El espejo de la cocina de casa sigue hecho añicos y cuando miro el fregadero un millón de pececitos recortados me devuelven la mirada.
Abro el frigorífico, veo el paquete de pelo envuelto en papel rosa y pienso: «¿Qué coño?», «¿Quién era yo ayer?» y «¿Qué hostias me pasaba?».
Debería limpiarlo todo, pero no tengo fuerzas.
Lo más fácil es cerrar la puerta de la nevera, y me doy cuenta de que es una metáfora muy acertada de mi vida.
A lo mejor quiero que Linda encuentre el pelo envuelto y se dé cuenta de todo: del día tan terrible que tuve ayer.
De que mi cumpleaños fue una mierda de día.
De que se olvidó de que me dio a luz hace dieciocho años.
De que es la peor madre del mundo.
De que necesito ayuda desesperadamente.
Pero es probable que Linda no atase cabos ni al encontrar el pelo envuelto en papel rosa. Seguramente pensaría que me lo había cortado para regalárselo.
Subo a mi habitación.
Al vaciar los bolsillos me doy cuenta de que mi móvil se quedó sin batería después de salir de casa de Herr Silverman, así que lo enchufo.
Cuando se pone en marcha, se enciende el indicador de que tengo mensajes.
Hay un mensaje de voz de Linda que dice: «¿Qué le has dicho de mí a tu profesor? ¿Qué está pasando? Estoy en un coche de camino a casa en lugar de ir al montón de reuniones extremadamente importantes que tenía planeadas. ¿Qué narices está…?».
Lo borro antes de darle la oportunidad de acabar.
Hay un mensaje de Herr Silverman y él parece diferente, como cabreado: «¿Leonard? ¿Por qué te has ido? ¿Dónde estás? Estoy preocupado por ti. Anoche me arriesgué mucho y he de decir que me has decepcionado: no deberías haberte ido. Ahora yo estoy en una situación incómoda porque le prometí a tu madre que…».
Por algún motivo, también lo borro.
Pero entonces tengo remordimientos y lo llamo, aunque seguramente ya estará en clase porque es más tarde de lo que yo creía.
Suena sin parar y al final me salta el contestador.
—Soy yo, Leonard Peacock. Gracias por venir anoche hasta el puente. Fue un detalle por su parte… incluso necesario. Siento haberle causado problemas con su pareja y ser tan gilipollas. Voy a hacer los deberes. No se preocupe por mí: tuve una mala noche pero no me va a pasar nada. Hoy me voy a dar un descanso. Por la mañana tuve que irme, sin más: necesitaba irme. Tenía que decirle buenos días al mundo, no sé si me explico. Espero que su pareja no piense que soy un maleducado. No le voy a contar a nadie que es gay y no me importa que lo sea. Para mí no es importante. Bueno, no debería haber dicho esa tontería, porque ¿hay motivos para que me importe? Nunca le diría a una persona de color que no me importa que sea negra. Soy un gilipollas, lo siento. Olvide esta parte del mensaje. Nos vemos el lunes. Gracias de nuevo. ¡Y no se preocupe por mí! Ya no hay de qué preocuparse. Nada.
Y me quedo con el móvil pegado a la oreja, sin colgar. Escucho el silencio durante un minuto, pensando que todo lo que acabo de decir es una sarta de idioteces, y luego se oye un pitido y una mujer robot me pregunta si estoy satisfecho con el mensaje. No tengo fuerzas para contestar honestamente a esa pregunta y mucho menos para grabar otro, así que me limito a colgar.
En mi habitación no se oye absolutamente nada. Todo está tan en silencio que me pregunto si esto es lo que se oye cuando se está muerto.
Oigo que Linda mete la llave en la puerta de casa y luego la oigo gritar mi nombre.
—¿Leo? Leo, ¿estás en casa? ¿Por qué no me has devuelto la llamada?
La odio.
La odio a muerte.
Es tan estúpida que casi da risa.
Es una caricatura.
No es ni persona.
¿Qué clase de madre olvida el decimoctavo cumpleaños de su hijo?
