VEINTIOCHO

De pronto el objetivo hace aparición en la ventana-pantalla del autocine en el que están proyectando La señora Beal prepara la última cena para el pervertido de su hijo.

Empiezo a sudar.

Objetivo enemigo circunstancial conocido como «madre de Asher» besa al objetivo principal en la mejilla.

El objetivo principal dice algo antes de desaparecer de la vista.

En la película, el objetivo principal parece un joven sanote y sin pretensiones: el chico al que escogerías para que acompañase a tu hija al baile de fin de curso. La farsa del buen hijo que me muestra la pantalla del autocine hace que el corazón me empiece a latir al ritmo de una ametralladora; le quito el seguro a la P-38 con el pulgar y acaricio el gatillo con el dedo[63].

Tengo hasta el último centímetro cuadrado de piel cubierto de sudor, aunque fuera no debe de hacer más de cuatro o cinco grados. Hace un momento estaba tiritando, pero ahora tengo tanto calor que debo resistir el impulso de quitarme la camisa. Es como si me hubiera tragado el sol.

La luz de la habitación del objetivo principal se enciende un segundo después; es la señal para pasar a la acción y poner el plan en marcha, pero tengo los pies anclados al suelo.

El objetivo principal enciende el ordenador y le resplandece la cara como a un alienígena.

«Mata al alienígena», pienso.

«Acuérdate de lo que te hizo».

«Estás en tu derecho».

«No es humano».

«Es una cosa».

«Un objetivo».

«No olvides emplear tu formación militar, todo lo que aprendiste en internet».

Salgo de mi cuerpo y mi esencia flota a unos tres metros por encima de mi cabeza, de modo que lo que veo es la carne, huesos y sangre —la materia— que yo mismo solía habitar.

No me veo la expresión por culpa del sombrero de Bogart, pero tengo el brazo derecho estirado y estoy apuntando al objetivo principal con la P-38.

No muevo las piernas, sino que empiezo a deslizarme sobre la hierba del jardín trasero, a oscuras, ligero como un fantasma.

Parezco una rígida erre minúscula de la que alguien tira sobre una superficie helada.

«¿Qué tira de mí?», pienso mientras floto a través del crudo aire de invierno; y entonces es cuando me doy cuenta de que algo tira también de mi esencia. Se podría decir que estoy siguiendo a mi saco de carne y huesos como un globo de cumpleaños, lleno de helio y atado a la muñeca de un crío[64].

He llegado a la ventana del objetivo con el vivo recuerdo de lo que me hizo en esa misma habitación tantas y tantas veces.

De lo confuso que resultaba.

De lo mucho que quería que acabase.

De cuánto me intimidaba.

De cómo me engañaba psicológicamente.

De que me dijo que si aquello se acababa, le contaría a todo el mundo con todo lujo de detalle las cosas que habíamos hecho juntos, y que me llamarían maricón y a lo mejor hasta me daban una paliza.

Que todos le creerían a él, no a mí; sobre todo cuando les contara que yo le había obligado.

Y que si yo dejaba de hacer lo que él quería, colgaría en internet el vídeo secreto que grabó con la cámara del ordenador sin que yo me diera cuenta de que estaba encendida.

La primera vez me dijo que su tío le había enseñado cómo sentir algo increíblemente bueno.

Yo quería sentir cosas buenas.

¿Quién no quiere?

Aún no habíamos cumplido los doce años.

Estábamos haciendo pressing catch.

Haciendo el tonto.

Yo me ponía un pasamontañas y fingía ser Rey Mysterio.

Él siempre hacía de John Cena.

Y de pronto ya no estábamos haciendo lucha.

Era algo que yo no comprendía: algo excitante y peligroso.

Algo para lo que no estaba preparado. Algo que en realidad no quería hacer.

Era de mentirijillas. O puede que no.

Y entonces Asher quería hacer pressing catch a todas horas.

Empecé a hacer preguntas intentando comprender qué era lo que hacíamos.

Me dijo que no preguntase, que aquello debía quedar entre nosotros y que era mejor que no lo pensase mucho. Pero lo decía con cara de malas pulgas; como si no nos conociéramos, como si no fuésemos amigos.

Cuantas más veces pasaba, más desagradable se volvía él.

Duró dos años.

Y yo no quería perder a mi amigo.

¿Nunca has hecho algo que no querías hacer para conservar una amistad?

