En el taxi, Herr Silverman intercambia un montón de mensajes de texto con alguien que se llama Julius.
Por la cara que pone y la manera en que está aporreando el teléfono, diría que a Julius no le parece guay que yo vaya a su casa; pero no digo nada ni hago preguntas, a pesar de que la expresión de mi profesor me da ganas de saltar del coche en marcha, rodar por la acera, salir corriendo magullado y sangrando y tomar un tren a Nueva Jersey.
Estoy flipando un poco por todo lo que le he contado; puede que me haya equivocado al ser tan honesto. Me preocupa que no me vuelva a mirar del mismo modo, que esté siendo agradable mientras estoy delante, pero que en cuanto me dé la vuelta le cuente a Julius que le doy asco. No paro de decirme a mí mismo que Herr Silverman no es así, que él es bueno y comprende la situación. Pero, aun así, se me hace difícil confiar en él al cien por cien.
Al llegar a su edificio, resulta que el importe de la carrera es de más de doscientos dólares, y yo insisto en pagar con mi tarjeta de crédito aunque él me dice que no es necesario. Es profesor y sé que doscientos pavos es demasiado para él.
Cuando tiendo la mano para meter la tarjeta a través de la ventanita de plástico que separa al taxista de los pasajeros, me tiembla la mano, pero Herr Silverman no dice nada al respecto.
Le doy al taxista una propina de ochenta dólares: que se joda Linda, que es quien pagará la factura. En cualquier caso, me tiembla tanto la mano que los números que escribo son casi ilegibles.
—¿Esto está bien? —pregunto mientras subimos las escaleras.
Tengo la voz como un puto flan.
—¿Si está bien el qué?
—Llevar a un alumno a su apartamento.
—¿Te parece bien a ti?
—Sí, pero ¿no hay alguna norma del instituto que se lo prohíba? Vamos, que no quiero meterle en ningún lío.
—Bueno, creo que hay circunstancias atenuantes. Y si no se lo decimos a nadie, nadie lo sabrá.
—Vale —digo, y, aunque me siguen temblando, me meto las manos en los bolsillos.
Si me lo hubiese dicho cualquier otro profesor, habría pensado que estaba llevando a cabo algún plan perverso. «Pero no Herr Silverman —me digo—. Puedes confiar en él».
Al llegar a la puerta mete la llave y dice:
—Mi compañero de piso, Julius, está durmiendo.
Asiento porque soy consciente de que es muy probable que Julius sea su pareja y me pregunto si está molesto porque le haya robado tanto tiempo a Herr Silverman y ahora esté invadiendo su intimidad. Parte de mí desearía no estar aquí, no haber llamado a un profesor.
Al entrar, dice en voz alta:
—Julius, acabo de llegar con Leonard.
No hay respuesta.
—Entra.
Lo sigo hasta un sofá de cuero sobre el que cuelga un cuadro enorme de un árbol desnudo que me recuerda al arce japonés que hay junto al aula de literatura y a lo gilipollas que fui con la profesora, y eso me vuelve a deprimir.
El árbol del cuadro está rodeado de las cabezas cortadas de famosos líderes políticos: Benito Mussolini, Iósif Stalin, Gandhi, Ronald Reagan, Winston Churchill, George Washington, Adolf Hitler, Fidel Castro, Teddy Roosevelt, Nelson Mandela, Saddam Hussein, J. F. K. y una docena más que no reconozco. Parece que han caído del árbol como fruta podrida. Una gigantesca equis roja cubre todo el cuadro, como si alguien le hubiera puesto un sello de «Rechazado». Es una de las obras más extrañas que he visto.
—Siéntate —me dice Herr Silverman—. Enseguida vuelvo.
Abre un poquito la puerta de la habitación y se cuela dentro sin dejarme ver qué hay al otro lado; hace una especie de «u» alrededor de la hoja sin abrirla más de palmo y medio y la cierra rápidamente.
Oigo susurros y la voz que no es la suya suena rabiosa, como el viento soplando entre ramas desnudas.
—No es tu trabajo. —Oigo que dice Julius en voz alta.
