Envuelvo los regalos de cumpleaños con el rollo de papel de regalo de color rosa que encuentro en el armario de la entrada.
No tenía pensado envolverlos, pero ahora pienso que debo darle al día un carácter más oficial, más festivo.
No tengo miedo de que la gente piense que soy gay porque ahora mismo no me importa lo que opine nadie; así que, aunque hubiese preferido que fuese de otro color, me parece bien que sea rosa. Teniendo en cuenta lo que va a pasar hoy, el negro sería más adecuado.
Envolver los paquetes me hace sentir bien; emocionado como un crío recién levantado el día de Navidad.
No sé por qué, pero siento una sensación agradable.
Compruebo que la P-38 tiene el seguro puesto y después la meto cargada dentro de una caja de cedro para puros que guardo para acordarme de mi padre, porque a él le solía gustar fumar puros cubanos de contrabando. Meto también un montón de calcetines viejos para que la «pipa» no se menee dentro y acabe pegándome un tiro en el culo. Después envuelvo la caja con papel rosa; así en el instituto nadie sospechará que llevo una pistola.
Si por algún motivo el director se pone a registrar las mochilas, puedo decir que es un regalo para un amigo.
El papel de regalo los despistará, camuflará el peligro. Hace falta ser un auténtico gilipollas para hacerme abrir un paquete perfectamente envuelto que es para otra persona.
Nunca me han registrado la mochila, pero no quiero correr ningún riesgo.
Bien pensado, la P-38 será un regalo para mí mismo: cuando abra el paquete y le pegue un tiro a Asher Beal.
Seguramente es el único que voy a recibir hoy.
Además de la P-38, tengo cuatro regalos más: uno para cada uno de mis amigos.
Quiero despedirme de ellos como está mandado.
Quiero que cada uno tenga un recuerdo de mí. Así sabrán que me importan y que no he podido ser mejor de lo que soy, que no podía quedarme más tiempo y que lo que va a pasar hoy no es culpa suya.
No quiero que le den vueltas a lo que voy a hacer ni que se depriman por ello cuando haya ocurrido.