Tal como esperaba, cuando llego a la parada de tren después de clase, encuentro a Lauren repartiendo panfletos o, mejor dicho, tendiendo el pedazo de papel en dirección a todos los que pasan por allí, sin que ninguno le dirija la palabra ni la mirada.
Me gustaría saber de qué tema estúpido va la propaganda religiosa que lleva hoy y cómo serán los aterradores dibujos que la acompañan: llamas del infierno, salvadores ensangrentados y todo tipo de gore cristiano.
No he venido a volver loca a Lauren con mis preguntas ni a discutir sobre religión ni sobre lógica ni a pedirle favores ni nada.
He venido a despedirme de ella.
Se ha dejado flequillo, que le asoma por debajo de una especie de boina de lana tejida a mano. Tiene la frente protegida por una pequeña cortina rubia. El gorro es tan coqueto y tan como de señora mayor que vuelvo a colarme[53] por Lauren aunque haya dejado de rezar por mí.
Diría que ni siquiera se da cuenta de lo hortera que es, porque no se ha puesto el gorro en plan irónico como haría alguna de las chicas de uñas pintadas de negro del insti. También lleva un abrigo color hueso que le llega hasta las rodillas y desde lejos parece que lleve una túnica como la del típico ángel que dibujan los niños.
Dios, está perfecta.
Y yo soy el único que le presta atención.
Desde que llegué y la estoy observando han pasado al menos treinta personas y ella les ha ofrecido el panfleto con la mano enfundada en la manopla a todos y cada uno; sin embargo, ni uno se ha fijado en ella.
Obviamente sigo pensando que la idea de dios es una estupidez, pero debo admitir que si hay una cosa que admiro de Lauren es que ahora mismo no está en la calle porque quiera tener la razón o ser moralmente superior o hacer que los demás se sientan mal por creer en lo que creen; no le interesa discutir con nadie ni nada por el estilo. Es cierto que puede que a nivel subconsciente necesite demostrar que sus ideas son más importantes que las de los demás, pero también le preocupa sinceramente que todo el mundo acabe ardiendo eternamente en el infierno y no se lo desea a nadie. Es como si viviera en un cuento de hadas y estuviera intentando evitar por todos los medios que el lobo feroz nos coma a todos o nos derribe la casa soplando. Siento afecto por ella porque al menos ella se preocupa por los extraños; al menos intenta salvar a los demás aunque la amenaza que percibe no sea real.
Cuando me acerco, al principio no me ve.
—Disculpe, señorita —digo como si fuera Bogart—. ¿Podría explicarme cómo hacer de Jesucristo mi Señor y Salvador? Porque llevo…
—Leonard, por favor, deja de burlarte de mí —dice.
Cinco tipos con traje pasan de largo sin hacer caso del brazo estirado y, mucho menos, llevarse un folleto.
—¿A cuánta gente has salvado hoy? —pregunto simplemente para charlar.
—¿Por qué no sale pelo de debajo de tu sombrero?
Sonrío porque se ha dado cuenta de que me lo he cortado.
—Me he peleado con unas tijeras. ¿Has estado rezando por mí como me prometiste?
—Todos los días —dice, de manera que no tengo más remedio que creerla.
Qué deprimente. Si dice la verdad, teniendo en cuenta lo que estoy a punto de hacer, la oración no sirve para nada.
—¿Sabes? El otro día vi un programa en la tele que decía que era posible que hace miles de años viniesen extraterrestres a la Tierra y nos diesen información que aún no éramos capaces de comprender, como por ejemplo cómo viajar al espacio. Y que quizá convertimos esas ideas en la religión, como si fuera una especie de metáfora para explicar lo que nos habían transmitido los alienígenas. Jesús ascendiendo al cielo y prometiendo que volverá: ¿no te suena a un viaje interestelar?
—¿Por qué me cuentas esto?
—Bueno, es que daban a entender que la oración es una manera de intentar ponerse en contacto con aquellos alienígenas. Y también decían que los indios llevan plumas y los reyes coronas a modo de antenas o algo así.
—¿De qué hablas?
Como quiero hacer algo agradable antes de cargarme a Asher Beal y después suicidarme, digo:
—Lo importante es que hablaban de la universalidad de la oración y que utilizaban instrumentos científicos para medir la energía que se crea cuando mucha gente reza a la vez. O sea, que decían que la oración se puede detectar científicamente, que altera nuestro entorno manipulando los electrones o no sé qué y que a lo mejor incluso sirve de ayuda. Sin importar si realmente nos comunicamos con alguien o no, ya sea un dios o alienígenas o si simplemente estamos meditando. Rezar ayuda, o al menos eso es lo que decían en el programa. Que el poder de la oración podría ser real.