—Shhhh —responde Herr Silverman—. Te va a oír.
Se hace el silencio durante un minuto, hasta que vuelvo a escuchar los susurros rabiosos.
Finalmente la puerta se abre palmo y medio, Herr Silverman se escurre por el hueco y cierra definitivamente.
—Su compañero de piso está cabreado por mi culpa.
—Está cansado. Tiene que trabajar por la mañana y se teme que lo vayamos a despertar. Será mejor que no hagamos ruido.
—Le he oído decir que este no es su trabajo y es verdad. No debería haberle llamado a usted. No debería haberlo metido en este lío.
—No pasa nada —me dice—. Me alegro de que lo hayas hecho. Por la mañana te presentaré a Julius; habiendo dormido toda la noche, estará de mejor humor.
—Es su novio, ¿verdad?
—Sí.
—Vale.
Me siento un completo imbécil por haber dicho «vale», como si Herr Silverman necesitase mi permiso o algo.
—Toma.
Extiende la mano hacia mí y veo una cajita envuelta con papel blanco.
Cuando la desenvuelvo y la abro, tardo unos segundos en caer en qué es lo que hay dentro.
Es la estrella de bronce de mi abuelo, solo que está cubierta de papel, pintada y plastificada. En lugar de la estrella hay un signo de la paz de bronce y en la parte de la cinta están mis iniciales, escritas con caligrafía llena de volutas.
—Si no te gusta, puedo quitar el papel y el celo. La medalla original sigue igual, está debajo. Te la iba a devolver mañana, después de clase. ¿Te acuerdas de que decías que querías convertir las connotaciones negativas en algo positivo?
No estoy seguro de cómo responder. Por un lado es una horterada, pero por otro es un regalo increíblemente considerado. Y el único que voy a recibir en mi decimoctavo cumpleaños, que está a punto de terminar.
Por algún motivo, en lugar de decir «gracias» como una persona educada y normal, puede que porque me parece que podría ser algo realmente importante, pregunto:
—¿Julius le hace feliz? O sea, ¿usted le quiere? ¿Se quieren? ¿Tienen una buena relación?
—¿Por qué lo preguntas?
Vuelve a tener cara de preocupación, como si la pregunta lo hubiese desconcertado.
En lugar de contestar, digo:
—¿Usted se escribió cartas del Julius del futuro cuando estaba en el instituto?
—Sí, la verdad es que sí. Metafóricamente, no cabe duda de que lo hice.
Pensar en un Herr Silverman que en el instituto estuviera confundido sobre su sexualidad y escribiese cartas de su gente futura me hace sentir algo menos loco. Escribía cartas de las personas que lo entenderían, lo escucharían y lo tratarían como un igual sin obligarlo a fingir ni llevar una máscara. La gente que lo podía salvar. Que Herr Silverman haya llegado a esta edad gracias a haber tenido fe en esa gente cuando era un chaval como yo, y que sea realmente feliz…
Me enfado conmigo mismo por pensar en todo eso; aún hay una parte de mí que opina que son todo gilipolleces y que si me lo creo todo, al final será peor porque pasarán cosas horribles igualmente, o Herr Silverman me decepcionará y no podré seguir creyendo en él ni en su filosofía. Pero por el motivo que sea, voy y me pongo la estúpida medalla de la paz en la camisa, justo encima del corazón. No sé si porque se ha tomado tantas molestias por mi culpa, o simplemente porque se lo debo y no cuesta tanto ponerse una puta medalla.
—Te queda bien —me dice, y sonríe.
—Gracias.
De pronto me siento cansadísimo; como si ya nada me importase y no pudiera más.
—Leonard, me gustaría llamar a tu madre. ¿Me das permiso?
—¿Para qué?
—Bueno, por la mañana tendremos mucho que organizar.
—¿El qué?
—Necesitas ayuda. La ayuda de un profesional. Creo que tu madre no se da cuenta de lo seria que es tu situación ni de lo mucho que estás sufriendo. Y estas cosas no desaparecen así como así.
—No le escuchará: está loca.
—¿Puedo llamarla? Por favor.
