Bajo por las escaleras y de pronto me encuentro en las calles de Filadelfia antes del amanecer.
No se ve ni un alma y yo imagino que la ciudad está sumergida bajo el mar: imagino que estoy buceando. No me cuesta demasiado esfuerzo porque Filadelfia está oscura y desierta, y yo tengo la piel húmeda de haber dormido debajo del edredón de plumas que Herr Silverman me echó encima y también por el estado en que me encuentro, porque creo que aún estoy a punto de que me dé algo, a pesar de que intento no pensar en ayer. Creo que elegir la vida quizá haya sido un error.
En la estación, paso a gatas por debajo del torno —consciente de la asquerosa mugre de la ciudad que se me está pegando a las palmas de las manos— porque no llevo ni un céntimo. Espero en el vientre desbordado de basura y orines de Filadelfia, imaginando que buceo con una potente luz por los túneles del tren acompañado de Horacio y que quizá, cuando S sea lo suficientemente mayor como para sumergirse en aguas tan peligrosas y enclaustradas, le enseñaré los grafitis.
Después de lo que me parecen horas de espera, llega el tren y yo soy el único pasajero del vagón.
Cuando el subsuelo de Filadelfia nos escupe al exterior y emergemos en el puente Ben Franklin, el sol está saliendo por el horizonte y yo lo miro parpadeando.
Más tarde anuncian mi estación, me levanto y me aferro a la agarradera mientras el tren frena.
Es demasiado pronto para los zombis trajeados, pero sé que no tardarán en acudir como un rebaño.
Hay un vigilante de seguridad junto a los tornos, así que debo tomar una decisión: no llevo billete para salir.
Cuando estoy a punto de echar a correr para saltar, veo un billete usado en el suelo.
Lo cojo y lo introduzco en la máquina.
Obviamente, no funciona.
—Agente —digo con el rectángulo de papel en la mano—. Mi billete no funciona.
—Pasa por debajo —me dice, y antes de darme la espalda le da un sorbo al cubo de poliestireno lleno de café que lleva en la mano.
Me agacho para sortear el torno y salgo al débil sol de la mañana.
No tengo claro cuál es mi plan, pero de alguna manera acabo pasando por delante de casa de Lauren, que está junto a la parroquia de su padre.
De pie al otro lado de la calle y mirando hacia la casa, me da la sensación de que ella me devuelve la mirada. De que las dos ventanas de arriba son ojos y que la hilera de ventanas de la planta baja es una boca. Es como una película de terror de las viejas: la casa cobra vida.
Me quedo embobado imaginando que llamo al timbre y Lauren abre vestida con un albornoz blanco que me ofrece una visión perfecta de su escote; lleva la cruz de plata que le he regalado. Hablamos y le doy las gracias por rezar por mí y ella se alegra de que siga vivo y ambos coincidimos en que lo del beso fue un error. Nos damos la mano y nos deseamos lo mejor, sin rencores. Pero no es más que una fantasía de mierda y sé que la cagué y que no podré hacer que Lauren me perdone así como así. Y la idea me resulta insoportablemente deprimente.
—Puta mierda —digo en la vida real, de pie en mitad de la acera, frente a la casa de Lauren, meneando la cabeza.
Sé que soy un gilipollas por obligar a Lauren a besarme: un hipócrita.
Una mala persona.
Probablemente no volvamos a hablar jamás y lo acepto.
Es lo mejor.
Seguramente el único motivo por que quise hacerlo era porque sabía que era imposible que tuviésemos una relación. Que ella era una prueba que podía llevar a cabo con seguridad porque tenía la cabeza tan llena de religión que la cosa no iba a llegar muy lejos. Pero al final no pasé la prueba. ¿Qué significa eso entonces?
No lo sé.
Que ella haya sido la primera chica a la que besé es horrible, porque siempre la recordaré como la del primer beso y a continuación me vendrá a la cabeza todo lo que ocurrió después. Y empieza a preocuparme que, a partir de ahora, siempre que bese a una chica se desencadene un torrente de recuerdos que me lleve de vuelta hasta la noche de ayer. Que nunca vaya a disfrutar de besar a nadie.
Todo eso me deprime una vez más, así que voy a casa de Walt y entro con mi llave.