Intentaba evitar subir a su habitación —o, mejor dicho, estar a solas con él en general—, pero él insistía y siempre me pedía que luchásemos. Era la palabra clave.

Así que empecé a ponerle excusas. Le decía que no podía quedar porque tenía deberes o que mi madre me había castigado o cualquier otra cosa. Enseguida pilló la indirecta y empezó con las amenazas.

Al final nos dimos de puñetazos. Asher me dejó de todos los colores porque me negué a seguir «haciendo lucha».

Él siempre fue más fuerte y grande.

Las palizas no me importaban.

Y esa fue mi liberación.

Cuando le quedó claro que para seguir con aquel asunto tendría que ponerme un ojo morado cada vez, la cosa terminó.

Quizá ese fue el momento en que me hice un hombre.

Cuando mis padres me preguntaban por las magulladuras, les decía que Asher y yo nos habíamos vuelto a pelear.

Y no hurgaban más.

A lo mejor sospechaban que era gay.

Creo que en una ocasión intenté contárselo a Linda, pero ella se negó a creérselo y cambió de tema. No recuerdo qué dije, pero seguramente lo expresé de forma indirecta; porque ¿cómo puedes tratar esa mierda de manera directa cuando estás en plena pubertad? A veces la recuerdo riéndose, como si le hubiera contado un chiste. Otras recuerdo que yo también me reía, porque la risa te hace sentir más seguro, pero es posible que me haya inventado esa parte. El recuerdo del día que intenté comunicarme con ella está sumido en una puta neblina, así que no lo sé.

Nadie se enteró jamás de la verdad y eso me parece mal. Incluso peligroso.

Yo me convertí en el raro del instituto, mientras que Asher se las arreglaba para ser un chico equilibrado y popular, lo que cualquiera llamaría normal. Al menos a primera vista.

Los que más abusan de los demás siempre son populares.

¿Por qué?

Porque a la gente le encanta el poder.

Me pregunto si al matar a Asher[65] de un disparo me convertiré temporalmente en una persona poderosa.

Sin embargo, de pie junto a la ventana, vuelvo a ser ese crío asustado de padres ausentes y despistados cuya madre no dijo ni una palabra el día que lo pilló desnudo con su mejor amigo; simplemente cerró la puerta y fingió que aquello no había pasado[66].

Pero por algún motivo —independientemente de eso— me pongo a pensar en un día de verano de antes de que todo se volviera tan raro, cuando no éramos más que un par de niños.

Es el último recuerdo bueno que tengo de mi viejo amigo.

Asher y yo decidimos salir en bicicleta una mañana y llegar tan lejos como nos fuera posible antes de la cena, solo porque sí.

Partimos a las nueve y debíamos volver a las cinco de la tarde.

Teníamos ocho horas, así que decidimos que íbamos a pedalear en una dirección durante tres horas y media, para dar media vuelta y disponer de cuatro y media para el regreso, pensando que estaríamos más cansados y tardaríamos más.

Era un pasatiempo absurdo: el típico plan de dos críos muertos de aburrimiento en verano. La cuestión es que nunca habíamos salido de nuestra ciudad sin nuestros padres y sabíamos que jamás nos hubiesen dejado hacer algo así, de modo que cuando echamos a correr con las bicis el corazón nos latía desafiante. Sentíamos que nos acabábamos de embarcar en una aventura alucinante y prohibida.

Asher iba guiando la expedición a través de una serie de pueblos y ciudades a los que nunca habíamos ido, por cerca que estuviesen; y recuerdo sentir una libertad que me resultaba nueva, estimulante y embriagadora.

En un momento dado tuvimos que parar porque nos encontramos con la barrera roja y blanca de un paso a nivel bajada y, mientras veíamos pasar el tren, me fijé en que Asher tenía la camiseta empapada en sudor. Había impuesto un ritmo exigente y durante casi todo el viaje me ardían los muslos, aunque el calor era aún más intenso cuando estábamos parados.

Cuando el tren pasó y levantaron las barreras, seguimos nuestro camino.

Él miraba por encima del hombro y sonreía, y yo lo quería de la forma en que quieres a un hermano o a un buen amigo, y mientras se me estrellaban los bichos en la cara y el viento me tiraba del pelo.

Me acuerdo de estar sentados junto a un estanque, en un parque del que ni siquiera habíamos oído hablar, en un pueblo donde no conocíamos a nadie, comiendo los restos de pizza que habíamos envuelto en papel de plata y llevábamos en las mochilas.

