De vez en cuando veía a Lauren en la estación, pero ella fingía no conocerme y yo también hacía como si no supiera quién era.
Estuvimos así durante aproximadamente un año.
Pero un día la vi en el centro de Filadelfia huyendo de un vagabundo que la perseguía hablándole a voz en grito.
—¿Me das un bocadillo y te crees que estás salvando el mundo? Conmigo no es así. ¿Te parece que Dios te ha enviado para que me traigas dos rebanadas de pan con una loncha de queso, otra de mortadela más fina que el papel de fumar y mostaza de color amarillo fluorescente y que eso va a compensar diez años viviendo en una caja de cartón? ¿Esperas que me crea eso? O sea, que me das un bocadillo cutre y eso significa que Dios me quiere, ¿no? Vivo en la calle, pero ¡no estoy loco!
El tipo tenía una mirada aterradora y una melena gris de león que daba a su cabeza el aspecto de un sol congelado o algo parecido.
—Siento haberlo molestado —dijo Lauren.
—Eso no me vale —dijo el vagabundo—. Tengo un par de cosas que le puedes decir a tu dios la próxima vez que estés rezando calentita en tu casa, donde tienes retrete y una nevera llena de comida que no le darías a alguien como yo porque cuesta un cojón y medio, y entonces no es para dársela a los vagabundos. Seguro que tu perro come mejor que yo.
—Lo siento —dijo Lauren—. Lo siento.
Era gracioso ver al vagabundo castigándola verbalmente y, desde luego, yo estaba de su lado; pero ella parecía tan nerviosa que tuve que intervenir. Fui hasta él y le dije:
—Me envía la Sociedad de Ateos de América. Creemos en el caos y en la ausencia de todo tipo de dioses y queremos felicitarle por poner a esta cristiana con ínfulas en su sitio. Como premio me gustaría darle veinte dólares que puede gastar en un bocadillo superior al que ella le ofrecía o en cualquier cosa que le apetezca. Sin compromiso alguno.
El tipo me miró rodeado de la melena gris de león como si yo estuviera loco, pero me arrancó el billete de la mano y se marchó.
—Sabes que va a comprar alcohol o drogas, ¿verdad? —dijo Lauren.
El comentario me puso triste, porque ella no lo conocía y mucho menos sabía si tenía alguna adicción.
—Creo que no nos conocemos. Me llamo Leonard Peacock —le dije, y extendí la mano con seguridad, imitando el encanto de Bogart.
—Me acuerdo de ti —dijo ella sin hacer caso de mi mano en su papel de Bacall inaccesible.
Pero parecía muy afectada, así que no me ofendí.
—¿Por qué crees que se ha enfadado tanto conmigo? —dijo.
No me apetecía hacer una lista de todos los motivos por los que se merecía la paliza verbal del indigente —más que nada porque sabía que iba en contra de mi causa particular— y cambié de tema.
—De nada.
—¿Qué?
—Ya no te persigue ni te chilla ningún vagabundo.
—Oh —dijo ella—. No te preocupes, Dios me hubiese protegido.
—Puede que dios me enviase a protegerte —dije, haciendo de abogado del diablo.
—Puede.
—Dios dice que deberías tomar café conmigo ahora mismo.
—¿Quieres ir a tomar café conmigo? ¿Por qué?
—Podríamos seguir hablando sobre dios —dije, que era lo que ella quería oír.
—Lo que nos dijiste a Jackson y a mí en la iglesia fue muy grosero.
—Lo sé, lo sé. Lo siento —dije.
Era para que accediese a tomar café conmigo, porque estaba tan nerviosa que se había sonrojado y tenía tal aspecto de femme fatale —de que necesitaba que la salvasen— que no me importaba que fuese una trampa andante.
—No pienso aparcar contigo —dijo con tanta seriedad que me deprimió.
Yo podía fingir la seguridad de Bogart solo hasta cierto punto, y ya me estaba quedando sin recursos.
—¿De verdad tus parroquianos utilizan la palabra «aparcar» como eufemismo de practicar sexo en el coche? ¿De verdad los jóvenes lo hacen allí? Yo ni siquiera tengo carné.
