CATORCE

Mi amigo Baback es de origen iraní, pero cuando lo conocí él le decía a todo el mundo que era persa; es porque la mayoría de adolescentes americanos no saben que Irán antes se llamaba Persia y, sin embargo, sí han visto las noticias lo suficiente como para odiar el país actual.

De haber tenido arrugas y barba canosa, durante el primer año de instituto Baback hubiese tenido exactamente el mismo aspecto que el presidente iraní Mahmud Ahmadineyad, cosa que podría haberle causado problemas, sobre todo durante periodos de especial patriotismo como los aniversarios del 11 S y siempre que Ahmadineyad hacía comentarios antisemitas, antiisraelíes y antiamericanos: es decir, siempre[27].

A cualquiera se le podría haber ocurrido, como mínimo, que era familiar suyo: imagínate si se parecía al presidente iraní.

Lo conocí durante las jornadas de orientación, cuando él acababa de llegar a América y, sea como sea, aterrizó en nuestro instituto. Durante todo un año lo estuve viendo por los pasillos; parecía diminuto y tenía cara de estar aterrorizado. Vestía con ropa tan formal que, de haber llevado corbata, hubiera parecido un estudiante con el uniforme de un instituto privado. Cargaba con una mochila que era más grande que él y siempre llevaba consigo una funda de violín, fuese adonde fuese. Solo la dejaba en la taquilla durante las clases de gimnasia, cuando no le quedaba más remedio. Lo sé porque en segundo íbamos a la misma clase de educación física.

Un día estábamos jugando a hockey sala y el señor Austin, el profesor, tuvo que ausentarse por algún motivo durante diez minutos. Baback y yo jugábamos en el mismo equipo y no estábamos participando mucho que se diga; en realidad nos limitábamos a estar de pie en el centro de la pista con los palos en la mano mientras el resto perseguían y azotaban la bola naranja.

Asher Beal estaba en el otro equipo, y en cuanto vio que el señor Austin no estaba en el gimnasio, disparó la pelota para darle a Baback: hizo blanco directamente en su entrecejo. Baback parpadeó de forma muy cómica y eso hizo que todos se echaran a reír; pero a mí no me hizo gracia, porque me daba cuenta de que le había hecho daño de verdad. Recuerdo sentir calor, como si tuviese la cara en llamas, porque por aquel entonces ya quería matar a Asher Beal pero aún pensaba que tenía un futuro por delante y todavía no estaba planeando su ejecución. Al menos no de forma consciente.

Vi que los estúpidos übertarados con los que se junta Asher intercambiaban miradas y luego esbozaban unas sonrisas espeluznantes. Parecían una bandada de pájaros malignos o un banco de peces maléficos: todos reaccionaban al unísono de forma instintiva, sin ni siquiera hablar entre ellos.

¿Será que los übertarados segregan feromonas?

Todos empezaron a pasarle la bola a Baback y tan pronto como la tocaba con el palo, Asher o uno de sus compinches übertarados le hacían tales faltas que prácticamente lo hacían saltar por los aires. Él intentaba deshacerse de la pelota lo más rápido que podía, como si así pudiera protegerse de los demás, pero siguieron repartiéndole golpes tanto si la tenía como si no. Lo estaban matando a garrotazos y yo quería decirle que se quedara tumbado o echase a correr a la gradería, pero parecía que se resistía a creer que estuviese siendo el objetivo de un acto de violencia. Era como si necesitase creer que en América todos éramos mejores que eso. A lo mejor se lo habían dicho sus padres antes de partir de Irán: América es mejor.

Varios chavales le pegaron con el palo antes de que Asher preparase un tiro que envió al pequeño iraní volando por los aires hasta las gradas. Quedó en el aire con las piernas colgando, y oí cómo daba con el cráneo en el tablón de madera de uno de los bancos.

Prácticamente todos[28] se estaban partiendo de risa, porque el cuerpo de Baback había girado en el aire como un molino y se había quedado patas arriba, con el torso atrapado entre dos bancos.

Pero esa vez no se levantó.

—Venga ya —le dijo Asher a Baback como si fueran amigos—. Estás perfectamente.

Tiró de él hasta sacarlo de entre los bancos de la grada y era obvio que Baback estaba mareado porque se movía de lado a lado como se mece un campo de trigo en un anuncio de cerveza.

