TRECE

CARTA DESDE EL FUTURO NÚMERO DOS

Mi más querido Hamlet:

Mido un metro sesenta y siete, soy castaña, llevo el pelo a lo garçon, tengo un culo precioso (o, al menos, eso dices, y me lo creo porque no me quitas las manos de encima) y llevo una 95 copa B que me hace un escote muy alegre. Te parezco irresistible y hacemos el amor al menos una vez al día, aunque casi siempre conseguimos hacerlo varias veces empleando todo tipo de posturas de lo más creativas. Supongo que ese dato hará que te dé vueltas esa cabeza calenturienta de adolescente que tienes.

¿Eres capaz de imaginar cómo tiene que ser practicar sexo todos los días con otro ser humano?

Una vez me dijiste que cuando eras adolescente estabas convencido de que jamás ibas a tener sexo consentido con nadie; que ibas a morir consentidamente virgen. Eso hubiese sido una pena, porque déjame decirte una cosa: el sexo te ENCANTA.

A veces te hago suplicar por ello y no dudas en hacerlo.

Y si te atrevieses a pedirle una cita a alguna chica, señor Rey de la Masturbación, te sorprenderías del resultado y cuando nos conociésemos tendríamos menos asuntos que tratar. ¡Aunque tampoco es que me haga gracia que vayas enrollándote con cualquier compañera del instituto antes de que nos conozcamos!

En el futuro podrás hacerme el amor cientos (¿o miles?) de veces.

Sabiendo eso, ¿sigues sin querer llegar a ser adulto?

¿No te parezco suficiente?

Bromas aparte, para ser una pareja que vive con una niña pequeña y un viejo en un faro, nuestra vida sexual es alucinante.

Trabajamos todo el día al aire libre, haciendo las rondas, explorando edificios, comprobando el estado de los salvavidas y el nivel radiactivo del agua, y después nadamos durante horas y horas, así que tenemos el cuerpo firme, bronceado y hermoso, y no convertido en un montón de grasa, como hubiese pasado si viviésemos en las ciudades cerradas y tuviésemos un trabajo de oficina de esos en los que no se ve jamás el sol.

Tenemos mucha, mucha suerte.

Hasta cierto punto, hemos evitado la vida adulta.

El Puesto 37 es nuestra utopía privada.

Tú lo llamas «la segunda niñez».

¿Quieres saber cómo nos conocimos?

¿O prefieres que no te estropee la sorpresa?

Me da la sensación de que es mejor que te dé alguna pista para engatusarte: sería una pena que no llegases hasta aquí, que te perdieses la mejor parte de tu vida.

Después de la guerra, cuando todo volvió un poco a la normalidad y se creó el Colectivo Territorial Norteamericano, miles de nómadas tuvieron que ser repatriados y reubicados en campamentos que se establecieron a lo largo de las nuevas fronteras vigiladas, que empezaban en el estado que tú conoces como Ohio y que ahora se han movido mucho más hacia el oeste debido a la subida del nivel de las aguas, los terremotos y la inestabilidad general que se vive en el planeta. Los que escogieron la repatriación fueron absorbidos por una de las muchas ciudades cerradas que se construyeron y que hoy en día siguen creciendo en vertical. Aquellos que se negaron a moverse fueron considerados una amenaza contra el nuevo orden; se les dio caza y, una vez capturados, se les obligó a elegir entre la muerte o los trabajos forzados en campos de prisioneros al aire libre.

Según me contaste, los cazarrecompensas contratados bajo la Ley de Repatriación de 2023 te pillaron durmiendo en una cueva. Sobrevivías a base de bayas y de los pequeños roedores que cazabas, sobre todo ratas. Me temo que no era una vida fantástica y que mentalmente no estabas demasiado bien. De hecho, estabas clínicamente loco.

Durante la gran guerra de 2018 estuviste destinado en el extranjero. No quieres hablar del tiempo que pasaste en el ejército, pero a veces tienes pesadillas y chillas cosas sobre matar a personas. Como te decía, te niegas a hablar de ello, así que no sé nada más.

Siempre dices: «Eso fue en la vida de antes. Vivamos la de ahora».

Y como cuando estás despierto generalmente eres feliz y eres tan buen marido, no te presiono con el tema del pasado y de los terrores nocturnos.

Pero volvamos a la historia de cómo nos conocimos. Te llevaron a un campo de trabajos forzados y tú te negaste a trabajar y a hablar, incluso cuando te dejaron de dar agua y comida y finalmente te torturaron casi hasta la muerte.

Cuando decidieron que eras prescindible y que habían cometido un error al llevarte hasta allí con vida, llegó una petición desde el centro del país solicitando sujetos para realizar pruebas que te salvó. Te trasladaron a un laboratorio del Gobierno. Resulta que en aquel momento yo formaba parte del personal y me asignaron tu caso.

Era científica y trabajaba en el desarrollo de un fármaco que facilitaba la adaptación de los adultos al nuevo mundo cerrado. La idea era hacer desaparecer del planeta a todos los rebeldes y dominar la tendencia humana a oponerse y discutir que nos había conducido a la guerra nuclear y a todas sus consecuencias.

La madre Tierra se había enfadado con nosotros, así que nuestro deber era «aprender a ser mejores hijos», según rezaba el nuevo eslogan del Gobierno del Colectivo Territorial Norteamericano.

Al principio tampoco querías hablar conmigo. Te metí en una celda acolchada y solía hablarte a través de un altavoz, pero tú te quedabas sentado en una esquina con la cabeza entre las piernas, adelgazando cada vez más.

Por la noche te gaseábamos y mis ayudantes te inyectaban vitaminas, nutrientes y los fármacos experimentales.

