—Leonard, ¿eso es una pistola? —dice Herr Silverman.
Su voz parece temblar un poco más de lo habitual. Como si estuviera más alterado de lo que quiere aparentar.
—Una P-38 nazi —digo.
Yo hablo con mayor determinación que él.
—¿El trofeo de guerra de tu abuelo?
Asiento.
Aún está a un par de metros de mí, pero me siento un poco encajonado y doy un paso atrás.
—¿Me la das? —dice.
Avanza con la mano tendida.
Es obvio que ahora está realmente asustado porque, por mucho que intente evitarlo, le tiembla la mano.
—Cuando estaba en la facultad, ¿le enseñaron a tratar con estudiantes armados? —digo intentando relajar el ambiente—. ¿Había alguna asignatura sobre eso?
—No, la verdad es que no nos lo enseñaron. No había ninguna asignatura parecida —dice—. Deberían ponerla. ¿Está cargada?
—Sí. Y no lleva el seguro —digo con tono amenazante.
Herr Silverman baja la mano. Está tenso.
No entiendo por qué le estoy hablando así.
Me refiero a que ha venido a salvarme, ¿no?
Le llamé por teléfono porque quería que viniese.
Pero no lo puedo evitar.
Estoy demasiado jodido para ser amable y agradecido.
—Dame la pistola y todo se arreglará.
—No, de eso nada. Es una puta mentira y usted no miente, Herr Silverman. Es mejor que los demás. Es el único adulto en el que confío y a quien admiro. Así que dígame otra cosa, ¿vale? Inténtelo otra vez.
—De acuerdo. ¿Escribiste las cartas de la gente del futuro?
La pregunta me sorprende un poco y me evoca una serie de intensos sentimientos que ahora me gustaría evitar.
—Sí. Sí, las escribí —digo desafiante, prácticamente chillando.
—¿Qué te decían? ¿Qué te contaron?
—Que va a haber un holocausto nuclear. Que el mundo del futuro está cubierto de agua, como predijo Al Gore. Las personas se matarán entre ellas por vivir en la poca tierra firme que quedará. Morirán millones.
—Interesante. Pero estoy seguro de que también decían otras cosas; tú no eres todo tristeza y negatividad, Leonard. Te he visto demasiadas veces una luz en la mirada como para pensar eso. ¿Qué más decían?
Con lo de la luz en mi mirada se me hace un nudo en la garganta aún mayor y siento que me van a explotar los ojos.
—¿Qué coño importa, si no existen?
—Sí existen, Leonard.
Avanza un paso más, con cuidado.
—De verdad. Pero tienes que creerlo y aguantar. Bueno, quizá no sean exactamente esas personas, pero tarde o temprano encontrarás amigos. Otras personas como tú.
—¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede estar tan seguro?
—Porque yo solía escribirme cartas desde el futuro cuando tenía tu edad y me ayudó mucho.
—Pero ¿conoció a las personas del futuro que se imaginó?
—Así es.
Esta información me pilla desprevenido y de pronto siento mucha curiosidad por la vida de Herr Silverman.
¿A quién escribía él?
—¿Cómo los encontró?
—Escribir las cartas me ayudó a darme cuenta de quién era yo y de qué quería. En cuanto lo supe, pude enviar las señales necesarias para que los demás pudieran responder adecuadamente.
Pienso un momento y digo:
—En el futuro soy el operador de un faro, con mi esposa, mi hija y mi suegro. Todas las noches emitimos un gigantesco haz de luz, a pesar de que sabemos que no lo va a ver nadie.
—Eso es muy bonito —dice—. ¿Lo ves?
Pero no, no lo veo.
—Escribir eso me hizo estar aún más jodido.
—¿Por qué?
—Acabé pensando que quería vivir en ese mundo ficticio ahora; que el mundo de las cartas, que es mejor, me dio ganas de dejar este. Creo que eso es lo que me ha llevado a estar hoy aquí con una pistola en la mano.
Herr Silverman se estremece. Es apenas perceptible, pero yo me doy cuenta.
—¿Te sientes como si estuvieras emitiendo una luz que no ve nadie?
Miro las luces de la ciudad reflejadas en el agua y se me ocurre que siempre están ahí, todas las noches, aunque nadie las mire.
En general, la gente no se fija.
No importa lo que yo haga.
Realmente no importa.
Herr Silverman se acerca y yo no me aparto. Se quita el abrigo, se lo pone entre las piernas y se sube la manga de la camisa. El corazón se me vuelve a poner a cien porque llevo una eternidad queriendo saber qué hay ahí debajo.
Cuando tiene el puño subido hasta el codo, usa el móvil para iluminarse la muñeca.
—Mira.
No veo cicatrices ni marcas de aguja ni un exceso de pelo ni una quemadura antiestética ni nada parecido.