—Bienvenido a América —dijo Asher, y le dio un par de palmaditas en la espalda.

Baback llevaba en el instituto más de un año.

Siempre que me acuerdo de este día, me veo corriendo y, antes de darme cuenta de lo que está pasando, mis pies se separan del suelo y voy volando con el palo listo para hacerle falta a Asher. En mi mente, el palo se convierte en una espada samurái y lo decapito con un movimiento tan alucinante que la cabeza salta por los aires y entra en la canasta de baloncesto.

¡Dos puntos!

Pero en la vida real me quedé clavado en el sitio.

En el vestuario empezaron a meterse con Baback otra vez, mientras se cambiaba.

—¿Qué es esto? —preguntó Asher mientras sacaba la funda de violín de la taquilla de Baback.

Baback, que se estaba poniendo los pantalones, tropezó y cayó. Tenía el torso pequeño y moreno, y el pecho cóncavo. Los pezones eran de un morado casi negro.

—Es el violín de mi abuelo. Ten cuidado. Por favor. Lleva en mi familia muchas generaciones.

Abría los ojos desmesuradamente y parecía completamente aterrorizado.

Nadie me prestaba atención, así que me acerqué a Asher sigilosamente por detrás y le arrebaté el violín de las manos antes de que se diese cuenta de lo que estaba pasando.

—¿Peacock? —dijo Asher.

Le devolví el violín a Baback y él se lo apretó contra el pecho como si fuese un bebé.

—Si vuelves a tocarlo a él o a su violín, le contaré el secreto a todo el mundo —dije.

Me salieron las palabras de la boca sin ni siquiera pensar; de pronto el corazón me latía a toda prisa y tenía la boca seca como un zapato. Aun así, añadí:

—Te lo juro por dios. Se lo diré a todos. ¡A todos!

Asher entrecerró los ojos porque sabía a qué me refería, pero dijo:

—No tengo ni idea de qué hablas, Peacock. Estás como una puta regadera.

Se echó a reír y después nos dio la espalda.

Me di cuenta de que algunos de sus amigos estaban cuchicheando «¿Qué secreto?» y en aquel momento yo tuve ese poder sobre Asher Beal.

Se echó atrás, y eso le costó un precio.

Baback se cambió y salió del vestuario sin darme las gracias ni nada; si te digo la verdad, eso me deprimió un poco.

Pero para asegurarme de que estaba bien, lo busqué durante la hora de la comida. No lo encontré por ninguna parte, y me pareció extraño porque todos los de segundo comíamos a la misma hora.

En la siguiente clase de gimnasia estuve al tanto para asegurarme de que Asher y su corte de übertarados dejaban tranquilo a Baback, y así fue. A media clase, mientras ambos fingíamos jugar a hockey sala, me acerqué a él y dije:

—Ayer no estabas en la cafetería a la hora de comer. ¿Fuiste a que te viese la enfermera?

—No quiero problemas —dijo sin volverse hacia mí. Seguía con la mirada la pelotita naranja que el resto de la clase perseguía e intentaba golpear—. Déjame tranquilo.

En el vestuario tampoco lo molestó nadie y eso me hizo sentir cierto orgullo.

Cuando acabó la clase decidí seguirlo y vi que se encontraba con el conserje junto a la puerta del auditorio. Este se la abrió y se marchó. El auditorio está en una parte del instituto que no se usa para mucho más que eso, así que normalmente no hay nadie por ahí. Miré a través de la ventana que hay en la puerta y vi que Baback sacaba el violín de la funda, lo afinaba y se ponía a ensayar.

Decir que tocaba maravillosamente no haría honor a la verdad.

A la edad de quince años tocaba como un profesional, mejor que nadie a quien vayas a escuchar tocar en directo.

Un genio musical.

Me quedé mirando a través del cristal y escuché a aquel chico canijo creando un sinfín de notas que subían y bajaban con una intensidad que hacía que me doliese el pecho cada vez más.

Era precioso.

Lo mejor fue cuando cerró los ojos y empezó a mover la cabeza al ritmo del arco rasgando las cuerdas, y me di cuenta de que cuando tocaba el violín no era un iraní enclenque que había ido a parar a un pueblo de racistas de tapadillo en el que no encajaba. No: era un dios que estaba al mando de su propio mundo.

