DOCE

Entro en el aula de literatura a mitad de clase y la señora Giavotella se me queda mirando fijamente unos siete minutos antes de decir:

—Es muy amable por su parte venir a clase, señor Peacock. Venga después a verme.

La profesora de la asignatura avanzada de literatura parece una bola de cañón. Es pequeña y redonda, y tiene las extremidades tan cortas y regordetas que me pregunto si llega a tocarse la parte de arriba de la cabeza. Nunca lleva vestidos ni faldas, sino que va embutida en los mismos pantalones a punto de reventar y en una gigantesca blusa que le llega casi hasta las rodillas y le cubre la tripa. En el labio superior tiene un bigote perpetuo hecho de gotas de sudor.

Digo que sí con la cabeza y tomo asiento.

El troglodita que juega al fútbol americano y que, aunque no debería estar en una clase de este nivel, se sienta justo detrás de mí, le da un golpe a mi sombrero de Bogart y lo tira al suelo. Antes de que pueda volver a cubrirme el cráneo, todos ven la mierda de corte de pelo que me he hecho.

—¿Qué co…? —susurra una que se llama Kat Davis, y me doy cuenta de que me queda aún peor de lo que yo pensaba.

La señora Giavotella me mira como si de repente estuviera muy preocupada por mí y yo le devuelvo la mirada en plan: «Por favor, siga con la clase; porque si no, todo el mundo me seguirá mirando y yo sacaré la P-38 de la mochila y me pondré a pegar tiros».

—Señor Adams —le dice la señora Giavotella al que está detrás de mí—, si usted fuese Dorian Gray, si le hiciesen un retrato que cambiase de acuerdo con su comportamiento, ¿qué aspecto tendría ahora?

—No he sido yo, si eso es lo que está insinuando. Él mismo ha tirado el sombrero al suelo, lo he visto. Yo no he hecho nada malo.

La señora Giavotella lo mira unos segundos y estoy convencido de que se lo cree. Entonces me mira como preguntándose si realmente yo he tirado el sombrero al suelo, así que le digo:

—¿Por qué iba a tirarlo yo? ¿Con qué propósito haría algo así?

—¿Por qué iba a interrumpir la clase llegando tarde? —dice ella.

Después me lanza una mirada penosa que se supone que tiene que intimidarme y controlarme, y que a lo mejor cualquier otro día lo hubiera conseguido, pero hoy llevo la P-38 en la mochila y por lo tanto soy ingobernable.

—Volvamos al señor Dorian Gray —dice la señora Giavotella.

Yo no me molesto en escuchar el debate de la clase, que trata sobre un cuadro que se hace cada vez más feo a medida que el retratado va cumpliendo años y se hace más y más corrupto sin llegar a envejecer jamás. Parece un libro interesante y seguramente lo hubiese leído si no estuviera tan obsesionado con leer Hamlet una y otra vez. Si mi plan no fuese pegarle un tiro a Asher Beal esta misma tarde y después pegarme yo otro, El retrato de Dorian Gray sería el próximo libro que leería. Todo lo que hemos leído en clase de la señora Giavotella me ha gustado, a pesar de que ella nos calienta tanto la cabeza con el examen de final de curso y nos enseña la zanahoria de los créditos extraordinarios con tanta insistencia que me resulta absolutamente indecente.

La mayor parte del tiempo que paso sentado en la clase avanzada de literatura, pienso en cómo mis compañeros levantan la mano y le hacen la pelota a la señora Giavotella para que ella les ponga sobresalientes y luego enviar las excelentes notas a Harvard o Princeton o Stanford o a donde coño quieran ir, junto con las mentiras sobre todo el trabajo voluntario que se supone que han hecho en la comunidad y los escritos sobre lo mucho que se preocupan por los pobres niños de las minorías étnicas con quien ni siquiera se han cruzado en la vida real, o sobre cómo van a salvar el mundo armados únicamente con su gran corazón y su educación de la Ivy League.

«Salva el mundo en los escritos para la solicitud de plaza universitaria», como le gusta decir a la señora Giavotella.

Si mis compañeros de clase se esforzasen tanto por mejorar nuestra comunidad como lo hacen por escribir los ensayos de preinscripción para la universidad, este sitio sería una verdadera utopía.

Apariencia, todo apariencia.

La gran fachada.

101 maneras de sobrevivir a ciegas en un mundo ciego.