Me muerdo los labios para no hablar porque estoy exhausto y no me apetece discutir. Asiento y pienso: «Herr Silverman no puede empeorar nada».
—El número está guardado como Diseñadora de Moda Linda —digo mientras hago el dibujo en la pantalla para desbloquear el móvil y se lo paso—. Pero seguramente no contestará. Por la noche no lo coge nunca. Dice que necesita descansar para estar guapa, pero en realidad es porque se acuesta con un francés a quien le encanta el sexo y ella es una ninfómana.
Ojalá no hubiera hecho ese último chiste, sobre todo porque él no hace ni caso y ni mucho menos se ríe.
Llama a Linda, pero ella no contesta.
Le deja un mensaje en el que dice que estoy con él en su apartamento y que le gustaría que lo llamara porque se trata de una emergencia. Dice su número y cuelga.
—Habrá que esperar a que llame —dice él.
Yo aparto la mirada.
Linda no le va a llamar esta noche.
Lo sé por experiencia.
Herr Silverman saca un bloc de un cajón, apunta el número de Linda y se guarda el papel en el bolsillo de la camisa.
—¿Lo ha pintado usted?
Estoy señalando el cuadro del árbol tachado con cabezas caídas de famosos líderes políticos que hay detrás del sofá. No sé por qué. Supongo que para cambiar de tema. O porque me deprime que Linda no vaya a llamar y Herr Silverman crea que sí lo hará.
Se le ilumina la cara como si estuviera tremendamente orgulloso de la obra o muy contento de tener un tema de conversación que no sea lo jodido que estoy.
—No. Lo compré hace unos años, cuando fui a Israel. En una exposición. Un amigo de un amigo. Hice que me lo enviaran: una pequeña extravagancia.
—Es muy bueno —digo, pero es mentira.
No me gusta en absoluto, pero creo que debería ser amable con Herr Silverman. Me da miedo que utilice mi secreto en mi contra —todo lo que le he contado sobre Asher—, así que quiero estar a buenas con él.
—A mí me gusta —dice él.
—¿Qué significa? —pregunto, porque quiero que esté contento.
—¿Tiene que significar algo?
—No lo sé. Creía que el arte tenía que representar algo.
—¿No puede existir sin más, sin explicación? ¿Por qué tenemos que asignar una interpretación al arte? ¿Es necesario comprenderlo todo? A lo mejor existe para despertar sentimientos y emociones, y ya está. No para tener un significado.
Asiento para que sepa que le oigo, pero me parece que lo que dice es un poco pretencioso, el típico rollo de artista.
Aun así, lo imagino manteniendo conversaciones sesudas con Julius sobre el arte y la vida y sin querer esbozo una sonrisa.
La vida más allá de los übertarados.
De no estar tan cansado, seguiría charlando, debatiendo esto y lo otro como en sus clases, tal y como él quiere que hagamos. Seguiría durante horas y horas, pero me está fallando la cabeza y creo que solo me queda tiempo suficiente para una o dos preguntas más.
—¿Usted diría que es arte moderno? ¿Algo que se podría exponer en el MoMA de Nueva York? Últimamente me he interesado por el arte moderno.
—Bueno, es arte y es moderno. Pero cualquier cosa que se haya pintado recientemente se llama arte contemporáneo.
Asiento.
—¿Usted cree que una fotografía de una pistola nazi colocada junto a un bol de gachas de avena puede ser arte contemporáneo, o quizá arte a secas?
—Sí, claro. ¿Por qué no?
—Vale.
Nos quedamos sentados en silencio hasta que me doy cuenta de que estoy peligrosamente agotado, de que mi cerebro está al límite de sus posibilidades y de que no puedo esperar toda la noche a que llame Linda porque no tengo energías. Me pesa una tonelada cada párpado. Bostezo y digo:
—¿Le importa si descanso la vista un par de segundos?
—Adelante —dice—. Ponte cómodo.
En cuanto mi cabeza toca el sofá, el mundo se apaga.
Es como si mi cerebro cayese libremente hacia un abismo negro como el carbón.
No sueño nada. Übernada.