Es un tatuaje: un triángulo de color rosa. Los nazis lo usaban para marcar a los homosexuales en los campos de concentración; lo sé porque nos lo enseñó él.
—¿Quién le ha hecho eso? —pregunto.
Se me ocurre que quizá él haya tenido su propia versión de Asher Beal.
—Yo mismo. Bueno, un tatuador.
—Oh —digo.
Me cuesta un momento, pero al final me doy cuenta de lo que me está diciendo.
—No me importa que sea gay. No me molesta —digo.
Siento que es mi deber decirlo.
No se me había pasado por la cabeza que Herr Silverman pudiera ser homosexual; pero supongo que, en retrospectiva, tiene sentido. Nunca le he visto llevar un anillo de casado ni habla de su esposa a pesar de ser un hombre de mediana edad, guapo, bien vestido y con trabajo fijo que sería el marido ideal para muchas mujeres.
Me sonríe.
—Gracias.
—¿Por qué se hizo ese tatuaje?
—En el instituto intenté ser quien yo creía que el mundo quería que fuese. Siempre quise complacer a los demás y no dejaba que mi verdadero yo fuese visible. Tardé diecinueve años en darme cuenta de quién era y otros doce meses en admitirlo. Así que no quería volver a olvidarme de ello. Por eso me tatué un símbolo en la muñeca. Para que la respuesta estuviera siempre ahí.
—Pero ¿por qué precisamente ese símbolo?
—Creo que ya lo sabes, Leonard. Seguramente por la misma razón por la que tú tienes una pistola nazi en la mano: intentaba demostrarme algo a mí mismo. Quería tomar el control.
—¿Por qué no deja que sus alumnos lo vean?
—Porque podría afectar a mi capacidad de comunicar un mensaje muy importante a aquellos que lo necesitan.
—¿Cuál?
—El mensaje de mis clases; sobre todo el de la asignatura del Holocausto.
—Sí, pero ¿cuál es?
—¿Cuál crees tú?
—¿Que no pasa nada por ser diferente? Que deberíamos ser tolerantes.
—Esa es una parte, sí.
—Y ¿por qué no es diferente y fomenta la tolerancia enseñándole a todo el mundo el triángulo rosa?
—Porque a algunos de tus compañeros podría resultarles difícil tomarnos en serio, tanto a mí como a lo que quiero decir. La política de los profes de instituto gays es no hacer preguntas, no decir nada; sobre todo los que impartimos asignaturas controvertidas como la mía.
Herr Silverman empieza a remangarse la otra manga, casi hasta la axila.
—Toma. Usa mi móvil para leer esto.
Agarro la P-38 con la mano izquierda y le cojo el teléfono.
Enfoco la luz a lo largo de la cara interior del brazo.
Primero no te hacen caso, después se ríen de ti, luego te atacan y entonces ganas.
Las palabras están escritas en tinta de color azul; simples caracteres de imprenta colocados en dos filas. Nada que ver con los estrambóticos tatuajes de palabras en letra gótica o cursiva que se ven estampados sobre el pecho de raperos y actores famosos. Me da la sensación de que lo importante de este tatuaje es el mensaje, no la imagen; de que el mensaje es solo para él y seguramente por eso lo lleva escondido bajo la manga.
—A menudo se lo atribuyen a Gandhi —dice—, pero cuando encontré esta frase me daba igual quién la dijo. Lo único que tenía claro es que me hacía sentir fuerte. Me dio esperanzas y me ayudó a seguir adelante.
—¿Por qué se la tatuó en el brazo?
—Para no olvidar que al final gano yo.
—¿Cómo sabe que ganará usted?
—Porque no dejo de luchar.
Pienso en el significado de eso, en el mensaje que nos lanza todos los días en el aula y en por qué me cuenta esto y digo:
—Yo no soy como usted.
—¿Por qué ibas a tener que ser como yo? Deberías ser como tú.
Me llevo la P-38 a la sien y digo:
—Este soy yo: aquí y ahora.
—No, en absoluto.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque he leído tus trabajos y te he mirado a los ojos mientras doy clase. Sé que lo entiendes todo: eres diferente. Y sé lo difícil que es ser distinto; pero también sé que puede ser un arma muy poderosa. El mundo necesita esas armas. Gandhi era diferente, todos los grandes lo son. Las personas únicas como tú y como yo necesitamos encontrar a otras que también lo sean y que nos entiendan; para no sentirnos demasiado solos y acabar como tú esta noche.
—Yo no soy gay.
—No hace falta que lo seas para ser diferente. Nunca me has parecido gay.
—De verdad, no lo soy.
—Vale.
—No soy gay.
—Perfecto.
—¡No soy gay!