—Es real —dice ella, y se pone roja. Tiene cara de estar muy enfadada—. Dios escucha todas nuestras plegarias. La oración es muy poderosa.
—Lo sé. Sí, vale.
Me doy cuenta de que no tiene ni idea de qué le estoy diciendo y, lo que es peor, no se permite siquiera reflexionar sobre ello, porque hacerlo tiraría por tierra todas las fantasías a las que no tiene más remedio que aferrarse si quiere salir airosa al cabo de las seis horas semanales que debe ocupar en intentar convertir al cristianismo a los pasajeros del tren.
—Lauren, ¿puedo preguntarte una cosa?
No responde, pero consigue que una mujer de aspecto maternal le coja un folleto.
—Jesús te ama —le dice Lauren.
—Vale, olvida lo de los extraterrestres. Lo que realmente quiero saber antes de irme y no verte nunca más es…
—¿Adónde vas?
No quiero confesar que voy a acabar con la vida de Asher Beal y con la mía porque pensará que voy directo al infierno, que para ella es un lugar real, y se preocupará.
—No sé por qué he dicho eso; estoy haciendo el tonto. Pero quería preguntarte…
Le dice «Jesús te ama» a otro extraño.
—¿Crees que si yo fuera cristiano, si hubiese nacido en una familia como la tuya y estudiase en casa y me obligasen a creer…?
—A mí nadie me obliga a creer en nada. Soy creyente por propia voluntad.
—Sí, ya lo sé. Lo que quiero decir es que si yo fuese más como tú, si también creyera en dios, a lo mejor podríamos haber salido juntos, ¿no? Podríamos habernos casado y tener hijos y vivir una vida feliz para siempre.
Me mira como si estuviese deliberando y finalmente dice:
—Podrías tener esa clase de vida si se la pidieras a Dios. Si le entregas tu vida, Él proveerá. Es lo que nos promete: si cuida de los gorriones, ¿cuánto más cuidará de nosotros?
Ahora mismo se me ocurren mil argumentos en contra de esa idea, porque no todo el que cree en dios vive en una zona residencial a las afueras de una ciudad ni tiene problemas del primer mundo, como dice Baback. Y si creer en dios pudiera resolver todos mis problemas y hacer que me sienta mejor, no cabe duda de que creería en él ya mismo. Lo haría todo el mundo, ¿no?
Pero ahora mismo no tengo ganas de desmontar sus creencias. Lo que me tiene preocupado es que Lauren nunca ha besado a nadie y que yo podría morir sin haberla besado.
—Finge que soy cristiano como tú, aunque sea hipotéticamente. Solo en teoría. ¿Podríamos casarnos y vivir una vida normal? En un universo alternativo o algo así.
—¿Por qué me haces estas preguntas?
Parece estar completamente anonadada y como si estuviera a punto de salir corriendo, así que dejo el tema.
—Te he comprado un regalo —digo, y abro la mochila.
—¿Por qué me has comprado un regalo?
—Te parecerá raro, pero es como si me lo hubiera mandado dios.
Miento como un bellaco, pero consigo decirlo con la típica expresión seria de toda la vida, en plan Hollywood, y estoy convencido de que ella se lo traga. Pero más que nada es porque se lo quiere creer.
—Me ha hablado —le digo—. Me ha contado que has estado rezando mucho y quería que te diese una señal.
Tiene los labios ligeramente entreabiertos. Nunca lleva maquillaje, así que tiene un aspecto natural que me encanta.
Inspira y espira como si el aliento fuera un yoyó del alma.
Le doy la cajita rosa.
—No sé si puedo aceptar un regalo tuyo, Leonard —dice.
Pero al mismo tiempo está mirando la caja como si se muriera por saber qué hay dentro.
—Es de parte de dios —le digo—. No pasa nada.
Se muerde los labios, y un momento después ya no lleva manoplas y está abriendo el paquete, cosa que me hace muy feliz.
Lauren abre la tapa y saca la cruz de plata tirando de la cadenita.
—Sé que ser cristiana es muy importante para ti, así que te he comprado esto en internet. Es suficientemente sencilla para ser de tu estilo pero…
Se abrocha la cadena alrededor del cuello, sostiene la cruz delante de la nariz y la mira un buen rato antes de metérsela debajo de la camisa. Entonces me regala una hermosa sonrisa.
