VEINTE

La última vez que Asher Beal y yo celebramos un cumpleaños en condiciones fue hace unos siete años, antes de que todas las cosas horribles empezasen a pasar.

En su fiesta, cuando abrió mi regalo no encontró más que una hoja de papel con un signo de interrogación.

—¿Qué es? —dijo con el ceño fruncido.

El ruido de unos bolos chocando entre sí resonó por toda la bolera. Su agradable pero ausente madre había reservado dos calles[38].

—El mejor regalo de cumpleaños que te van a hacer en la vida —dije.

—No lo pillo —respondió Asher.

Recuerdo que el resto de niños que había en la fiesta me miraron con extrañeza: ¿qué coño de regalo es un interrogante escrito en una hoja de papel[39]?

—Ya lo entenderás —dije con confianza.

—¿Cuándo?

—Pronto.

—Bueno —dijo Asher, y se encogió de hombros y siguió abriendo regalos: dvd de lucha libre, videojuegos, tarjetas de regalo… Lo típico.

Recuerdo sentirme orgulloso: tenía algo preparado para mi amigo con lo que iba a alucinar. Las madres del resto de críos habían comprado regalos genéricos sin pararse a pensar mucho en ello; regalos que cualquier niño de once años olvidaría en cuestión de días.

Ese fin de semana invité a Asher a dormir a casa, y cuando él llegó convencido de que íbamos a jugar a videojuegos y comer pizza, mi padre entró en el salón y, poniendo una voz muy graciosa, dijo: «Señor Beal, su coche lo está esperando».

—¿Qué? —dijo Asher, y se echó a reír.

Estaba confundido, no tenía ni idea de qué estaba pasando y eso me hizo feliz[40].

Como mi padre estaba de buen humor[41], fingió ser un chófer, y con cara de póquer, como si no nos conociera de nada, dijo:

—El señor Peacock me ha dado instrucciones para llevarlos a Atlantic City, donde asistirán a un concierto de rock’n’roll.

A Asher se le iluminó la mirada.

—¡No me digas que tienes entradas para Green Day! ¿Las tienes?

Sonreí y dije:

—Felicidades.

Explotó en una expresión de alegría.

—¡Sí, sí, sí! —dijo lanzando los puños al aire, y después me abrazó y me hizo un placaje en el sofá.

Creo que nunca me he sentido mejor que en ese momento, quizá porque nunca he vuelto a hacer a nadie tan feliz como para que se me echase encima y me derribara sobre el sofá.

Durante todo el camino hacia Atlantic City, Asher estuvo hablando sobre Green Day y las canciones que era más probable que tocasen y las ganas que tenía de escuchar American Idiot porque era su favorita. Iba a ser su primer concierto. Y yo estaba a su lado, escuchando, disfrutando de su emoción.

Mi padre nos llevó a cenar a un pub irlandés y se bebió unas cuantas pintas de cerveza antes de acompañarnos al concierto, que era en uno de los casinos. No me acuerdo de cuál, porque todos me resultan iguales. Cuando Asher se dio cuenta de que teníamos asientos en primera fila, me volvió a abrazar y dijo:

—¡Qué grande eres, Leonard Peacock! En primera fila, ¿en serio? ¿Primera fila? ¿Cómo lo has conseguido?

Por aquel entonces mi padre aún tenía contactos, pero no se lo conté. Simplemente me encogí de hombros con modestia.

Hacer feliz a mi amigo me hizo sentirme genial.

Como un puto héroe.

Green Day salieron al escenario y actuaron.

Cuando tocaron American Idiot, Asher me agarró del bíceps, me chilló en la cara y cantó la letra entera.

Nunca he sido fan de Green Day, pero fue el mejor concierto que he visto; más que nada porque me divertí muchísimo viendo a Asher disfrutar de su banda favorita en directo y porque sabía que yo lo había hecho posible, que yo era el héroe de la noche, que le había hecho el regalo perfecto y que el resto de papanatas de la fiesta de cumpleaños —todos los críos de clase que me miraron raro por haber escrito un interrogante en una hoja— no me entendían a mí y tampoco entendían la vida en general.