¿Qué clase de madre pasa por alto tantas señales de alarma?
Me cuesta creer que se las apañe para existir.
Oigo los tacones sobre el suelo de madera y de pronto se hace el silencio: ha parado delante del espejo de la entrada para mirarse el maquillaje. Sea lo que sea que Herr Silverman le dijera y cuánto lo suavizase, lo que le contó ha sido suficiente como para conseguir que venga desde Nueva York en coche. Por eso cualquiera pensaría que lo lógico sería que corriese escaleras arriba para comprobar que estoy bien, ¿no? Como haría cualquier madre racional y afectuosa. Como cualquier humano. Pero si pensases así, te estarías equivocando.
Linda no puede pasar frente a un espejo sin detenerse porque es adicta a ellos, así que no seas demasiado duro con ella. Tiene que resolver algunas cuestiones. Ni siquiera me molesta porque es así y ya está. Yo podría estar ardiendo en llamas y chillando como un loco, y aun así tendría que pararse un momento delante del espejo para comprobar si tiene bien el maquillaje antes de apagar el fuego. Mi madre es así.
Más repiqueteo de tacones. Luego sube las escaleras; como tienen moqueta no se la oye.
—¡Leo! —dice con tono alegre y cantarín.
Me pregunto si canta porque espera que no esté en casa. Si tiene la esperanza de que me haya pegado un tiro y así no tener que ocuparse de mí nunca más.
—Leo, ¿dónde estás?
Más repiqueteo por el pasillo y silencio cuando pasa por la alfombrilla oriental que conduce hasta mi habitación.
—¿Leo? —dice, y llama con los nudillos.
Miro la puerta fijamente pensando que tengo toda la razón del mundo para ponerme a gritar como un desquiciado y hacer una lista de los motivos por los que me ha fallado, pero no consigo decir nada.
—¿Leo? —dice Linda—. Espero que estés decente: voy a entrar.
Empuja la puerta y de pronto ahí está, en la entrada de mi cuarto. Lleva una chaqueta blanca con pieles en el cuello. Creo que es visón. Tiene el pelo perfecto, como siempre. Lleva una falda de lana de color verde chillón que le llega por la rodilla —elegante y adecuada para su edad— y tacones blancos. Como siempre, está espléndida. Y me da la risa porque cualquiera pensaría por su apariencia que tiene un hijo perfecto, como si viviera una vida perfecta y por lo tanto tuviese todo el tiempo del mundo para convertirse todos los días en una obra de arte de la moda. La gente se fija en Linda y la admira. Es cierto. Si tú la vieras, también te pasaría. Ese es su poder.
—Me alegro de que te hayas cortado el pelo de una vez, pero ¿quién te lo ha hecho? Menudo estropicio, Leo —dice, y yo quiero estrangularla—. ¿Qué te pasa? ¿De qué va todo esto? Estoy aquí. Estoy en casa. Ahora dime cuál es el problema.
Digo que no con la cabeza, porque hasta yo estoy anonadado.
¿Qué coño se supone que debo responder a eso?
—He hablado con tu profesor, el señor Silverman. Ha sido un poco dramático. Decía que tenías la pistola de la guerra de tu abuelo, pero le he dicho que ese pisapapeles no dispararía ni queriendo. El caso es que se ha tragado tu broma y estaba muy preocupado, Leo. Lo suficiente como para insistir en que viniera desde Nueva York de inmediato. No veas la que has armado. Ahora estoy aquí. Cuéntame, ¿qué es tan importante? Te escucho.
Finjo que mis ojos son un par de P-38 y mi mirada está hecha de balas. Le lleno el vestido de agujeros y veo cómo se empapa de sangre.
No se entera de nada.
No tiene ni idea.
Es terrible.