—¿De verdad te ha dicho Dios que me regales esto?
—Claro que sí —miento—. Estoy pensando en darle la vuelta a mi vida y esquivar el infierno. Entregar mi vida a Jesús y todo eso. Primero tengo que resolver unos asuntos. Pero tu dedicación, que tú estés aquí tres días a la semana… la fuerza de tu fe es asombrosa y me ha convencido.
Me mira con los ojos muy abiertos y me doy cuenta de que le he alegrado el día, como si hubiese estado esperando alguna señal de dios, algo con lo que reafirmarse, y yo fuera su milagro. Así que no paro de echar más leña al fuego y le cuento que soy otro hombre, que quiero vivir una vida recta y pasar la eternidad en el cielo con ella.
Pero por dentro empiezo a sentirme mal, porque pienso en la decepción que se va a llevar esta noche cuando vea las noticias, en lo duro que será para ella. Me pregunto si su fe soportará algo así.
Para mí, dios no es más que un cuento de hadas; pero cada vez aprecio más el hecho de que Lauren tenga fe.
No sé por qué.
Me resulta extraño.
Puede que hasta sea una contradicción.
O quizá sea como cuando quieres que otros críos sigan creyendo en Papá Noel aunque la magia de la Navidad haya desaparecido porque alguien te ha arruinado la ilusión o has averiguado tú solito que son los padres. En cualquier caso, me deprimo pensando que si la engaño y después me mato, le estropearé la fe, hasta que al final no puedo seguir contándole mentiras.
—La vida puede ser muy complicada, ¿sabes? A veces a uno se le hace difícil creer en dios, pero yo lo estoy intentando: por ti y puede que también por mí mismo —digo.
Y entonces rompo a llorar. No sé por qué, pero lloro como una puta Magdalena.
Ella me abraza y yo me aferro a ella y sollozo escondiendo la cara en el hueco de su cuello, que huele a extracto de vainilla y a masa de galletas en el horno: ¡una puta maravilla!
Hordas de trabajadores tristes pasan por nuestro lado pero ninguno parece reparar en nosotros y, mientras, yo me empapo de ella.
—Dios obra de maneras misteriosas —dice, y me frota la espalda como una madre—. Este mundo es una prueba. Es duro. Seguiré rezando por ti. Si vienes a misa conmigo podríamos rezar juntos. Te serviría de mucho. Mi padre también te ayudará.
Me está diciendo un montón de cosas amables, intentando consolarme de la única manera que conoce y me está gustando tanto saber que alguien se preocupa por mí que de pronto le beso el cuello y la boca. Nuestras lenguas se tocan y ella me devuelve el beso durante una fracción de segundo…
Su boca es cálida
y húmeda, y está
fresca por el
chicle de menta,
y mi corazón
bombea chorros
de adrenalina
que me recorren
las venas y me
dan una
sensación
excitante,
animal y
primitiva, pero
quizá no es lo
que yo estaba
esperando,
porque pensé
que besar a
Lauren iba a ser
como los épicos
besos de las
películas de
Bogie y que se
oiría música de
cuerda y que yo
sentiría la misma
ligereza en la
cabeza que
cuando Baback
toca el violín, y
que Lauren me
miraría y diría:
«No está mal.
Me gustaría
otro», como le
dice Bacall a
Bogie en El
sueño eterno con
esa infame voz
tan sexual, y
cuando yo
volviese a besar
esos labios
brillantes y de
color gris
plomizo ella
diría: «Ha sido
aún mejor». Pero
en lugar de eso,
no hay más que
el forcejeo
sudoroso y torpe
de dos cuerpos
chocando
cuando no
deberían estar
tan juntos. Y ella
intenta
apartarme, pero
en ese momento
me veo obligado
a sujetarla con
fuerza por
mucho que
quiera soltarla,
por mucho que
sepa que debería
solta…
«¡SUÉLTAME!».
Gira la cara y
chilla «¡basta!»
con voz aguda y
chirriante, la
antítesis de la
voz cálida y
sensual de
Bacall, y cuando
le beso la mejilla
y la oreja, ella
me arrea un
porrazo en la
cara y mi cerebro
vuelve a la
realidad de golpe
y de paso se me
cae el sombrero
de Bogart.
Me tambaleo hacia atrás y recojo el sombrero.