Era como si el arco fuese una varita mágica y las vibraciones que salían de los agujeros troquelados de aquel instrumento de madera fuesen una fuerza a la que tan solo unos cuantos se pudiesen oponer.

Parecía estar creciendo frente a mis ojos.

Y entonces comprendí por qué no necesitaba amigos ni que lo aceptasen en nuestra mierda de instituto racista: porque él tenía su música. Porque eso era mucho mejor que lo que nosotros podíamos ofrecer.

—Eres un genio —dije cuando salió del auditorio.

Baback se limitó a parpadear, igual que había hecho cuando le golpearon el entrecejo con la pelota naranja de hockey.

—¿Me estabas espiando?

—¿Cómo has aprendido a tocar así?

—No quiero problemas —dijo, y se marchó.

Al día siguiente me las arreglé para estar allí cuando el conserje le abriese la puerta.

Baback dijo:

—Necesito ensayar.

—Solo quiero escuchar. Me sentaré al fondo y no te interrumpiré.

Baback suspiró, subió al escenario y empezó a tocar.

Me acomodé en la última fila, cerré los ojos y me dejé trasportar desde nuestro horrible instituto a un lugar nuevo y mejor.

Cuando la música cesó, abrí los ojos y desde el otro extremo del mar de asientos grité:

—¿Lo has compuesto tú?

Él volvió a parpadear y gritó:

—Es Paganini. Los conciertos para violín. Hay partes de los solos que no consigo tocar bien. Nunca.

—¡Han sonado perfectos! Me encanta. Este es un secreto alucinante: todos los días ocurre algo milagroso en el instituto y yo soy el único alumno que lo sabe.

—¡No se lo digas a nadie, por favor! —gritó Baback desde el escenario—. No les digas que ensayo en el auditorio. No lo tiene que saber nadie. Mis padres tuvieron que suplicar para que me dieran permiso. Si otros alumnos quieren utilizar la sala, ya no me dejarán tocar aquí a solas. ¡Por favor, no lo digas!

Me di cuenta de que la posibilidad lo aterraba, así que recorrí el pasillo hasta el escenario y al llegar dije:

—Si me dejas escuchar, no se lo diré a nadie. Te lo prometo. Y tampoco interrumpiré. No me atrevería a alterar lo que pasa aquí. Nunca. Considérame un fantasma.

Asintió a regañadientes.

Y durante el resto del curso, le escuché tocar.

Era un poco raro porque él nunca me hablaba.

No parecía interesarse por mí en absoluto.

Era obvio que no quería ser mi amigo, que solamente quería que lo dejasen a solas con su música, y yo lo respetaba.

En general yo también quería que me dejasen tranquilo, así que compartimos una gran sala donde podíamos estar solos en compañía, por decirlo de algún modo.

Pero el último día de segundo curso me salté el protocolo poniéndome en pie para ofrecerle una ovación y cuando terminó de tocar grité: «¡Bravo!».

Él sonrió, pero no dijo nada.

—¡Hasta la próxima, maestro! —grité por encima del océano de asientos rojos, y me marché.

Cuando empezamos tercero, Baback había cambiado.

Regresó midiendo un palmo más y cubierto de montañas de músculos. Se había dejado crecer la mata de pelo grueso y negro, y empezó a hacerse coleta. Y todas las chicas se fijaban en sus fantásticos pómulos. Ya no parecía alguien con quien los demás se pudieran meter o que mereciese la lástima de nadie.

Cuando fui al auditorio a la hora de comer, él rompió el silencio para decir:

—He estado pensando en ti, Leonard. ¿Por qué vienes todos los días a escucharme tocar?

—Es lo mejor que ocurre en este edificio en todo el día. No me lo quiero perder.

—Debería cobrarte por escuchar —dijo—. Te estoy proporcionando un servicio y los artistas necesitan compensación. Si regalas el arte, la gente deja de apreciarlo. Pierde su valor.

—¿Qué ha pasado contigo?

—¿A qué te refieres?

—Estás diferente: más alto. Pareces más seguro de ti mismo.

Él se echó a reír y dijo:

—He pasado el verano en Irán, estudiando música. Supongo que he crecido un poco. Literal y metafísicamente. Pero tienes que escoger: o pagas por el privilegio de escucharme tocar o te marchas.