Aquí se maneja tanta mierda y la cosa apesta hasta tal punto que apenas se puede respirar. Lo mejor de suicidarme será que no tendré que ir a una falsa universidad ni ponerme una de esas típicas sudaderas de las facultades que se supone que demuestran que soy inteligente o algo así. Estoy bastante orgulloso de ir a morir sin haber hecho el examen oficial de selectividad, aunque Linda y los profesores del instituto me hayan suplicado que haga esa chorrada de exámenes, solo porque los que hicimos de prueba hace unos años me salieron tan bien.

Ilógico.

Epic fail.

Sea como sea, la clase termina y yo me acuerdo de que se supone que tengo que hablar con la señora Giavotella, así que me quedo en el sitio mientras el resto sale por la puerta.

Se me acerca poco a poco y con mucho dramatismo, y se sienta en el pupitre que hay delante de mí con los pies apoyados en el asiento y la rodillas bien cerradas; de ese modo no se le ve la cremallera de los pantalones, que lleva demasiado tiempo a prueba. Aunque no se lo diga, le agradezco el gesto.

—Veamos, ¿quieres hablar de qué le ha pasado a tu melena?

—No, gracias.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—De acuerdo. Cuéntame exactamente por qué has llegado tarde a clase.

—No lo sé.

—No me vale.

—Estoy pensando en desapuntarme de la clase avanzada. En ese caso ya no tendrá que preocuparse de mí.

—De eso nada.

No estoy seguro de qué es lo que quiere de mí, así que me limito a mirar a través de la ventana las pocas hojas que aún se aferran al pequeño arce japonés del patio.

—He corregido tu examen de Hamlet —dice ella—. ¿Cómo crees que te ha ido?

Yo me encojo de hombros.

—La redacción era muy interesante.

Yo sigo mirando el puñado de hojas que no han caído del árbol y que parecen echarse a temblar cada vez que sopla el aire.

—Ni que decir tiene que pasaste por alto el enunciado del ejercicio.

—La pregunta no era la adecuada.

—¿Disculpa?

—No se ofenda, pero creo que la pregunta para la redacción no era la más apropiada.

Ella suelta una carcajada forzada y dice:

—Pero tú contestaste la pregunta buena, ¿no?

—Sí.

—¿Qué era…?

—Usted ha leído lo que escribí, ¿verdad?

—¿De verdad crees que Shakespeare intenta justificar el suicidio y que la obra es un argumento a favor de la autodestrucción?

—Sí.

—Sin embargo, Hamlet no se suicida.

—¿Está segura de que leyó la redacción?

La señora Giavotella se alisa las perneras pasándose la palma de las manos por los muslos y después dice:

—Vi que no habías traído tu copia de la obra al examen y, sin embargo, has incluido muchas citas. ¿De verdad las has memorizado todas? ¿Es posible?

Me encojo de hombros, porque ¿qué más da? La profesora de literatura se vanagloria de tener alumnos inteligentes y, sin embargo, ni siquiera sabe identificar cuáles son los elementos más importantes de los libros y las obras que leemos. Y tampoco comprende qué es lo más importante de mí.

—Tu redacción era sobresaliente, Leonard. Puede que sea la mejor que he leído en los diecinueve años que llevo dando clases. De hecho, la leí varias veces. Te expresas de maravilla y tus argumentos… Si quisieras, podrías ser un abogado fantástico.

Yo sigo mirando las ramas prácticamente desnudas, esperando a que llegue el momento en que sus elogios se conviertan en burlas: siempre lo hace.

¿Quién coño querría ser abogado y no tener más remedio que discutir por dinero y apoyar posturas en las que no cree?

Tras una pausa dramática, dice:

—No respondiste ninguna de las preguntas tipo test. ¿Por qué?

—Están ahí para que usted sepa que todos han leído la obra —digo—. Y mi redacción lo demuestra claramente, ¿no? He demostrado la competencia suficiente, ¿no cree?

—Valían treinta puntos. Lo que has demostrado es que eres incapaz de seguir instrucciones fáciles. Eso cuenta en mi clase y también en la vida. No importa lo inteligente que seas: cuando salgas del instituto, tendrás que seguir instrucciones.

Me echo a reír porque estamos hablando de sus notas y sus correcciones como si fueran reales y, sabiendo que estoy a punto de matar a Asher Beal y de suicidarme después, esta conversación me resulta absurda e irrelevante.

—La verdad es que la nota del examen no me importa. Si quiere me puede suspender, me da igual.

—Eso es muy noble por tu parte, pero tienes que pensar en el futuro, Leonard.

