DIECIOCHO

Herr Silverman es una torre de metro noventa y la mejor manera de describir su constitución es decir que es enjuto. Tiene el pelo prematuramente entrecano y en cuestión de diez años será completamente plateado; entonces, su apellido, «hombre de plata», por fin cobrará sentido. Siempre lleva corbata de un color liso, una camisa blanca de manga larga, pantalón verde, marrón o negro sin pinzas, zapatos de ante negro o marrón con cordones y talón ancho, y un cinturón de cuero a juego. Simple pero elegante: casi todos los días tiene aspecto de camarero de restaurante caro. Hoy lleva pantalones, corbata, zapatos y cinturón negros y se ha afeitado para empezar a dejarse perilla[31].

Al inicio de sus clases, recibe a todos los alumnos a la entrada del aula y, a medida que van entrando, les estrecha la mano uno a uno. Te sonríe y te mira a los ojos. Es el único profesor que lo hace y el proceso a menudo provoca que se forme una serpiente humana en el pasillo. A veces tarda tanto en darnos un apretón de manos a todos que cuando suena el timbre aún hay gente haciendo cola y otros miembros del profesorado se cabrean.

Una vez el director vio la fila y gritó: «¡Todos a clase! ¡Ahora mismo!», porque no se había dado cuenta de que Herr Silverman estaba en la entrada del aula. «No se preocupe —dijo Herr Silverman—, estamos en mitad del saludo diario. Todo el mundo se merece un saludo. Hola, Andrew».

El director puso cara rara, dijo «hola» y finalmente se marchó a toda prisa.

Hoy, cuando Herr Silverman me tiende la mano, sonríe y dice:

—Me gusta tu nuevo sombrero, Leonard.

Me hace sentir bien porque estoy convencido de que realmente le gusta, o de que al menos le gusta que me esté expresando: que me haya puesto algo que nadie más lleva y no tenga miedo a ser diferente[32].

—Gracias —digo—. ¿Puedo hablar con usted después de clase? Tengo algo que darle.

—Por supuesto.

Asiente y me ofrece una sonrisa de regalo: una sonrisa de verdad, del tipo que emplea todos los músculos de la cara pero no parece forzada. Por algún motivo, las sonrisas de Herr Silverman siempre me hacen sentir mejor.

—¿Por qué tiene que estrecharle la mano a todo el mundo todos los días? —dice un chaval que se llama Dan Lewis mientras nos estamos sentando.

—Es la hostia de raro —replica Tina Whitehead entre dientes.

Y entonces me vienen ganas de sacar la P-38 y reventarles esa cabeza de übertarados que tienen, porque Herr Silverman es precisamente el único profesor que se interesa por nosotros y se toma la molestia de hacérnoslo saber a diario, y a este par de gilipollas que tengo como compañeros de clase encima les parece mal. A veces la gente pide a gritos que la traten a palos.

Una de las veces que me quedé a hablar con él después de clase, Herr Silverman me dijo que cuando alguien se exige a sí mismo estándares más elevados —aunque hacerlo beneficie a los demás—, la gente normal se molesta porque la mayoría no son lo suficientemente fuertes como para seguirles los pasos. Así que es posible que Dan Lewis y Tina Whitehead simplemente sean más débiles que Herr Silverman y por eso mismo necesitan de su amabilidad. Pero lo cierto es que yo no me molestaría en mirarlos a los ojos ni en sonreírles día tras día si hablasen así de mí a mis espaldas. Herr Silverman es lo suficientemente inteligente como para saber que ser diferente tiene consecuencias: siempre nos lo dice en clase. Consecuencias. Y sin embargo nunca se queja de aquellas con las que él ha de lidiar, y por eso destaca.

—Bueno —dice Herr Silverman dirigiéndose a la clase, y una vez más me fijo en que no se ha remangado las mangas de la camisa—. Hoy toca una cuestión ética: ¿quién quiere plantear la suya?

En estas clases alguien hace una pregunta difícil relacionada con el Holocausto, una que no tenga una solución claramente correcta o incorrecta: una especie de dilema moral. Y a partir de ahí, la clase debate la respuesta.

Hoy soy el único que levanta la mano, así que Herr Silverman dice:

—Leonard.