—Si te vas a seguir burlando de mí por ir a misa y creer en Dios, no quiero tomar café contigo, señor Ateo.
Que me llamase señor Ateo me dejó hecho polvo, porque fue como darme contra una pared: como si mis creencias fuesen a impedir que fuéramos amigos y, en última instancia, que nos besáramos. Una vez más, sentí que en cuanto abría la boca había alguien dispuesto a colgarme una etiqueta y clasificarme. De pronto aquel asunto ya no me parecía un juego.
Consecuencias, como dice Herr Silverman. Consecuencias.
Abandoné el plan y decidí intentarlo en serio.
—No me meteré contigo, ¿vale? Solo quiero comprenderte. Podríamos hacer un intercambio: hablamos sobre tus creencias mientras tomamos café y ninguno de los dos intenta cambiar al otro. ¿Qué te parece?
—No te voy a dar un beso.
—Para eso ya tienes a Jackson, ¿verdad?
—A él tampoco le he besado.
—Pensaba que era tu novio.
—Me estoy reservando para mi marido.
—¿Te estás reservando?
—Sip.
—¿Y no piensas besar a nadie hasta que te cases?
—No como tú estás pensando. Los besos en la mejilla y los picos no cuentan.
Debo confesar que, por algún motivo, el hecho de que nadie la hubiese besado la hizo parecer aún más atractiva. No sé por qué. Quizá porque lo que me gustaba de ella era su inocencia o porque me recordaba a mí mismo antes de que empezase el asunto horrible.
Le dije:
—Me debes un café por librarte del indigente. Conozco un sitio a la vuelta de la esquina. ¿Qué me dices?
—Pero vamos a hablar de nuestras creencias religiosas. Como un intercambio, ¿no?
—Eso es.
Así que fuimos hasta una cafetería que tenía unos sofás enormes hechos de formas geométricas sin ton ni son: triángulos, rombos y círculos. Era como estar en una guardería para bebés gigantes.
Nos sentamos y yo pedí un espresso doble porque me parecía muy sofisticado y guay y lo más parecido a lo que pediría Bogart, ya que no me iban a servir ginebra ni whisky. Lauren pidió un moca de menta que le hizo parecer infantil y eso me gustó[49], así que al final hice volver al camarero y dije:
—Yo también quiero un moca de menta.
Lauren echó un vistazo al local y al techo como si estuviera examinando la calidad de la construcción, asegurándose de que no se nos fuese a caer encima.
—¿Por qué llevas traje?
—Lo hago a veces: me tomo el día libre y no voy a clase para hacer un estudio.
—¿Estás haciendo un estudio?
—La madurez y la posibilidad de la felicidad en la vida adulta.
—Jesús te puede hacer feliz.
Me eché a reír y dije:
—¿Alguna vez hablas de algo que no sea Jesús?
Lauren sonrió.
—¿Por qué llevas un año sin hacerme caso?
—¿Yo? Eras tú la que no me hacía caso a mí.
—¡De eso nada! Siempre que te veo en la estación me fijo en ti, pero tú pasas a toda prisa y ni me miras. De hecho, me sentaba muy mal que me girases la cara.
Me di cuenta de que estaba poniendo la mirada de gato en plan femme fatale. Volvía a estar en modo trampa.
—¿Y Jackson?
—¿Qué pasa con Jackson?
—Seguro que no quiere que hables conmigo.
—Si hablamos de Dios no le importa. Él cree que Dios debería salvarnos a todos, sin distinción.
—Entonces, ¿por qué no te ayuda a repartir panfletos sobre Jesús?
—Antes lo hacía, pero ahora está en la universidad. Y ya no es mi novio.
Esa noticia me puso el corazón a cien.
—¿Por eso has venido a tomar café, porque ya no tienes novio? —pregunté esperando una respuesta en concreto, pero llegó el camarero con los mocas de menta.
Lauren le dio un sorbo al suyo.
—¡Mmm!
Me hizo sonreír. Bebí un trago del mío y sabía exactamente igual que una chocolatina After Eight.
—Podríamos ir a cenar un día, ¿no?
—¿Me estás pidiendo una cita?
—Vale, olvídalo —dije.