Apenas hablamos, pero sonreíamos porque nos estábamos rebelando —solos por el ancho mundo— y no podíamos creer lo fácil que era; bastaba con subirse a la bicicleta y pedalear para salir del control de nuestros padres y de todo lo que conocíamos. Y allí fuera había todo un mundo por explorar.

Las posibilidades nos hacían vibrar.

Los dos sentíamos lo mismo y no hacía falta traducirlo con palabras.

Los dos nos entendíamos.

¿Qué nos pasó?

¿Qué pasó con ese par de chicos que disfrutaban tanto simplemente yendo en bicicleta durante horas?

El cañón de la P-38 prácticamente toca el cristal.

El objetivo principal no se ha percatado de que estoy en el exterior, junto a la ventana.

El objetivo principal está a metro y medio.

«Si tu abuelo fue capaz de ejecutar a un hombre malo, tú también puedes», pienso.

La pantalla del ordenador proyecta una luz fantasmagórica sobre la habitación del objetivo.

Suspendido sobre mi cuerpo, intento mover el dedo índice para activar el gatillo

y la P-38

se

disparará

y el

cristal se

hará

añicos y

la cabeza

del

objetivo

estallará

como

una

calabaza.

Pero, por algún motivo, no ocurre.

El objetivo apaga el ordenador y la habitación se queda a oscuras.

Tardo unos segundos en acostumbrarme a la falta de luz y, cuando consigo ver, Asher tiene la polla en la mano y se la está meneando en la silla, solo que se ha girado para no golpear la mesa con el puño. Echa la cabeza hacia atrás y todo.

Lo verdaderamente sorprendente es que, incluso con Asher haciéndose una paja a metro y medio de mí, no puedo dejar de pensar en el día que hicimos la excursión en bici más larga de la historia, y me gustaría poder borrar todo lo que ha ocurrido desde entonces y vivir únicamente en ese momento.

Recuerdo que a la hora escogida dimos media vuelta para no llegar tarde a la cena y que nuestros padres no sospechasen nada.

Estábamos parados frente a un concesionario de coches donde había un montón de globos rojos, blancos y azules que habían sobrado del día 4 de julio. Posamos los pies en el hormigón sin bajarnos de las bicis y reconocimos el terreno que habíamos descubierto.

Éramos miniaturas de Cristóbal Colón o Ponce de León.

Habíamos dejado atrás el territorio seguro y sobrevivido a aguas desconocidas.

Las BMX eran nuestros navíos.

«Hemos llegado bastante lejos», dijo Asher.

Yo asentí y sonreí.

«Podríamos hacer esto todos los días del verano, ¡ir en todas las direcciones! Como los radios de las ruedas».

Recuerdo que su expresión era de pura emoción sincera: como si acabásemos de descubrir que teníamos alas y éramos capaces de volar.

Tenía la mirada iluminada como el sol de verano que se alzaba en el cielo.

Pero jamás volvimos a hacer una excursión en bici como aquella y nunca entenderé la razón.

Nuestros padres no nos pillaron.

No nos metimos en ningún lío.

El viaje fue todo un éxito.

Simplemente, no llegamos a hacer otra salida de todo el día, quizá por culpa de lo que empezó el tío de Asher. Ahora mismo eso me resulta tan entristecedor, una oportunidad perdida tan grande, que se me humedecen los ojos y se me nubla la vista.

Sigo

apuntando

al objetivo

principal

con la

P-38, pero

empiezo

a darme

cuenta

de que

no voy a

completar

la misión.

Soy un

pésimo

soldado.

Lo más probable es que mi abuelo me llamase marica y me diese la madre de todas las bofetadas como solía hacer con mi padre; al menos eso es lo que me contó mi madre en su funeral, cuando yo estaba en tercero.

No tengo lo que hace falta para ello y no sé bien por qué.

Seguramente sea porque soy un capullo incapaz de hacer nada bien.

Mi esencia es absorbida de nuevo por mi cuerpo y de pronto vuelvo a ponerle el seguro a la P-38.

La guardo en el bolsillo de delante, saco el móvil y le doy al botón de encender.

En cuanto está listo, le doy al icono de la cámara, compruebo que el flash está activado, apunto hacia la ventana de Asher, suelto una explosión de luz blanca para que sepa que alguien le ha hecho una foto masturbándose y echo a correr hacia el bosque como un condenado.