No recuerdo por qué se me ocurrió leer para ti, pero empezamos con Shakespeare —con Hamlet— y eso fue un tremendo golpe de suerte. Me hizo volver a creer en el destino, si me permites el toque de misticismo.

Yo leía diciendo: «Acto I, escena I. Elsinore. Explanada delante del castillo. Francisco, de centinela en su puesto. Entra Bernardo dirigiéndose a él. “¿Quién vive?”».

Entonces levantaste la cabeza y dijiste: «¡No, contestadme a mí! ¡Alto y descubríos!».

No di crédito. No habías abierto la boca ni una sola vez y de pronto me estabas recitando el siguiente verso de Hamlet. Es como si hubiese encontrado la llave de tu boca. Así que seguí leyendo: «¡Viva el rey!».

«¿Bernardo?», dijiste tú.

«El mismo», respondí yo.

«Llegáis muy puntualmente a vuestra hora», dijiste, y estuvimos el resto del día intercambiando líneas de Hamlet.

Varias veces intenté parar y hacerte preguntas, pero tú solamente decías: «¡Más palabras! ¡Palabras, palabras, palabras!».

Así que durante aproximadamente una semana jugamos a representar la obra, tú y yo, a través de los altavoces.

Tú te entregabas con tanta pasión y eras tan buen actor, recitabas los soliloquios de Hamlet con tanto fervor y convicción, que empecé a pensar que quizá en otro tiempo hubieses sido una estrella de cine en ciernes.

Al final decidí saltarme el protocolo y entré en la celda acolchada para que pudiésemos leer la obra cara a cara. Tanto me impresionaba tu habilidad para dar vida a las líneas de Shakespeare.

Estuvimos representando Hamlet durante semanas y los fármacos que te dábamos empezaron a surtir efecto: la mirada asalvajada de tus ojos desapareció y al final empezaste a hablar conmigo como un ser humano normal. Solo que no eras normal en absoluto: tenías magia.

Recuerdo tu primera frase fuera de personaje. Dijiste: «¿Me permites que te lleve a cenar algún día?».

Estabas encerrado y eso hacía que la pregunta fuese ridícula.

Pero me eché a reír y tú sonreíste.

Empezaste a contarme la historia de tu vida y yo volví a saltarme el protocolo y te conté la mía.

Te fui dejando salir al mundo; en parte para mostrar a mis superiores cómo había domado al salvaje con mi ciencia, cómo había recuperado su mente para el bien de la sociedad, pero sobre todo porque estaba enamorada de ti.

Como sabrás más adelante, mi padre era un militar de alto rango durante la gran guerra, y muchos de los líderes del Colectivo Territorial Norteamericano le deben favores. No le resultó muy difícil conseguir que nos trasladaran a ambos al Puesto 37, bajo sus órdenes.

Una vez estuvo listo el papeleo, después de que yo terminara el estudio y la vitamina Z se hubiese introducido con éxito entre la población controlada, nos llevaron en helicóptero hasta el Puesto 37.

Mi padre abrió los brazos y dijo: «Bienvenidos a casa».

Mi padre y tú os caísteis bien desde el principio, y él mismo presidió nuestra boda unas semanas más tarde, cuando descubrimos que estaba embarazada.

Eso es, Leonard. La próxima persona de quien recibas noticias será tu hija. Amas a S aún más de lo que me amas a mí, pero eso no me importa en absoluto porque yo os quiero a los dos a muerte.

Eres un padre fantástico.

¡Fantástico!

Y sé que tu niñez no fue gran cosa, que sufriste mucho y que sigues sufriendo ahora. Pero quizá tengas que pasar por todo eso para aprender lo importante que es tener una infancia feliz y poder proporcionarle una a tu propia hija.

Ojalá pudiera enviarte un vídeo o una foto de vosotros dos jugando en el mar con Horacio el delfín. Si lo pudieras ver, te darías cuenta de que todo el dolor que vas a soportar hasta llegar aquí, a este futuro en el que eres feliz, vale la pena sin lugar a dudas.

Aunque ya se está haciendo demasiado mayor para dormir con nosotros, todas las noches se queda dormida con la cabeza apoyada en tu pecho. Y tú le das un beso en la cabeza cada día antes de salir a encargarte del faro con papá y conmigo.

Emitimos el haz de luz durante veinte minutos y después ahorramos energía durante otros veinte; repetimos los ciclos de cuarenta minutos durante toda la noche. Unos tres minutos antes de volver a encender la luz, cuando se nos ha acostumbrado la vista a la oscuridad, tú y yo salimos a la plataforma de observación a buscar estrellas fugaces. En la actualidad hay muchísimas, y llevamos la cuenta para ver quién descubre más. Este año voy ganando: novecientas treinta y cuatro a ochocientas doce. El plan es que ambos lleguemos a las mil, y de momento pinta bien.

Y cada vez que vemos una, nos besamos.

Así que solo este año nos hemos besado mil setecientas cuarenta y seis veces en la plataforma de observación, sin contar las muchas más que nos hemos besado en el resto de lugares.

Me gusta que seas tan afectuoso conmigo. Siempre dices que estás intentando recuperar el tiempo perdido y que te hubiese gustado conocerme antes para haber pasado más tiempo juntos.

Es una buena vida, Leonard.

Aguanta.

El futuro es mejor.

¡Y hay tanto sexo…!

Tu hija es preciosa.

Y mi padre se convierte también en el tuyo, como tú siempre has querido.

Aguanta un poco, ¿de acuerdo?

Por favor.

Con amor,

Ni-te-atrevas-a-llamarme-Ofelia,

A