VEINTISIETE

Llegado este punto, parte de mí —una pequeña parte en lo más recóndito de mi interior— necesita hacer una confesión; sobre todo antes de llevar a cabo el plan y de que sea demasiado tarde para hacer declaraciones.

Unos meses después del concierto de Green Day, Asher pasó un fin de semana con su tío Dan pescando en algún lugar de Pensilvania; creo que fue en el lago Pocono. Adoraba a su tío: era alto, seguro de sí mismo y gracioso, conducía una furgoneta chulísima y siempre lo llevaba a un montón de sitios, como al cine, o a carreras de coches y hasta a cazar. El tío Dan era el tipo de tío que cualquier niño sueña con tener. Recuerdo que cuando lo conocí me cayó bien al instante. Realmente parecía un tipo estupendo, por eso la historia es una mierda[62].

Cuando Asher volvió del fin de semana de pesca, había algo que no cuadraba.

Llevábamos un tiempo trabajando en un proyecto del colegio sobre civilizaciones antiguas y habíamos escogido a los incas. El domingo siguiente después de la excursión de pesca, estábamos en casa de Asher por la tarde añadiendo los toques finales a un Machu Picchu en miniatura y recuerdo que no había manera de que él me mirara. Cada vez que le preguntaba si le pasaba algo decía «¡Nada!», prácticamente gritando. Al final me soltó: «Si me vuelves a preguntar qué me pasa, te voy a dar una paliza». Me miró como si quisiera matarme y además fuese capaz de hacerlo.

Seguimos montando nuestro Machu Picchu sin que yo dijese ni pío. La estructura estaba hecha con piezas de LEGO, habíamos usado tierra de verdad para la hierba y llevábamos semanas construyendo pequeños edificios cuadrados de papel maché. Según lo recuerdo, el proyecto tenía un aspecto magnífico: jamás había hecho nada tan bonito, ni antes ni después. Y la semana anterior Asher estaba muy orgulloso de ello, incluso emocionado; pero en cuanto acabé de pintar el último pedazo de la estructura, la emprendió a puñetazos con el proyecto.

—¿Qué haces? —le grité.

Eran semanas de trabajo.

Pero él siguió dándole golpes y aplastándolo, aporreándolo con los puños como un cruel dios infantil.

Fue un espectáculo espeluznante: no solamente por todo el duro trabajo que se acababa de ir al traste, sino porque estaba claro que Asher había perdido el control.

Intenté sujetarlo y me propinó tal puñetazo en la cara que me dejó el ojo morado.

Y luego se echó a llorar con verdadera violencia.

Entró su madre y vio lo que estaba ocurriendo. «¿Qué ha pasado?», dijo.

Yo me quedé de pie, boquiabierto, mientras ella intentaba abrazarlo y él la esquivaba y salía corriendo hacia su cuarto.

Nunca me he sentido tan confundido.

Ni siquiera pude explicar a mis padres qué era lo que había pasado: no tenía ni idea.

Lo lógico hubiese sido que llamasen a la señora Beal y le hicieran una batería de preguntas, pero no creo que lo hiciesen. Recuerdo que mi padre le dijo a Linda: «A esta edad los chicos se pelean. Forma parte de su crecimiento», pero a ella le preocupaba más lo feo que tenía el ojo que el motivo del ataque repentino de Asher.

Él estuvo unos días sin ir al colegio, pero de pronto una tarde apareció en mi casa y me dijo:

—¿Podemos hablar?

—Claro —dije yo.

Mi padre y Linda no estaban en casa. Subimos a mi habitación y él empezó a dar vueltas como un animal enjaulado: nunca lo había visto así.

—Siento haber jodido el proyecto —dijo.

—No pasa nada.

No me importaba si suspendíamos, pero lo que me había hecho a mí no estaba bien y yo lo sabía.

¿Por qué le dije que no pasaba nada?

Debería haberle dicho: «¿Por qué cojones me diste un puñetazo? ¿Qué coño te pasa?», pero no lo hice.

Ojalá lo hubiera hecho.

Quizá si me hubiera enfadado con él…

—Cuando fui a pescar con mi tío pasó algo —dijo.

Me miraba como si estuviera loco.

Con cara de desesperación.

Después apartó la mirada.

—Bueno, da igual. Me tengo que ir.

Y salió de mi habitación.

Me costaba tanto comprender lo que estaba ocurriendo que le dejé marchar sin decir ni una palabra. Ahora sé que debería haber ido tras él, volver a preguntarle qué le pasaba, prometer que lo iba a ayudar. Como mínimo, debería haberle dicho a alguien que Asher se estaba comportando de forma muy extraña, pero aquella mirada desesperada me daba miedo. No quería que me diese otro puñetazo, no era más que un crío.

¿Cómo iba a saber qué hacer?

Al día siguiente Asher volvió a clase y la verdad es que parecía estar bien. Durante una temporada todo volvió a la normalidad y la profesora nos dejó repetir la reproducción de Machu Picchu para conseguir tres cuartas partes de la nota, y lo hicimos en la mitad de tiempo que tardamos en construir el original.

Sin embargo, Asher empezó a meterse con otros chavales del colegio, chicos más esmirriados y callados.

Empezó a burlarse de mí a la hora de la comida; a decir disparates, como que me había pillado haciéndome una paja con una foto de su madre o que había intentado agarrarle la polla en el vestuario. En los pasillos siempre me ponía la zancadilla o me empujaba contra las taquillas.

Me molestaba, pero no dije nada.

¿Por qué?

Debería haber dicho algo: no solo para defenderme, sino porque creo que Asher quería que lo salvara.

Quería que yo acabase con esa situación y de forma inconsciente me intentaba cabrear hasta tal punto que yo les contara de una puta vez a los adultos de nuestro entorno que él necesitaba ayuda. Me gustaría saber si todo lo que pasó después —la intimidación y el acoso y toda la mierda por la que tuve que pasar— fue un castigo por no haber sido capaz de protegerlo.

Cuando al final le planté cara y dejó de molestarme, yo sabía que la tomaría con otros.

¿Y si resulta que yo tuve el poder de salvarnos a los dos, de salvar al resto?

Necesito ocuparme ahora de lo que debería haber hecho hace mucho tiempo.

Tengo que hacer que esto acabe para siempre.