—¿Cuánto quieres?

—No lo sé —dijo en un tono que indicaba que esperaba que me marchase—. ¿La voluntad? Pero tienes que pagar algo. No voy a seguir tocando gratis.

—¿Qué te parece si dejas la funda abierta y yo te echo algo cada día que venga a escuchar? He visto a algunos músicos que lo hacen en las calles de Filadelfia.

—Vale —dijo, y empezó.

Cuando acabó el ensayo, me acerqué al escenario y dejé un billete de cinco dólares en la funda. Él asintió y yo asumí que significaba que estaba de acuerdo con la cantidad.

Así que durante el resto del curso, todos los días le di el dinero de la comida, excepto en las contadas ocasiones en que faltábamos él o yo, o cuando los de la clase de teatro estaban preparando decorados en el auditorio y Baback no ensayaba.

Al cabo del año, mis donaciones sumaban más de ochocientos dólares. Lo sé porque él me dijo la cifra exacta el último día de clases de tercero. Dijo:

—He enviado hasta el último céntimo a Democracia Verdadera en Irán. Es una organización sin ánimo de lucro que lucha por… bueno, por instaurar una verdadera democracia en Irán.

Me pareció una buena causa y asentí.

Me crucé con Baback por el pasillo durante los exámenes finales y, cuando lo llamé, me habló sin darme tiempo a explicar qué quería. Dijo:

—¿Quieres que quedemos algún día, Leonard? Podríamos ir a ver una peli o algo así. No nos conocemos mucho, ¿verdad? Es un poco raro.

Lo pensé unos instantes y dije:

—Espero que no te lo tomes mal, pero escucharte tocar el violín es, con diferencia, lo mejor del día. Y creo que parte de la magia es que en realidad no sé nada de ti, que solamente te conozco como músico. Me preocupa que si nos hacemos amigos o lo que sea, la música pierda parte del encanto. ¿Te ha pasado alguna vez? ¿Que alguien te parezca muy importante o diferente, pero que cuando conoces a la persona, el asunto pierde la gracia? ¿Sabes a qué me refiero?

Soltó una carcajada y dijo:

—No, no sé qué quieres decir.

—¿Puedo escucharte ensayar algún día durante el verano? Te pagaré cinco dólares.

—Bueno, no sé si es buena idea. Si mis padres te ven sentado mirándome mientras ensayo, les parecerá raro. Además, a final de mes me voy a Irán a visitar a mis familiares y a continuar mi formación musical con mi abuelo, así que no voy a estar mucho por aquí —dijo.

Era obvio que estaba intentando salir de la situación porque mi explicación le había parecido algo rara.

—De acuerdo, que así sea. Nos vemos el curso que viene —dije, y le di un sobre en el que había escrito: «¡Democracia Verdadera en Irán!».

Había convencido a Linda para que hiciese una donación de quinientos pavos para desgravárselos de la declaración. Cosas así le van bien para el negocio y siempre está dispuesta a sobornarme/aliviar su conciencia de madre ausente con dinero. Dentro del sobre estaba el cheque, pero no quería que lo abriese delante de mí.

—Eso es para luego —dije—. Estoy ansioso por escucharte cuando empiece el curso. Disfruta de la temporada fuera.

Cuando fui a verlo al auditorio a principios de este curso, había crecido aún más y parecía todavía más seguro de sí mismo. Baback sonrió y me dijo:

—Le hablé a mi abuela de ti y le conté lo de tu donación. Te ha hecho un tasbih. Es como un rosario persa, para rezar. Aunque hay gente que los lleva solo para hacer bonito. Toma.

Me dio una especie de cadena hecha de cuentas de madera rojiza que terminaba en una borla.

—Gracias —dije, y me la puse alrededor del cuello.

Él sonrió.

—Ya no hace falta que pagues por escuchar mi música. Puedes quedarte gratis. Mi abuelo dice que la música es un don que se regala siempre que se puede. Le conté lo de las donaciones y me dijo que debía tocar para ti sin cobrarte. Le voy a hacer caso.

Asentí y me senté donde siempre, al fondo del auditorio.

Baback tocó su música.

No me parecía posible, pero tocaba mejor, con más magia que el año anterior.

Cerré los ojos, me quedé escuchando y desaparecí.