—¿Por qué lo repites?
—Asher Beal es gay.
—¿Por qué me lo dices?
—Pero no es gay como usted. Es horrible.
—¿Qué me quieres contar, Leonard?
—Hoy he ido a casa de Asher Beal. Iba a matarlo, de verdad. Hace mucho tiempo que quiero hacerlo[70].
Herr Silverman tiene un momento de pánico.
—Pero no lo habrás matado, ¿verdad?
—Me he acercado a su ventana con la pistola en la mano. La he levantado, le he apuntado a la cabeza… pero no he podido. No he sido capaz.
—Eso está bien.
—Debería haberlo matado.
—¿Qué te ha hecho?
No quiero contárselo, así que nos quedamos de pie, callados durante un buen rato.
Pero él es paciente. Se queda esperando como si no pensara moverse ni hablar en un millón de años, si ese es el tiempo que necesito para responder a su pregunta. No sé por qué, pero con él esperando así me siento seguro; siento que puedo confiar en él porque a lo mejor es verdad que cree que vale la pena escuchar lo que tengo que decir, que vale la pena salvarme. Finalmente mi boca se rebela contra la mente y aflora un torrente de palabras, como una purga.
Se lo cuento todo.
Hasta
el último,
horrible
y
devastador detalle.
Y
otra
vez se
me
llenan
los
ojos
de putas
lágrimas
porque
no lo
puedo
evitar.
No sé cuándo, pero en algún momento de mi derrumbamiento, Herr Silverman me rodea con el brazo y me empieza a dar palmaditas en la espalda. Lo hace con mucho cuidado —es muy precavido—, y sé que únicamente intenta consolarme. No me molesta. Me hace sentir seguro. Así que dejo que me abrace; me gusta, pero no le devuelvo el abrazo, cosa que seguramente le hace sentir incómodo, y yo me siento mal por ello, pero es que no soy de abrazar aunque esté así de hecho polvo. «Tranquilo, no pasa nada», me susurra, y le quiero y le odio al mismo tiempo por decirme eso. Que no me joda con que no pasa nada. Eso es exactamente lo que quiero: estar tranquilo y, aunque él no me puede conceder ese deseo, le quiero por intentarlo.
Me gustaría saber si cree que tiene el poder de convertir las mentiras en verdades repitiendo las palabras hasta la saciedad, como si fuera un hechizo.
Parte de mí tiene la esperanza de que así sea.
La otra quiere chillarle a la cara: «¡QUE TE JODAN!».
Esos dos extremos libran una larga batalla entre mis costillas.
Al final me tranquilizo, él me suelta y nos quedamos mirando el agua sin decir nada. Respirando, sin más.
Tengo la sensación de que están pasando horas enteras, pero me gusta estar aquí con Herr Silverman a mi lado.
Me siento vacío.
Totalmente purgado.
Y durante uno o dos segundos finjo que estamos al mando del Faro 1. Juntos.
Al final Herr Silverman dice:
—Sabes que a los hombres también los pueden violar, ¿verdad?
No digo nada, pero me pregunto si eso es lo que me ha pasado a mí, porque al principio no siempre me resistía, y cuando empecé a hacerlo me daba la sensación de que estaba intentando parar algo que llevaba ocurriendo mucho tiempo y que no tenía pinta de ir a terminar pronto. Era como querer saltar de un tren porque te mareas y el conductor no puede parar.
—Me siento como si estuviera roto; como si las piezas no encajaran. Siento que en el mundo no queda espacio para mí, que he abusado de mi tiempo en la Tierra y que la gente está de acuerdo y no para de lanzarme indirectas. Como si todos pensaran que debería largarme de una vez.
Intento mirar a mi profesor, pero no puedo apartar la vista del reflejo de las luces de la ciudad.
—Creo que ese es el motivo de que mi madre se fuese a Nueva York y de que nadie quiera hablar nunca conmigo. No valgo una mierda.
—Eso no es verdad.
—Sí lo es. En el instituto me odia todo el mundo. Usted lo sabe.
—Yo no te odio. Espero que el hecho de que esta noche esté aquí contigo sea prueba suficiente. Y el instituto es un sitio diminuto en comparación con el resto del mundo: no es más que un instante en tu vida. Vendrán cosas buenas, ya lo verás.
No me lo creo y me da la risa, porque ¿a quién coño se le ocurre decirle a un adolescente armado con una pistola que vendrán cosas buenas? Es absurdo.
Miro la P-38 y suspiro.
—Ni siquiera soy capaz de suicidarme.
—Aunque no lo creas, eso también es algo positivo. —Herr Silverman me regala una sonrisa tan fantástica que le creo—. Es algo precioso.
Precioso.
Ojalá fuera capaz de convencerme de ello.