—¿Usted cree que Hamlet habría seguido las instrucciones si hubiese tenido que hacer este examen? Dígame, ¿lo cree?

—Eso no tiene nada que ver con lo que estamos hablando.

—Entonces ¿por qué nos hace estudiar personajes como Hamlet? ¿Por qué aprender sobre los héroes, si no quiere que actuemos como ellos? Al final de lo único que nos tenemos que preocupar es de las notas, las cartas de aceptación y todo eso, y de hacer lo que hacen todos los demás.

—Hamlet fue a la universidad —dice ella prácticamente sin argumentos, porque sabe que tengo razón. Sabe que está luchando en el bando equivocado.

Sonrío y continúo mirando el árbol. La profesora no tiene ni idea. No se le ocurriría que llevo encima una pistola nazi ni en sueños; su imaginación tiene límites. Es una imaginación tipo test. La profesora de la asignatura de literatura avanzada es tan estúpida que me da la risa.

—He intentado ponerme en contacto con tu… —dice.

Con mi voz de actor, digo:

—«Daros una contestación sensata. Mi razón está enferma; pero señor, tal como pueda dárosla, disponed de ella, o más bien, según decís, mi madre. De consiguiente, basta de rodeos y vamos al grano. Mi madre, decís…».

La señora Giavotella me mira como si me tuviera miedo, así que digo:

—Se supone que ahora tiene que decir la frase de Rosencrantz —y sigo con mi voz de actor—: «Pues he aquí lo que dice: que vuestra conducta la ha sobrecogido de asombro y estupor». ¿Lo ve? Era una cita de Hamlet. Se ha dado cuenta, ¿verdad? ¡Vamos! No puede ser tan mala profesora.

Me mira con un rostro carente de toda expresión y su boca se convierte en una «o», como si le acabase de dar una bofetada.

Al final se levanta y vuelve a su mesa.

La observo mientras escribe una nota.

Entonces me la da y con un nuevo tono, severo pero indiferente, dice:

—Estoy aquí para ayudarte, Leonard. Me alegra que Hamlet te haya resultado tan estimulante. No voy a fingir que entiendo qué es lo que te está pasando, pero debo informar de este comportamiento tan raro al servicio de orientación del instituto. Quiero que lo sepas. Y no tengo claro qué es lo que intentas conseguir, pero me esfuerzo mucho por ser buena profesora. Empleo mucho tiempo y energía en los exámenes y en preparar las clases, y me preocupo por todos mis alumnos, muchas gracias. —Y en un susurro añade—: Si quieres restregarme eso por la cara, ya te puedes ir a la mierda. —Y después mucho más alto—: Cuando estés dispuesto a ser honesto conmigo, te escucharé. Pero si vuelves a llegar a clase aunque sea un segundo tarde, no te permitiré entrar en el aula. ¿Lo entiendes?

Miro a la señora Giavotella a los ojos, veo que le tiemblan los párpados y entonces me doy cuenta de que en cuanto yo salga de allí se echará a llorar. Y este será el último recuerdo que tenga de mí. La verdad es que no sé por qué, pero de pronto me siento fatal. Me dan ganas de sacar la P-38 y reventarme la cabeza en el baño. Si no tuviese que entregar los otros tres regalos y pegarle un tiro a Asher Beal en toda la cara, es probable que lo hiciese ahora mismo y acabase por fin con todo.

Tengo la nota de la señora Giavotella en la mano y ahora es ella la que mira a través de la ventana hacia el arce japonés prácticamente desnudo.

¿Qué tiene ese árbol para que lo mire la gente que está triste?

La grasa de la espalda le sobresale por encima de la tira del sujetador y esa imagen me hace preguntarme si en el instituto se metían mucho con ella por ser tan baja, gorda y fofa. Seguramente sí, cosa que hace que me sienta peor.

—Sí, usted es buena profesora —digo—. Y además el sombrero lo he tirado yo. Soy un gilipollas, ¿vale? Un gilipollas de mierda. No me merezco una profesora tan buena como usted, ¿vale? No se preocupe por las idioteces que he dicho. Siento haber interrumpido su clase. No estoy bien de la cabeza. Si eso la hace feliz, de aquí en adelante contestaré a las preguntas tipo test. Sé que se esfuerza mucho en planear las clases y…

—Vete, Leonard. Por favor —dice sin volverse hacia mí.

—¿Está bien?

—Quiero que te vayas —dice con voz temblorosa.

Así que me voy.