Una de las cosas que me caracterizan es la melena rubia parduzca: larga hasta los hombros y con un flequillo que me tapa los ojos. Llevo años dejándome crecer el pelo, desde que el Gobierno vino a por mi padre y él salió huyendo del país[8].
Mis greñas molestan a Linda una cosa mala, sobre todo desde que trabaja en el mundo de la moda. Dice que parezco «un grunge puesto hasta las cejas[9]» y, de hecho, cuando todavía estaba en casa cuidando de mí, un día me obligó a hacer un test antidrogas —me hizo mear en un vaso—, pero di negativo[10].
No hay regalo de despedida para ella y eso me empieza a causar remordimientos, así que me corto el pelo con las tijeras de la cocina, las que normalmente utilizamos para la comida.
Me corto la melena al cero formando un revuelo enloquecido de brazos, manos y cuchillas plateadas.
Después hago una bola enorme con todo el pelo y la envuelvo con papel rosa.
Mientras lo hago, no paro de reír.
Recorto un cuadradito de papel rosa y en la parte de atrás escribo:
«Querida Dalila:
Aquí tienes.
Tu deseo se ha hecho realidad.
¡Enhorabuena!
Con cariño,
Sansón».
Doblo el pedazo de papel por la mitad y lo pego con celo al paquete. El conjunto tiene un aspecto bastante extraño: como si hubiese intentado empaquetar una burbuja de aire.
Entonces meto el presente dentro de la nevera, cosa que me resulta divertidísima.
Después de recibir la noticia de que su hijo ha borrado a Asher Beal de la faz de la Tierra y con él al mismo Leonard Peacock, Linda irá directa al frigorífico a buscar una botella bien fría de Riesling para calmar los nervios.
Y encontrará el paquetito rosa.
Cuando lea la tarjeta, la alusión a Sansón y Dalila le parecerá extraña porque era el título del fallido segundo álbum de mi padre, pero en cuanto abra el regalo se dará cuenta del chiste.
Me la imagino llevándose la mano al pecho, llorando con lágrimas de cocodrilo, haciéndose la víctima, actuando con dramatismo total.
Jean-Luc va a tener un buen marrón entre ese par de manos francesas tan bien cuidadas por esteticistas profesionales.
A lo mejor se acaba el sexo y todo. O puede que no.
Puede que si yo no estoy allí para anclar a la pobre Linda a la realidad y a los deberes maternales, su romance vuelva a florecer.
Quizá cuando yo desaparezca, ella vaya flotando hasta Francia como si fuera un globo de cumpleaños de color plateado que se le ha escapado de las manos a un niño pequeño.
Seguramente necesitará una talla menos de vestido ahora que no voy a estar yo para hacerla comer compulsivamente a causa de los nervios.
A lo mejor Linda no regresa a nuestra casa nunca más.
A lo mejor ella y Jean-Luc se mudan a la capital mundial de la moda, a la ciudad de la luz, ¡au, au, auuuu!, y se ponen a follar como conejos el resto de sus felices vidas.
Lo venderá todo y los nuevos propietarios de la casa encontrarán mi mata de pelo en la nevera y pensarán: «¿Qué hostias…?».
La madeja acabará en la basura y ya está.
Desaparecida.
Olvidada.
D. E. P., melena.
O puede que la donen a uno de esos sitios donde hacen pelucas para los niños con cáncer. Entonces mi pelo podría vivir una segunda oportunidad junto a una niña de corazón inocente, recién salida de quimioterapia.
Eso me gustaría.
Me gustaría mucho.
Mi pelo se lo merece.
Así que ahora realmente tengo la esperanza de que mi pelo acabe ayudando a una criatura con cáncer si Linda al final se va a Francia sin pasar por casa o incluso si viene a casa y dona mi melena.
Todo es posible.
Me miro fijamente en el espejo que hay encima del fregadero de la cocina[11].
El tipo pelón que me mira parece muy raro.
Con todos esos trasquilones y calvas parece una persona diferente.
Parece más delgado.
Donde antes colgaban ese par de cortinas rubias, ahora se ven un par de pómulos prominentes.
«¿Cuánto tiempo lleva este tío escondido debajo de mi melena?».
No me cae bien.
—Luego te voy a matar —le digo al del espejo, pero él contesta con una sonrisa, como si esperara ansioso el fin.
—¿Me lo prometes? —oigo decir.
Casi me da algo, porque yo no he movido los labios.
Me refiero a que no he sido yo quien ha dicho: «¿Me lo prometes?».
Es como si hubiera una voz atrapada en el cristal.
Así que dejo de mirar el espejo.
Y para estar seguro lo hago añicos con una taza de café, porque no quiero que me vuelva a hablar nunca más.
Los fragmentos de cristal caen en el fregadero y entonces un millón de yoes diminutos me miran desde dentro como si fueran un pequeño banco de pececitos.