Me seco la nariz con la manga del abrigo.
Él se pone el suyo.
—¿Qué crees que debería hacer con esto? —digo, y los dos miramos fijamente la reliquia de la segunda guerra mundial que tengo en la mano.
—¿Por qué no la tiramos al agua?
—¿No cree que debería estar en el museo del Holocausto?
Se echa a reír despreocupadamente, cosa que nunca haría en clase.
Es como un guiño.
Como si confesase que las respuestas que mis compañeros escriben en los exámenes le parecen un montón de mierda: como a mí.
—Si por mí fuese, todas las pistolas estarían en el fondo de un río.
—Ni siquiera sé si funciona —digo.
—Me sentiría mucho mejor si por lo menos la soltases. Me estoy esforzando una barbaridad por parecer tranquilo, pero tengo el corazón a mil. Estaría más tranquilo si no tuvieras un arma en la mano.
Pienso en cuánto está arriesgando al venir hasta aquí de noche a tratar con un pirado como yo. En primer lugar, la pistola; y luego todo el papeleo insoportable que tendrá que hacer si me mato, porque llegado este punto él está bastante involucrado. Si alguien se enterase de que estamos manteniendo esta conversación, los abogados del instituto se cagarían de miedo.
—Así que mi vida va a mejorar. ¿De verdad piensa eso? —pregunto.
De todos modos, sé lo que me va a contestar: lo que la mayoría de adultos sienten que deben decir cuando se les hace esa pregunta. A pesar de que las pruebas y la experiencia vital de cada uno apuntan inequívocamente hacia un hecho: que la vida de las personas empeora sin cesar hasta que uno se muere. La mayoría de adultos son infelices y eso es innegable.
Pero sé que si lo dice él, no me parecerá una mentira tan burda.
—Sí, puede mejorar. Pero tienes que estar dispuesto a hacer los deberes.
—¿Qué deberes?
—No permitir que el mundo te destruya. Es una lucha diaria.
Reflexiono sobre lo que me dice y, hasta cierto punto, lo pillo. Me gustaría saber con qué cara vuelve Herr Silverman a casa, pero seguro que parece feliz: orgulloso del buen trabajo que ha hecho durante el día. Lo contrario de la mujer de las gafas de los años setenta que me llamó pervertido y del resto de gente deprimida a la que he seguido al bajar del tren. Seguro que irá escuchando música y puede que hasta cante. El resto de pasajeros lo mirarán y se preguntarán por qué narices está tan contento; seguramente les sentará mal. Puede que le deseen la muerte.
—No me cree capaz de pegarle un tiro a alguien, ¿verdad? Tampoco creía que me fuese a suicidar.
—Por eso he venido. No estaría aquí si no creyese que mereces la pena.
Le miro a la cara un buen rato, sin decir ni una palabra.
Me quedo mirándolo fijamente durante tanto rato que al final la situación se pone tensa y nos sentimos incómodos, por mucho que Herr Silverman se niegue a dejar que se note.
—Leonard, tira la pistola al río. Confía en el futuro. Venga, hazlo: no pasa nada. Las cosas mejorarán y tú serás capaz de hacer lo necesario.
Ya sea porque quiero deshacerme de toda prueba que tenga que ver con esta noche, porque quiero contentarlo o simplemente porque lanzar cosas al río es divertido de cojones, doy tres pasos rápidos hacia la orilla y lanzo la P-38 como si fuera un búmeran.
La veo dar vueltas en el aire, iluminada por los reflejos de la ciudad distante, y desaparece justo antes de que la oigamos caer en el agua y hundirse.
Imagino a mi abuelo ejecutando a su primer propietario, el oficial nazi.
Imagino el recorrido que ha hecho la pistola a través del espacio y el tiempo para acabar en el fondo de un afluente del Delaware.
Las historias, los objetos, la gente y prácticamente todo lo demás pueden dejar de existir en un abrir y cerrar de ojos.
Entonces pienso en S —mi hija ficticia— y yo buceando con Horacio el delfín después del holocausto nuclear. S tiene la cara cubierta de preciosas pecas y los ojos grises, como los míos. Lleva una melena que le llega justo por debajo de las orejas.
«A lo mejor encontramos mi vieja P-38», le digo en mi fantasía.
«¿Por qué tenías una pistola cuando eras pequeño?», repone ella.
«Buena pregunta», digo, y ambos nos ponemos las máscaras y nos dejamos caer de espaldas al agua por la borda del bote.
Aunque sé que no es más que un cuento ridículo, la mera idea me hace sentir una especie de calidez en el pecho: lo admito.
—¿Qué hacemos? —pregunto.
—¿Hay alguien en tu casa?
—No. Mi madre está en Nueva York.
—Entonces te vienes a la mía.