La calidez que sentía se congela de pronto y me forma una bola pesada en el pecho. Me siento tan, tan como una mierda que creo que voy a vomitar.
—¿Algún problema? —dice un guardia de seguridad que ha aparecido como por arte de magia.
Lleva un bigotillo ralo que le hace parecer un niño de doce años. Con el uniforme oficial y la placa plateada tiene un aspecto graciosísimo. Está monísimo. Como una criatura con un disfraz.
—Le estoy entregando un mensaje de dios —digo, y me vuelvo a colocar el sombrero.
Otra vez estoy interpretando un papel, reprimiendo mis verdaderos sentimientos: soy consciente de ello, pero no lo puedo evitar.
Lauren me mira como si creyese que soy un demonio salido del infierno o el mismísimo anticristo y me pregunta:
—¿Por qué has hecho eso?
—¿Qué le has hecho? —quiere saber el de seguridad mientras se esfuerza por parecer un tipo duro y oficial.
—Le he regalado una cruz y una cadenita de plata y he intentado decirle que la quiero. Lauren, te quiero. De verdad que te quiero. Y luego la he besado apasionadamente.
Ella me mira con la cabeza ladeada y la boca húmeda y entreabierta.
Está completamente confundida.
Y yo también, porque de pronto ya no me atrae en absoluto y el beso ha sido un fracaso de proporciones bíblicas.
Me doy cuenta de que muy en el fondo le ha gustado el beso, porque es natural que a una chica joven le guste que la besen, pero tiene un conflicto interior porque se supone que no le tiene que gustar y lo que debe hacer es negar sus instintos tal y como mandan sus creencias religiosas y ahora mismo eso es lo que la carcome.
Puede que los violadores se justifiquen así.
Puede que me haya convertido en un monstruo.
Porque veo cómo se van sucediendo sus pensamientos: lo lleva escrito en la cara.
«Sí».
«No».
«Sí».
«No».
«Sí».
«No».
«No».
«No».
«No».
«No puedo».
«De verdad, no puedo».
«De verdad de la buena que no puedo».
«¿Por qué me has hecho esto?».
«¿Por qué me has hecho sentir así?».
«¿¡Por qué!?».
—Tengo que irme —dice Lauren justo antes de dejar caer el taco de panfletos religiosos y echar a correr.
Me odio.
Ha echado a correr, literalmente.
Soy una puta mierda y me odio.
Y no me queda sangre en las venas para ir tras ella porque he tenido que reunir toda la fuerza y el coraje del mundo solo para besarla.
Una parte de mí aún se niega a aceptar que el beso no ha sido maravilloso.
Perfecto a lo Bogie-Bacall en blanco y negro.
Pero no lo ha sido.
Mi padre solía decir que el último trago del día, cuando has acabado de trabajar y de pensar y estás a punto de sumirte en la inconsciencia, es el mejor trago del día, independientemente de lo bueno que esté.
Puede que Lauren fuese mi último trago del día.
Los folletos revolotean sobre la acera como hojas muertas en la brisa.
—La próxima vez esfuérzate más, Romeo —dice el de seguridad—. Venga, arreando.
—Sí, señor —digo, y le hago un saludo militar con el cuerpo rígido y el entrecejo arrugado—. Impedir que las personas con armas suban al tren se le da de maravilla. Es usted un vigilante de seguridad fabuloso.
Me mira y posa la mano sobre el mango de la porra que lleva sujeta a la cintura, seguramente porque al chaval no le dejan llevar pistola. Pone cara de malote, como si darme una paliza fuese a animarle el día. La cuestión es que en realidad me intimida un poco, cosa que tiene cierta ironía porque me voy a suicidar. Pero aún no le he volado los sesos a Asher Beal, y la muerte por vigilante de seguridad mierdoso seguramente es peor que la muerte por übertarados.
—Y este soy yo largándome de aquí —digo.
Y él me deja marchar porque es la opción más fácil.
Seguramente le pagan… ¿qué, once cincuenta la hora?
Un segurata no se va a arriesgar a recibir un balazo estando de servicio por ese sueldo. Ni él ni nadie.
Mientras me alejo, siento que la mochila pesa menos.
He entregado todos los regalos, así que por fin ha llegado la hora de matar a Asher Beal.
¡Que empiece la fiesta de cumpleaños!
Estoy listo para acabar con esta vida.
Cuando todo termine y esté al final del camino, será hermoso.
Será el mejor regalo de cumpleaños, no me cabe duda.