—¿Por qué me miras así, Leo? —ha puesto los brazos en jarra—. En serio, tienes cara de que se vaya a acabar el mundo. ¿Qué quieres que haga? He venido a casa. Tu profesor dice que quieres hablar, así que hablemos. ¿De verdad estabas jugando a disparar a la gente con esa vieja pistola oxidada que tu padre solía llevar en la funda de la guitarra? ¿De qué va eso? ¿Qué pasa? Eres pacifista, Leo. No le harías daño ni a una mosca. «Échele un vistazo a ese chaval y verá que es incapaz de ser violento», le he dicho a tu profesor, pero parecía muy preocupado. Dice que necesitas terapia. «¿Terapia?», le he dicho. Como si eso le hubiera hecho algún bien a alguien. Tu padre y yo lo probamos una vez y mira cómo terminó la cosa. Nunca he conocido a ningún hombre ni a ninguna mujer que saliera de terapia mejor que cuando empezó.
Sigo mirándola fijamente.
—Dice tu profesor que corres el riesgo de suicidarte, pero le he dicho que eso es ridículo. No te vas a suicidar, ¿verdad, Leo? Dime si lo estás pensando. Tenemos dinero: podemos conseguirte medicinas. Lo que te haga falta. Puedes tener lo que quieras. Pídelo y ya está. Pero sé que no te vas a suicidar. Sé cuál es el verdadero problema.
La odio con todas mis putas fuerzas.
—Le he dicho que esto es lo que haces cuando echas de menos a tu madre, así que he venido a casa, Leo. Siempre vengo cuando haces travesuras de estas, aunque esta vez no ha sido fácil: he tenido que cancelar doce reuniones con gente importante. ¡Doce! Aunque no creo que eso te importe. Pero tarde o temprano tendrás que aprender a vivir sin tu madre y…
—¿Te acuerdas de que cuando era pequeño me hacías tortitas de plátano con trocitos de chocolate? —digo.
Se me acaba de ocurrir algo.
Linda me mira como si la cabeza me acabase de dar una vuelta de trescientos sesenta grados.
—¿Te acuerdas o no? —insisto.
—¿De qué hablas, Leo? ¿Tortitas? Hemos tardado dos horas en llegar; no me han traído hasta aquí para hablar de tortitas.
—Sí que te acuerdas, mamá. Una vez las hicimos juntos.
El pintalabios de Linda sonríe cuando me oye decir la palabra «mamá» porque no me ha oído pronunciarla desde hace varios años.
Por irónico que parezca, le encanta que la llame mamá.
—¿Tortitas de plátano con trocitos de chocolate? —dice Linda, y se echa a reír.
Sé por su expresión que no se acuerda, pero finge que sí. Puede que solamente las hiciera una o dos veces, no sé. A lo mejor es un recuerdo que me he inventado. Es posible. No sé por qué se me ha ocurrido de pronto, pero es en lo que estoy pensando.
Recuerdo hacer tortitas de plátano con trocitos de chocolate cuando era pequeño. Debía de tener cuatro o cinco años y lo manchamos todo con la masa. Mi padre estaba sentado junto a la mesa de la cocina, rasgando la guitarra tranquilamente, y esa mañana mis padres estaban contentos, cosa que era poco habitual y quizá por eso lo recuerdo. Mi madre y yo cocinamos juntos y luego comimos todos juntos, como una familia.
Para la mayoría sería algo normal, pero no para nosotros.
No sé por qué, pero necesito comer tortitas de plátano con trocitos de chocolate para que todo esté bien. Ahora mismo. Es lo único que me puede ayudar. No sé por qué, pero es así. Me digo que si Linda me hace las tortitas, seré capaz de perdonarla por haberse olvidado de mi cumpleaños. Me monto ese trato en la cabeza y luego intento que ella cumpla con su parte de un acuerdo del que no le he hablado.
—¿Me las puedes hacer ahora? Tortitas de plátano con trocitos de chocolate —le pregunto—. Eso es todo lo que quiero. Hazlas, desayuna conmigo y después eres libre de volver a Nueva York, ¿vale? ¿Trato hecho?
—¿Tenemos los ingredientes? —dice con cara de absoluta perplejidad.
—Mierda —digo, porque no los tenemos.
Hace semanas que no voy a hacer la compra.
—Mierda, mierda, mierda.
—¿Es necesario que digas «mierda» delante de mí?
—Si voy a por ellos, ¿me las harás?