Tenía el ceño fruncido y los ojos entornados, pero no en plan Bacall sexy cara de gato.
—Esto podría ser nuestra primera cita y así ya no nos tenemos que preocupar de si te lo pido y tú me dices que sí o que no y todo eso. Podemos empezar directamente, ahora mismo.
—Es que yo solamente salgo con chicos cristianos.
—Vaya —dije—. Ya veo.
Al principio eso no me intimidó mucho porque me parecía un detalle nimio, algo que podíamos superar con facilidad. No me había dado cuenta de lo mucho que la limitaba el hecho de ser cristiana.
—¿Quieres hablar sobre Jesús? —me preguntó.
—Es tu tema favorito, ¿eh?
—Sip.
—¿No te interesa nada más?
—Claro que sí. Pero antes de pasar a esos temas debemos sortear este obstáculo. No quiero que perdamos el tiempo.
—Pero ¿acaso no dice tu religión que todas las personas son importantes? Quiero decir que, por ejemplo, el vagabundo no creía en Jesús y a pesar de eso le has dado un bocadillo.
—Sí, claro, pero ¡no quiero salir con él!
Entornó los ojos y me miró con su aspecto adorable y le dio un trago al moca de menta.
Dios, en ese momento la quise muchísimo; más que nada porque acababa de dar a entender que podría plantearse salir conmigo. Que era posible que yo saliese con una chica.
—Qué típico de mí: enamorarme de una pirada de Jesús —dije, y me eché a reír para que pareciese que me estaba haciendo el simpático y el bromista.
—Si ni siquiera me conoces —dijo ella.
—Pero me gustaría.
Ella suspiró y miró a través del aparador de la cafetería.
Y nos quedamos sentados bebiendo moca y mirando a la gente pasar durante un cuarto de hora.
Después fuimos juntos hasta la estación y en el tren de vuelta a Nueva Jersey nos sentamos el uno al lado del otro. Nuestros codos se rozaban a través de los abrigos y pasé mucha vergüenza porque se me puso dura. Si hubiese sido verano y no hubiera podido ocultarlo bajo el abrigo, me hubiese metido en un lío.
Me pareció notar que ella también sentía algo, por mucho que quisiera evitarlo.
Cuando nos bajamos del tren volvió a poner la cara de gato de Bacall y dijo:
—Me ha gustado tomar café contigo. Puede que Dios te haga cambiar de opinión y podamos seguir hablando de Jesús. ¿Quién sabe qué más puede pasar?
Lo dijo de forma tan zalamera que se me puso aún más dura. Tenía las manos metidas en los bolsillos del tabardo y me la sujeté contra la tripa como si fuera una catapulta lista para disparar. No hubiese sido capaz de hablar ni aunque me matasen, así que me contenté con asentir.
—Rezaré por ti —dijo Lauren.
Me dijo adiós con la mano, doblando los dedos de la mano derecha tres veces, como los críos. Se dio media vuelta y se marchó.
No dejaba de pensar que me iba a tender otra trampa, que iba a utilizar su sexualidad como las profesoras del instituto. Que iba a flirtear conmigo para tenerme bajo control y que todo aquello era una trampa. Pero tenía que averiguar cómo sería besarla. Era inevitable. No quería fingir de nuevo que estaba interesado en el cristianismo, porque ya estaba harto de fingir con todos los demás, y por eso resolví pensar a fondo en la posible existencia de dios, ya que Lauren no quería hablar de otra cosa. Hice una lista de preguntas y tres veces a la semana, cuando me la encontraba en la estación, le hacía una.
¿Por qué iba dios a permitir el Holocausto?
Si dios lo creó todo, ¿por qué inventó el pecado y lo utilizó contra nosotros?
Si dios creó el mundo y quiere que todos seamos cristianos, ¿por qué hay tantas religiones?
¿Por qué permite dios que se libren batallas por su culpa?
¿Qué pasaría si hubieses nacido en una cultura diferente y nunca hubieras oído hablar de Jesucristo? ¿Te enviaría dios al infierno por no ser cristiana? Y si así fuera, ¿te parecería justo?
