DIECINUEVE

Cuando suena el timbre, me quedo sentado en mi sitio.

Herr Silverman se sitúa diligentemente junto a la puerta y se despide de todos los alumnos a medida que van saliendo.

Es obvio que se interesa por todos: incluso por los más estúpidos de entre nosotros.

Es como si fuera un santo o algo así.

La mayoría salen corriendo sin ni siquiera mirarlo, aunque Herr Silverman se esfuerza por decir adiós a todos, uno por uno.

Te aseguro que es un acto muy importante, aunque los übertarados de mi clase no lo sepan apreciar.

Hay días en los que Herr Silverman es el único que me mira a los ojos.

La única persona en todo el día.

Es algo muy sencillo, pero las cosas sencillas importan.

—Bueno —dice Herr Silverman al cerrar la puerta[36]—. Querías hablar conmigo.

—Es sobre la pregunta que he hecho hoy en clase —digo.

Se sienta en el pupitre contiguo al mío y dice:

—Ah, sí, qué hacer con la pistola nazi.

—Sí. ¿Usted cree que es posible convertir un objeto con una connotación horrible en algo positivo?

—Claro que sí —dice él.

Yo espero que diga algo más, pero no lo hace, y eso me pone nervioso y me deja sin saber qué decir a continuación, así que meto la mano en la mochila y saco una cajita envuelta en papel rosa.

—Para usted.

Herr Silverman sonríe.

—Un regalo. ¿Y eso?

—Se lo diré cuando lo abra.

—Vale —dice, y rasga el papel rosa con mucho cuidado. Abre la cajita, levanta la mirada, enarca las cejas y dice—: ¿Esto es lo que creo que es?

—Sí, es la estrella de bronce que le dieron a mi abuelo por matar a un oficial nazi de alto rango en la segunda guerra mundial.

—¿Y por qué me la das a mí?

—Por muchos motivos. La mayoría no se los sabría explicar. La gente hace regalos por eso, ¿no? Porque no saben expresarse con palabras. Haces regalos que, de forma simbólica, dicen lo que sientes. He estado pensando que el mundo sería mejor si condecorasen a los buenos profesores en lugar de solamente a los soldados que matan a sus enemigos en la guerra. Y como aquí hablamos mucho de la segunda guerra mundial e intentamos comprender cosas horribles, pues pensé que si se la daba a usted, podría quitarle el aspecto negativo a la medalla. A lo mejor no tiene mucho sentido, no lo sé. Pero quiero que se la quede, ¿vale? Es importante para mí. Podría guardarla en el cajón del escritorio y, si algún día le da por pensar que ya no le merece la pena dar clase, podría pensar en ese chalado de Leonard Peacock a quien le encantaba su asignatura y que le regaló la estrella de bronce de su abuelo por ser un excelente maestro. A lo mejor eso le ayuda a seguir adelante. No sé.

—Es un honor, Leonard. De verdad —dice mirándome a los ojos con seriedad, como hace siempre—. Pero ¿por qué hoy?

—Por nada, hoy me ha parecido buen momento para hacerlo —miento, y me tiembla ligeramente la voz.

—¿Tienes la pistola de tu abuelo? —pregunta, y casi me da algo.

—¿Qué? —digo con auténtica sorpresa, y de pronto me doy cuenta de que estoy escribiendo mi nombre en el pupitre.

Me pregunto el motivo.

Y a continuación me pregunto por qué Herr Silverman no me ha dicho que deje de ensuciar el mobiliario del instituto.

—Voy a decirte una cosa, Leonard, y espero que no te ofendas. Un cambio repentino de aspecto, porque te has cortado el pelo, ¿verdad?

Yo sigo escribiendo mi nombre en el pupitre una y otra vez.

—Te estás deshaciendo de bienes preciados… Son señales muy claras. La gente con inclinación suicida a menudo hace cosas así. Me preocupa que sea tu caso.

L-E-O-N-A-R-D-P-E-A-C-O-C-K

L-E-O-N-A-R-D-P-E-A-C-O-C-K

L-E-O-N-A-R-D-P-E-A-C-O-C-K

No paro de reseguir las letras.