—Supongamos que un adolescente americano hereda una pistola nazi de verdad de su abuelo, que capturó y ejecutó a un oficial nazi de alto rango. ¿Qué se debería hacer con la pistola?

Tengo mucha curiosidad por saber cómo reaccionarán mis compañeros y estoy seguro de que sus respuestas no se parecerán a la mía. Es asombroso lo diferentes que somos, ellos y yo.

Además, me encanta jugar con sus intelectos, ver lo estúpidos que pueden llegar a ser; porque ni en sueños se les ocurriría pensar que tengo una pistola, a pesar de que acabo de decírselo con otras palabras. Mañana verán esta conversación desde un punto de vista muy diferente y se darán cuenta de lo increíblemente cazurros que son.

Una chica que se llama Lucy Becker es la primera en contestar y, básicamente, dice que mi pistola debería estar en el museo del Holocausto de DC, y da todo un discurso sobre la importancia de documentar nuestros errores para no estar condenados a repetirlos[33].

—¿Alguien se lo puede rebatir?

Uno que se llama Jack Williams, que es bastante listo e interesante, argumenta que habría que destruir la pistola y habla del auge de neonazis que coleccionan ese tipo de artículos. Jack dice que si se destruye todo elemento de propaganda nazi, nadie podrá utilizarlos para reclutar nuevos nazis.

—Por eso el presidente Obama se deshizo del cadáver de Osama bin Laden en el mar —dice Jack—. Para que nadie lo pudiera utilizar como símbolo.

—Una refutación muy interesante, Jack —dice Herr Silverman—. ¿Alguna respuesta del resto de la clase?

Los chicos y chicas de clase discuten qué hacer con el arma y, a pesar de que el debate lo he iniciado yo, las respuestas empiezan a rayarme un poco. Tengo una pistola nazi de verdad en la mochila y están hablando sobre qué hacer con ella sin saber que la pregunta no es hipotética, sino real. No saben que llevo la pistola encima.

Son exageradamente estúpidos. Aun así, empieza a preocuparme la posibilidad de que alguno de ellos ate cabos y adivine por qué he planteado eso precisamente hoy y que entonces me linchen[34].

Me preocupo tanto que empiezo a sudar.

Estoy hecho un lío y lo que más quiero es que todo termine. Todo.

Y al mismo tiempo quiero que alguien se dé cuenta, que alguien junte todas las pistas que he ido dejando a lo largo del día, o incluso a lo largo de los años; pero nadie se cosca y empiezo a tener claros los motivos por los que la gente se vuelve loca y hace cosas despreciables, como hicieron los nazis y Hitler y Ted Kaczynski y Timothy McVeigh y Eric Harris y Dylan Klebold y Cho Seung-Hui y toda esa gentuza horripilante[35] que estudiamos en clase y ¿sabes qué? Que se joda Linda por haberse olvidado de mi cumpleaños. QUE SE JODA. ¿Cómo se te puede olvidar que hace dieciocho años diste a luz a alguien? IRRESPONSABLE e IRRESPONSABLE y egoísta y culpable e inhumana y…

—¿Leonard? —dice Herr Silverman.

Todos se han vuelto hacia mí.

—Tus conclusiones.

Se supone que debo resumir los puntos de vista sobre qué hacer con la P-38 y decir qué postura creo que ha ganado el debate, pero no he estado prestando atención y tampoco puedo compartir lo que pienso.

—No lo sé. Hoy no tengo las cosas claras —digo, y después suspiro por accidente.

Herr Silverman me mira a los ojos hasta que le devuelvo la mirada y le pido clemencia telepáticamente: «Por favor, continúe con la clase. Es mi cumpleaños. Solo me quedan unas horas en este planeta. Por favor, sea amable conmigo y no me lo ponga más difícil».

—Es una pregunta muy difícil, Leonard. Muy buena pregunta. Yo tampoco sé qué decir —dice Herr Silverman, y me salva.

Los übertarados entornan los ojos con escepticismo e intercambian miradas.