¿Por qué los líderes de tu iglesia son siempre hombres? ¿No hay ninguna mujer que pueda ser líder? ¿No creéis que hoy en día un sistema tan patriarcal se puede considerar sexista?
¿Por qué mueren tantos bebés?
¿Por qué hay tantos pobres en el mundo?
¿Ha visitado Jesús otros planetas de universos distantes y desconocidos?
Cosas así.
La siguiente vez que nos vimos fue una cálida tarde de primavera y ella llevaba unos pantalones cortos con bolsillos a los lados. Yo no era capaz de apartar la vista de aquellos muslos cremosos tan perfectos. Ella estaba frente a la estación y era toda sonrisas.
—¡HOLA, LEONARD! —me dijo—. ¡He rezado por ti! Dios me ha dado una paz especial en relación con nuestra amistad y sé que es por un buen motivo.
Pero a medida que le fui haciendo preguntas durante el verano, ella fue perdiendo el entusiasmo, cada vez me saludaba con menos efusividad y yo ya no disfrutaba tanto de observar las partes del cuerpo que tenía al descubierto.
Era como si ella creyese que la estaba fustigando con mis palabras, cuando todo lo que yo quería —además de admirar su maravilloso cuerpo— era comprenderla y tener una conversación sincera.
La pena es que Lauren nunca contestaba mis preguntas. Me citaba versículos de la Biblia y repetía las cosas que le había dicho su padre, pero me daba la sensación de que en realidad, más que creer en las cosas que me decía, se aferraba a esas respuestas porque no tenía otras y prefería tener las equivocadas que no disponer de ninguna.
La verdad es que no sé, pero cuantas más preguntas hacía, más parecía odiarme. Se le notaba. Y eso era deprimente[50]. Además se dio cuenta de que la miraba con lujuria y la situación se volvió incómoda; sobre todo cuando empezó a llevar pantalones más largos y anchos que me estropeaban la vista y mandaban una señal bastante clara.
La última vez que la vi debió de ser hace una semana. Cuando me acerqué a ella en la estación, frunció el ceño y dijo:
—Si quieres respuestas, tendrás que hablar con mi padre. Dice que tus preguntas son peligrosas y que solamente debería contestarlas un miembro adulto de la comunidad.
Me pareció la hostia de deprimente[51].
—Escucha —dije al tiempo que se producía una estampida abatida e impasible de viajeros trajeados y armados de maletines—: Se acabaron las preguntas. Me doy cuenta de que tú y yo quizá seamos incompatibles. No voy a seguir molestándote, pero me gustaría pedirte un último favor.
—Depende —dijo mirándome a los ojos sin que yo pudiera distinguir si estaba flirteando o si quería que la dejase en paz. Era difícil saberlo—. ¿Qué quieres?
—Que sigas rezando por mí.
Me miró con los ojos muy abiertos, como si mi petición la hubiera emocionado, pero de pronto arrugó el ceño y dijo:
—No te burles de mí, ¿vale?
—¿Qué?
—Después de haber escuchado la lista interminable de preguntas extrañas, me da que no crees en la oración, Leonard.
Hablaba con un tono muy desagradable que me recordó a Linda cuando «está hasta aquí arriba[52]» de mí, como dice siempre.
—Me está pasando una cosa bastante fuerte que no le he contado a nadie y me ayudaría mucho que rezases por mí —le dije—. Me vale incluso si lo dices de mentira: si me prometes que seguirás rezando por mí, creo que podré superar todo esto. Al menos sabré que hay alguien que me anima, aunque sea a su manera.
Lauren me miró como si pensara que le estaba tomando el pelo, pero entonces —sin poner la cara de gato femme fatale— dijo:
—Vale. Rezaré por ti. Todos los días. Y yo no miento. No miento jamás.
Sonreí y me fui rápidamente, antes de darle tiempo a cambiar de opinión o decir algo que me hiciera pensar que hablaba por hablar.
Pensar que Lauren rezaba por mí a diario me ayudó mucho al principio. Realmente fue útil.
Pero al cabo de unos días dejó de funcionar: lo sé porque volví a sentir muchísimas ganas de cargarme a Asher Beal. Me pregunté si habría dejado de rezar, y a medida que el deseo aumentaba, me convencí de que así era.