Con las camisetas de Green Day de la granada en forma de corazón puestas, nos reunimos con mi padre en las puertas del casino, pero me pitaban tanto los oídos que cuando nos preguntó por el concierto apenas le oí.

—¡Ha molado muchísimo! —decía Asher sin parar—. ¡Ha sido genial!

—Muuuuy bien —dijo mi padre en plan guay, como hacía cuando había tomado unas cuantas copas y tenía los ojos vidriosos.

Muuuuy bien. Lo decía alargando mucho la u, como enfatizando lo bien que le parecía.

Los últimos meses que pasamos juntos, cuando ya había perdido los papeles por completo, le podías decir cualquier cosa y él siempre contestaba: «Muuuuy bien». «Papá, he suspendido ciencias». «Muuuuy bien». «Mamá se está tirando a un diseñador francés con el que trabajaba cuando era modelo». «Muuuuy bien». «Papá, acabo de prenderte fuego a las pelotas». «Muuuuy bien». Se convirtió en uno de esos muñecos que repiten una frase cuando tiras de la cuerda: «Muuuuy bien», «Muuuuy bien», «Muuuuy bien».

Al llegar a la habitación del hotel, mi padre dijo:

—Si queréis podéis alquilar una peli, pero no os mováis de la habitación. ¿Estaréis muuuuy bien? Voy a volver al casino. Esta noche me siento con suerte.

No me sorprendió en absoluto, porque mi padre siempre me dejaba solo, incluso cuando era pequeño.

Cuando se marchó, Asher y yo controlamos la hora durante diez minutos, tiempo suficiente para que empezase a jugar, y después salimos a explorar el hotel.

Corrimos por el interminable laberinto de pasillos llamando a las puertas a medida que pasábamos por delante, vaciando las máquinas de hielo y organizando verdaderas batallas campales de cubitos en las escaleras; hicimos turnos para subir al carrito de la señora de la limpieza y arrojar al otro contra la pared, e intentamos colarnos en un club de bailarinas pero nos pilló el de seguridad y se descojonó de la risa cuando le dijimos totalmente en serio que Asher acababa de cumplir veintiún años. Estuvimos buscando a los de Green Day en el casino, pero nos echaron. Nos pusimos morados de pizza a las tantas y acabamos sentados en el paseo marítimo con los codos apoyados en la barandilla y los pies colgando.

—Tío, esta noche ha sido la hostia —dijo Asher—. El mejor regalo de cumpleaños. Sin duda.

—Y que lo digas —recuerdo haber dicho mientras escuchábamos romper las olas en la oscuridad.

—¿Crees que volveremos a este hotel cuando seamos mayores? —preguntó él—. ¿Crees que aún iremos juntos?

Si con once años me hubieses apuntado a la cabeza con la P-38 de mi abuelo, me hubieses retado a decir la verdad o morir y me hubieses preguntado si Asher y yo íbamos a ser mejores amigos durante el resto de la vida, esa noche hubiese dicho que sí sin dudarlo[42].

—Seguramente sí —dije, y nos quedamos allí sentados con los pies colgando.

No dijimos mucho más, no pasó nada extraordinario: solo las cosas típicas de los enanos agilipollados[43].

Puede que fuese el tipo de excitación que solo los críos pueden tener y comprender.

Esa noche había cientos de adultos bebiendo alcohol, haciendo apuestas y fumando, pero me la jugaría a que ninguno se sentía tan bien como Asher y yo.

Quizá por eso los adultos beben, juegan y se drogan: porque ya no pueden conseguir el mismo efecto de manera natural.

A lo mejor perdemos esa capacidad a medida que crecemos.

Asher la perdió, no cabe duda.