El profesor pasa a la parte de la lección en la que él da clase y discute la idea de duplicarse o ser dos personas diferentes a la vez: el buen padre alemán de la segunda guerra mundial que cena civilizadamente con su familia, con todos reunidos alrededor de la mesa, y después lee un cuento a sus hijos antes de que se vayan a dormir y les da un beso y los mete en la cama, después de haber pasado todo el día haciendo caso omiso de los chillidos de los niños y mujeres judíos, gaseándolos y lanzando cadáveres a las espantosas fosas comunes.

En resumen, Herr Silverman dice que podemos ser al mismo tiempo humanos y monstruos: que ambas posibilidades coexisten en cada uno de nosotros.

Algunos de los imbéciles de clase discuten con él, porque Herr Silverman dice que todos tenemos cierta duplicidad, y le espetan que ellos no son como esos nazis y que no lo podrían ser jamás. Pero en clase todos saben exactamente a qué se refiere por mucho que finjan no saberlo.

Es como lo que ocurre con los alumnos que los profesores consideran los más agradables, que en realidad son los que los fines de semana beben toneladas de alcohol y conducen borrachos y fuerzan a todo el mundo a acostarse con ellos y siempre están haciendo que los chavales que son realmente majos pero no tan populares se sientan como una mierda. Pero esos mismos alumnos horribles se transforman ante los adultos con autoridad para conseguir fantásticas cartas de recomendación para la universidad y privilegios especiales. Yo no he copiado en un examen ni he plagiado ningún trabajo y es probable que, si quisiera una carta de recomendación, el único dispuesto a escribirla en todo el instituto fuese Herr Silverman.

Trish MacArthur, que es la que tiene mejores notas de toda la promoción, ha conseguido cartas de recomendación de los profesores más populares del instituto, cuando todos los alumnos saben que monta las fiestas más locas del mundo, en las que el alcohol y las drogas corren como nada y en las que también acostumbra a aparecer la policía. Pero, como su padre es el alcalde, se limitan a pedir que no hagan mucho ruido y se van por donde han venido. El año pasado alguien tuvo una sobredosis en su casa y acabó en el hospital. Y aun así, como por arte de magia, la reputación de Trish MacArthur continúa inmaculada para los miembros del profesorado. Va conmigo a la asignatura avanzada de literatura y un día me ofreció doscientos pavos por «ayudarla» con el trabajo sobre Hamlet. Me hizo ojitos, cruzó los tobillos, se estrujó las tetas entre los brazos y me soltó un «por favor» como si estuviese totalmente desamparada, igual que hace con los profesores. Y a ellos les encanta. Esa chica sabe cómo conseguir lo que quiere. Naturalmente, yo la mandé a la mierda. Le dije que era una farsante y que como primera de promoción no valía un pimiento, y ella separó los pies, dejó los pechos a merced de la gravedad, dejó de pestañear como si tuviera mariposas en lugar de pestañas y en el tono brusco y propio de su edad me dijo: «No sé ni por qué te dejan venir al instituto. No vales para nada, Leonard Peacock».

Entonces me hizo una peineta y se marchó.

Esa es la mejor del curso.

Lo más selecto.

Trish MacArthur.

—¿Cómo sabéis qué habríais hecho vosotros si vuestro Gobierno os forzase a cometer crímenes pero no quisierais dejar de ser buenos padres? —pregunta Herr Silverman—. ¿Creéis que los alemanes eran malos o que por lo contrario respondían al clima político y social de aquel momento?

La mayoría de mis compañeros se quedan perplejos.

Escuchando las contestaciones lloricas y viendo cómo intentan subirse a pedestales morales, me doy cuenta de que cuanto mayor me hago, más amplia es la brecha que nos separa.

Las mentiras son tan vívidas que me empiezan a quemar los ojos.

La clase de hoy cabrea de lo lindo a los übertarados; la verdad tiene esa facultad. Y sin embargo eso me consuela en cierto modo: no porque los oficiales nazis hicieran cosas horribles, sino porque Herr Silverman intenta sacar a la luz aquello que el resto del mundo quiere mantener oculto a cualquier precio.

La forma en que mis compañeros le hacen el amor a su propia ignorancia es una realidad deprimente, y yo me dedico a desconectar y a esperar a que termine la clase para darle a Herr Silverman el regalo y estar aún más cerca de la línea de meta de Leonard Peacock.