¿Por qué?

Nunca había escrito mi nombre en una mesa.

—¿Intentas decirme algo precisamente hoy? —dice.

—No, no creo —digo sin levantar la mirada—. Solo quería que supiese lo mucho que su clase significa para mí.

Se queda callado, pero siento que me está mirando a la cara. Noto que se preocupa por mí de un modo que no lo hace nadie más y me doy cuenta de que si quiero salir de allí y completar la misión con éxito voy a tener que hacer un poco de teatro.

Rebusco en lo más profundo de mi ser y recupero la careta de Hollywood. Le sonrío, suelto una risa forzada y digo:

—Si no fuese por el tiempo que paso en esta aula todos los días, seguro que me querría suicidar. De verdad. Es posible que su clase sea lo único que me mantiene con vida.

—Eso no es cierto. Tienes mucho por lo que vivir. Seguro que el futuro te depara cosas buenas, Leonard; estoy seguro. No tienes ni idea de la cantidad de gente interesante que vas a conocer cuando acabes el instituto. La persona que te va a acompañar en la vida, tu mejor amigo o amiga, alguien maravilloso, está ahora mismo en algún instituto, esperando a graduarse para entrar en tu vida, puede incluso que sintiendo las mismas cosas que tú y esperando que seas lo suficientemente fuerte para llegar hasta el momento del futuro en el que os vais a conocer. ¿Has escrito las cartas, aquellas de las que hablamos la última vez? Las cartas desde el futuro, ¿lo has intentado?

—No —miento.

Escribirlas hizo que aflorasen muchas emociones y ahora mismo no quiero ir por esos derroteros. Debo concentrarme en la misión que tengo entre manos.

—A lo mejor lo hago esta noche[37].

—Deberías hacerlo. Creo que te ayudará.

Una vez más, me pongo a darle vueltas al gran misterio. No sé por qué —a lo mejor porque esta es mi última oportunidad—, pero le digo:

—¿Me permite una pregunta personal, Herr Silverman?

—Vale.

Nos quedamos en silencio durante unos segundos mientras yo hago acopio de coraje. Cuando finalmente consigo hablar, me tiembla la voz.

—¿Por qué nunca se remanga la camisa ni lleva manga corta? ¿Por qué no se pone el polo del instituto los viernes como el resto del profesorado?

El corazón me late tan rápido que se me podría salir del pecho. Es porque, sea como sea, pienso que la respuesta podría ser mi salvación. Aunque eso no tenga ningún sentido.

—Vaya, así que te has dado cuenta —dice Herr Silverman.

—Sí, llevo mucho tiempo queriendo saberlo.

Entrecierra los ojos ligeramente y dice:

—Hagamos un trato. Tú escribes las cartas desde el futuro y yo te cuento por qué no me subo las mangas. ¿Qué te parece?

—De acuerdo —digo.

Sonrío porque sé que realmente piensa que las cartas me van a servir de algo. Para él ayudar a alumnos que están mal de la cabeza como yo es una pasión, y por un momento se me olvida que ya las he escrito y que mañana ya no estaré aquí: que nunca sabré por qué no se remanga la camisa.

—¿Le gusta el regalo?

Coge la estrella de bronce y la sostiene en el aire.

—Es un honor para mí que aprecies tanto mis clases, pero no creo que pueda aceptar esto, Leonard. —La mete dentro de la cajita y dice—: Es un recuerdo familiar, tu herencia. Te pertenece a ti.

—¿Le importaría guardármela en su escritorio hasta que decida qué hacer con ella? —digo, porque no tengo ganas de discutir—. Al menos esta noche. Significaría mucho para mí.

—¿Por qué?

—Porque sí, ¿vale?

Le suplico con la mirada.

—De acuerdo —dice—. Solamente esta noche. Pero mañana vendrás a buscarla, ¿me lo prometes?

Soy consciente de lo que está haciendo: me está poniendo una tarea que requiere que yo acuda mañana. De hecho, me hace sentir mejor, y me sorprendo de tener la facultad de sentirme algo mejor de vez en cuando.