—¿Por eso querías que viniese? ¿Para hacer tortitas? ¿Para eso has hecho que tu profesor se preocupase tanto?
—Házmelas y no te daré más problemas en todo el día. Puedes volver a Nueva York con la conciencia tranquila. Problema resuelto.
Por la manera en que Linda se echa a reír, me indica que está aliviada. Luego me pasa las uñas de manicura perfecta por lo que me queda de pelo y me hace cosquillas.
—Eres un chico muy raro, Leo. De verdad.
—¿Eso es un sí?
—Sigo sin entender qué pasó ayer. ¿Por qué me ha llamado tu profesor exigiendo que viniera a casa? A mí me parece que estás bien.
Herr Silverman no debe de haberle dicho que era mi cumpleaños y la verdad es que ya no me importa. Solo quiero que me haga las putas tortitas, que son algo que Linda es capaz de hacer. Es una tarea que puede llevar a cabo para mí. Es algo que puedo conseguir y lo quiero.
—Voy a por los ingredientes, ¿vale? —digo.
Se lo estoy poniendo aún más fácil.
—Vale.
Se encoge de hombros con ademán juguetón, como si fuera mi novia en lugar de mi madre.
La esquivo a toda prisa, bajo las escaleras y salgo a la calle sin ni siquiera ponerme el abrigo.
Hay una tienda a seis manzanas de casa y en cuestión de diez minutos tengo todo lo que necesitamos.
Leche.
Huevos.
Mantequilla.
Masa para tortitas.
Sirope de arce.
Trocitos de chocolate.
Plátanos.
De camino a casa y con las asas de las bolsas de plástico clavándoseme en las manos, pienso que, una vez más, estoy dejando que Linda se libre de una buena.
Intento concentrarme en las tortitas.
Siento el sabor del chocolate y los plátanos derritiéndose en mi boca.
Las tortitas son buenas.
Me llenarán el estómago.
Son una cosa que puedo conseguir.
Cuando llego a casa, Linda está en su despacho gritándole a alguien por teléfono algo sobre el color de un tul.
—¡No, no lo quiero de puto naranja cadmio!
Al verme en la puerta levanta el dedo índice y luego me hace un gesto para que me vaya.
Voy a la cocina y espero cinco minutos antes de empezar a prepararlo todo yo mismo.
Corto tres plátanos sobre la tabla. Con mucho cuidado hago lonchas finísimas. Luego añado leche y huevos al preparado para tortitas; después, los trocitos de chocolate y los plátanos. Echo aceite en la sartén y la pongo a calentar.
—¿Linda? —grito—. ¿Mamá?
No responde, así que decido cocinar las tortitas. Me conformo con que Linda coma conmigo.
Vierto un poco de mezcla en la sartén y enseguida humea y burbujea. Echo masa para otras tres. Doy la vuelta a las cuatro tortitas y enciendo el horno para mantenerlas calientes mientras hago las de mamá.
—¿Linda?
No responde.
—¿Mamá?
Nada.
Meto las tortitas hechas en el horno y añado más masa a la sartén.
Soy consciente de que ya he hecho suficientes, pero sigo cocinando más y más, y cuando termino, hay tortitas para dar de desayunar a una familia de diez personas.
—¿Mamá?
Voy a su despacho y otra vez está gritando.
—¡Que se joda Jasmine! —dice, y suspira.
Está mirando por la ventana.
Otra vez está pasando de todo lo que la rodea.
Ahora soy yo el que suspira.
Vuelvo a la cocina.
Me como las tortitas de plátano con trocitos de chocolate.
Están deliciosas.
Que se joda Linda.
Ella se lo pierde.
Podría haber desayunado unas tortitas deliciosas.
Y yo la habría perdonado.
Pero en lugar de eso, meto todas las que han sobrado en el triturador.
También cae algún trozo de espejo.
Dejo el triturador en marcha hasta que al final se encalla, y de nuevo oigo a Linda insultar a sus empleados.
No sale del despacho. Ni siquiera cuando me voy de casa y doy tal portazo que toda la casa tiembla.