esa era la manera perfecta de despedirme de Walt: largarme en ese preciso instante es como reproducir el clímax emocional de una película clásica de Bogart. En mi mente, casi puedo oír el dramático crescendo de la sección de cuerda.
—Adiós, Walt —digo ya de camino al instituto.