—Claro —miento—. Vendré mañana.

—Muy bien. Me gusta escuchar tu punto de vista todos los días. Si algún día tu asiento quedase vacío, me chafaría bastante. Me quedaría überchafado.

Nos miramos fijamente y pienso que él es la única persona en mi vida que no me dice gilipolleces y el único del instituto a quien realmente le importa si desaparezco o no.

—El Gobierno debería otorgarle una medalla por ser tan buen profesor, Herr Silverman. Lo digo en serio. Deberían hacerlo.

—Gracias, Leonard. ¿Estás seguro de que estás bien? ¿Quieres hablar de algo más?

—Sí, sí, estoy bien. De hecho ahora mismo tengo que ir a ver a la orientadora. La señora Giavotella ya ha informado sobre mi «extraño comportamiento». Estoy seguro de que tarde o temprano le pedirán a usted que dé su opinión profesional sobre si estoy cuerdo o no. Pero ahora tengo que ir a hablar con ella, así que por muy hecho polvo que estuviese, la superorientadora Shanahan me solucionaría los problemas con una piruleta de regaliz. Así que todo bien, ¿no?

Cuando levanto la mirada para ver si se lo ha tragado me doy cuenta de que no, así que digo:

—Siento haber escrito en la mesa, ¿quiere que lo limpie?

—Si te doy mi número de móvil, ¿me prometes que me llamarás si tienes ganas de quitarte la vida?

—No voy a…

—Puedes llamarme a cualquier hora: día y noche. ¿Prometes llamarme antes para que te pueda contar por qué siempre llevo las mangas bajadas? Estoy seguro de que conocer la respuesta te hará sentir mejor, pero prefiero que la guardemos para cuando te sientas verdaderamente mal. Como una anécdota-antídoto para emergencias —dice.

Y sonríe de una manera que me hace sonreír a mí también, porque está orgulloso de la aliteración y porque al darme su teléfono está volviendo a saltarse las normas. Ningún otro profesor lo haría: está yendo mucho más allá de su deber. Y pensar en cuánto se disgustará al enterarse de que he cometido un asesinato y después me he suicidado me pone triste.

—Bueno, ¿me prometes que si estás peor me llamarás? Antes de hacer algo drástico. Si me llamas, te contestaré a la pregunta. Es un gran secreto, pero te lo contaré, Leonard, porque creo que necesitas saberlo. Tú eres diferente. Y yo también. Ser diferente es bueno, pero muy duro. Créeme: lo sé.

Que haya dicho eso sobre ser diferente me desconcierta, porque nunca se me había ocurrido que los profesores pudieran sentirse de la manera que me siento yo en el instituto; no obstante, asiento seriamente como si comprendiese lo que me está diciendo, y mientras tanto no paro de preguntarme qué narices tendrá debajo de las mangas de la camisa.

Escribe el número con un boli verde, me da el pedazo de papel y dice:

—Escribe las cartas desde el futuro, Leonard. Esas personas quieren conocerte. Tu vida será mucho mejor, te lo prometo. Aguanta como puedas y ten fe en el futuro. Confía en mí. Esta es solo una parte de tu vida. Un abrir y cerrar de ojos. Y si no te lo crees, llámame cuando quieras y hablamos. Contestaré a tu pregunta cuando te haga falta. Te lo prometo.

—¿Por qué es tan amable conmigo? —digo.

—La gente debería serlo, Leonard: eres un ser humano y deberías poder esperar que la gente se portase bien. La gente de tu futuro, los que te están escribiendo cartas, ellos serán buenos contigo. Imagínalo y así será. Escribe las cartas.

—Vale. Gracias, Herr Silverman.

Y me marcho de allí como alma que lleva el diablo.

Ojalá el mundo estuviera lleno de Herr Silvermans. Pero no es así. La mayoría son übertarados como los de mi clase y luego hay algún que otro sádico gilipollas como Asher Beal.

Paso de ir a ver a la orientadora.

Hoy no hay piruleta de regaliz.

Me queda un regalo que entregar.

Tengo que cumplir una misión.