DIECISÉIS

En el pasillo me cruzo con Asher Beal. Hago la forma de una pistola con la mano y le disparo al pasar.

Fallo dos veces, pero a la tercera le doy en la cabeza.

—¡Muerto!

—¿Qué coño te pasa? —dice meneando la cocorota que pronto va a tener un par de vías de escape.

—¡Todo! —le grito—. ¡O nada! ¡Tú eliges!

Los que están en el pasillo me miran como si estuviera pirado, como si su mayor deseo fuese que yo desapareciera.

Asher Beal se marcha, sin más.

—¡Sé dónde vives! —grito mirando en su dirección.

Saber que todo esto va a terminar esta noche y que dejaré de existir hace que el día me resulte mucho más sencillo. Es como estar en un sueño, flotando en un mundo etéreo[29].

Me quedan dos regalos por entregar y después puedo abrir el paquete de la P-38 y dejar este mundo en la misma fecha en la que entré en él.

¡Feliz cumpleaños, Leonard!

Dios mío, me muero de ganas.

—¿Leonard? —dice la señora Shanahan.

La orientadora del instituto lleva un vestido amarillo limón y la melena pelirroja recogida en un moño. Tiene las gafas azul celeste colgadas del cuello con una cadena plateada, cosa que me parece extrañamente irónica porque es demasiado joven para llevar gafas con una cadena. Me gustaría saber cómo se viste cuando no está en el instituto, porque me parece que fuera de horario escolar podría ser hasta una punk-rocker. Es más joven que la mayoría del profesorado, diría que de la edad de Herr Silverman.

—Me han dicho que hoy te has comportado de forma extraña. ¿Es verdad? —me dice en mitad del pasillo, con decenas de alumnos pasando a nuestro lado.

—¿Qué? ¿No soy extraño siempre? Pero, bueno, estoy bien —digo.

Más que nada porque no quiero perderme la clase del Holocausto de Herr Silverman, que es hacia donde me dirijo.

Normalmente no me importa tener que ir a la oficina de la señora Shanahan porque tiene un jarrón lleno de piruletas sobre el escritorio y siempre se agradece un caramelo de regaliz a media jornada. Pero antes de abandonar el planeta tengo que despedirme de Herr Silverman y no quiero dejar de ir a su clase. Es la única que me gusta. Así que decido hacer un poco de teatro para ella.

—¿Qué hay debajo del sombrero?

—Un corte de pelo.

—La señora Giavotella ha dicho que…

—Me temo que no soy muy buen peluquero —digo con una sonrisa y mirándola a los ojos en plan Hollywood. Cuando quiero, soy un actor muy convincente—. Le mostraría mi nuevo look, pero me da un poco de vergüenza y por eso llevo el sombrero. ¿Le importa si la voy a ver al final del día? Estaré encantado de enseñárselo después y de charlar de lo que usted quiera.

Se queda mirándome a los ojos un buen rato como si intentara averiguar si le estoy contando trolas.

En el fondo sabe perfectamente que es así, estoy seguro. Pero tiene millones de problemas que resolver, cientos de estudiantes que necesitan su ayuda, una ristra interminable de padres retrasados con los que tratar, montañas de papeleo y reuniones en esa sala espantosa de la mesa redonda y el equipo de aire acondicionado en la ventana que usan hasta en invierno porque la habitación está justo encima de las temperaturas tropicales del cuarto de las calderas, así que lo más fácil es no dudar de lo que le digo.

Ha cumplido con su obligación, ha saciado su conciencia al buscarme en el pasillo y darme la oportunidad de que me dé un jamacuco, y yo, por mi parte, he representado mi papel con calma, fingiendo estar bien y dándole permiso para eliminarme de su lista de tareas pendientes. Ya puede seguir con el resto de deberes del día, y yo también.

Una vez has comprendido la forma en que el propio sistema controla a los adultos, manipularlos es un juego de niños.

—Te he guardado unas cuantas piruletas de regaliz porque se me estaban acabando —dice, y me sonríe.

«Si los problemas se pudieran resolver con caramelos —pienso—, la señora Shanahan valdría para algo».

—Hablamos al final del día, ¿vale? Prométeme que vendrás. Me gusta cuando Leonard Peacock viene de visita.

Eso último lo dice como si estuviera flirteando conmigo, como si fuésemos a tener un encuentro sexual en su oficina. Muchas profesoras lo hacen: flirtean con los alumnos varones, y me gustaría saber si esa es la única manera que conocen de interactuar con los hombres. Como si usaran su sexualidad para conseguir lo que quieren. Admito que funciona, porque la verdad es que ahora tengo muchas ganas de pasar por su despacho y, de no haber decidido que hoy es el día para suicidarme, no cabe duda de que esta tarde iría a verla aunque solo fuese por las piruletas y las fantasías.

—Por supuesto —miento—. Esta tarde iré a ver a mi orientadora favorita, la más despampanante y astuta de todas. Sin falta.

Ella se sonroja un poco y me sonríe, contenta consigo misma.

Cuando se da media vuelta, no puedo evitar decir:

—¿Señora Shanahan?

—Dime, Leonard —dice ella volviéndose como si fuera Marilyn Monroe. El vestido le hace vuelo y todo.

—Gracias por preguntar. Es usted buena orientadora. Una de las mejores.

—De nada —dice ella, y se le ilumina la cara como el sol a mediodía porque en realidad no ha entendido lo que le estoy diciendo.

Al fin y al cabo, no es más que una orientadora de educación secundaria. Te puede informar de qué notas necesitas para entrar en la universidad de Penn, pero si esperas algo más de ella, lo llevas claro. Yo he tenido suerte de que me diese tantas piruletas.

Justo antes de irse, casi como si quisiera admitir que estamos jugando a un juego —uno que tiene normas— añade:

—Pero vendrás a mi despacho después de las clases, ¿verdad?

—Cuente con ello —miento.

Seguramente tiene mi fecha de nacimiento escrita en algún informe, pero trata con tantos alumnos que no puedo enfadarme con ella porque se le haya olvidado.

En primaria los profesores siempre se acordaban de tu cumpleaños y era genial. Llevábamos magdalenas o pasteles o, como mínimo, galletas, y todos te cantaban una canción que te hacía sentir especial y parte de algo; aunque en el fondo odiases a todos tus compañeros de clase. Los profesores de primaria hacen eso por un motivo: no es solo porque sea divertido, sino porque es importante.

Me pregunto a qué edad se puede dejar de estar al tanto de los cumpleaños de todo el mundo. ¿Cuándo dejamos de necesitar que la gente que nos rodea celebre con nosotros el hecho de estar envejeciendo y cambiando y acercándonos al momento de la muerte? Todo el mundo se acuerda de tu cumpleaños un año tras otro y, de pronto, dejan de hacerlo y ya no te acuerdas de la última vez que alguien te cantó Cumpleaños feliz ni de cuándo dejó de ocurrir. Eso es algo que deberías recordar, ¿no?

Sin embargo yo no soy capaz de decir en qué año fue. Todo eso fue desapareciendo sin que yo me diera cuenta, cosa que me entristece.

Miro a la señora Shanahan caminar por el pasillo. Parece andar con más brío, como si mi cumplido hubiese validado su autoestima y le hiciese sentir que su profesión es relevante[30].

Y después de eso, desaparece.