ONCE

Me llevó a una cafetería que estaba cerca del callejón donde me había robado el carné del instituto. La clientela se componía básicamente de ancianos comiendo bagels y bebiendo café.

Me empezó a hablar de lo estresada que estaba y de que había un tipo en su oficina que se llamaba Brian con quien se había acostado una vez y que ahora estaba intentando utilizarlo en su contra porque ambos eran candidatos al mismo ascenso. Su madre se estaba muriendo en no sé qué residencia de Nueva Jersey y había pasado la noche allí. Hubiera querido quedarse todo el día con ella para no dejarla sola en sus últimos momentos, pero, aunque nadie podía decirle que no asistiera a su madre en el lecho de muerte, sabía que si no iba a trabajar Brian utilizaría su ausencia para ganar la carrera por el nuevo puesto.

O al menos eso es lo que yo entendí.

Se iba por las ramas y arrastraba las palabras como si estuviera borracha, sin parar de mover las manos. No se quitó las gafas de sol ni siquiera dentro de la cafetería y estuvo hablando alrededor de una hora. Entonces empecé a pensar que me estaba contando una grandísima trola porque, si se había separado de su madre moribunda únicamente para mejorar su posición en la empresa, ¿por qué narices estaba perdiendo el tiempo conmigo en una cafetería? ¿No tenía miedo de que Brian utilizase su absentismo —por el motivo que fuese— en su contra?

Estaba reflexionando sobre eso cuando ella dijo:

—Cuéntame, ¿qué has aprendido siguiendo y espiando a adultos?

—No lo sé.

—No me mientas. Me debes una explicación, Leonard Peacock.

Así que tragué saliva y dije:

—Aún no he acabado de recopilar datos, por eso te he seguido a ti.

—¿Qué has aprendido hoy de mí?

—¿La verdad?

Ella asintió, así que dije:

—Pareces muy infeliz. La mayoría de personas a las que sigo son así; me da la sensación de que no les gusta su trabajo y, a pesar de eso, tampoco se alegran de volver a casa. Es como si odiasen todas las facetas de su vida.

Ella se echó a reír y dijo:

—¿Te hace falta seguir a gente en el tren para darte cuenta de eso?

Y yo dije:

—Tenía la esperanza de estar equivocado.

—Pero ¿qué pasa, que los chavales de tu instituto no están deprimidos? —dijo—. Yo odiaba el instituto. ¡Lo ODIABA!

—Sí, la mayoría parecen bastante hechos polvo. Aunque disimulan lo mejor que pueden: los críos fingen mejor que los adultos, ¿no? Mi teoría es que a medida que crecemos perdemos la capacidad de ser felices.

Ella sonrió.

—Entonces, si lo tienes todo tan claro, ¿por qué sigues a adultos como yo?

—Como ya te dicho, me quedaba la esperanza de haberme equivocado, de que para algunas personas la vida mejorase al hacerse mayores y de que incluso la gente más triste, como tú y como yo, pueda disfrutar al menos de algunos aspectos de la vida adulta. Como en los anuncios esos en los que unos gays cuentan cómo todo el mundo se metía con ellos cuando iban al instituto, pero que cuando crecieron descubrieron que la vida de los mayores es como estar en el cielo. Dicen que todo es mejor. Y yo quiero creer que la gente propensa a la tristeza tiene alguna posibilidad de ser feliz más adelante.

Ella desestimó mis palabras con un gesto de la mano y dijo:

—Los anuncios no dicen más que mentiras. La vida no mejora en absoluto: ser adulto es un infierno. Y todo lo que te he contado sobre mí también es mentira, me lo he inventado para averiguar quién eras porque creía que alguien te había pagado para espiarme. Pero ¡qué sorpresa la mía! Realmente eres un adolescente penoso, loco y desnutrido que sigue a gente al azar. Me parece un pasatiempo de muy mal gusto. Menuda perversión. Me voy a quedar con tu carné y, si vuelvo a verte, te denunciaré y pediré una orden de alejamiento.

Se levantó y me miró ceñuda a través de las enormes gafas de sol.

—Este enano cabrón persigue a mujeres por los callejones oscuros y les hace preguntas íntimas. Es un pervertido: lo dejo en vuestras manos —dijo en voz alta a todos los que estaban desayunando.

A continuación, sus tacones salieron a toda prisa del local.

¡PAM! ¡PAM! ¡PAM! ¡PAM!

Noté que todo el mundo me miraba, así que me encogí de hombros y dije:

—Mujeres…

Lo dije demasiado alto; se suponía que era un chiste para disipar la tensión, pero no funcionó. Todos[24] los que estaban en la cafetería me miraban con el ceño fruncido.

Supuse que aquella mujer estaba desquiciada: había tenido la mala pata de escoger a una femme fatale. Seguro que podía encontrar otros sujetos mejores: adultos propensos a la tristeza, pero más alegres. Con ella había tenido mala suerte, nada más. Pero la cuestión era que me recordaba un poco a Linda, que también cree que soy un pervertido.

Y lo que la mujer de las gafas de sol de los años setenta había dicho de mí era tan malintencionado, tan público y probablemente tan cierto, que me eché a llorar allí mismo, cosa que me hizo PARECER un pervertido de verdad.

No lloré a moco tendido.

Disimulé todo lo que pude, pero me temblaban los labios y se me humedecieron los ojos antes de que me diera tiempo a secármelos con la manga.

—¡NO SOY UN PUTO PERVERTIDO! —chillé a los que me estaban mirando, aunque no sé muy bien por qué.

Las palabras me salieron de la boca por su propia cuenta.

¡NO!

¡SOY!

¡UN!

¡PUTO!

¡PERVERTIDO!

Todos escondieron la cara con vergüenza.

Unos cuantos metieron el dinero debajo de los cubiertos y se marcharon sin terminar de comer.

Un tipo de músculos inflados y llenos de tatuajes salió de la cocina y me dijo:

—Chico, ¿qué tal si pagas la cuenta y te largas, vale?

Como de costumbre, estaba claro que el problema era yo y que la cafetería ganaría mucho con mi ausencia, así que saqué la cartera y le di todo mi dinero, aunque solamente habíamos tomado dos cafés.

—No soy un pervertido —dije con voz normal.

Nadie se atrevía a mirarme a la cara, ni siquiera el cocinero, que estaba mirando el dinero, quizá para asegurarse de que no fuese falso. Y entonces fue cuando me di cuenta de que la mayor parte del tiempo la verdad no importa una mierda y que cuando las personas se han formado una idea horrenda de ti, esta imagen permanecerá igual hagas lo que hagas.

Así que no esperé a que me diera el cambio.

Salí de allí como alma que lleva el diablo.

Me fui al parque a mirar a las palomas menear la cabeza arriba y abajo, y me sentí tan solo que empecé a desear que viniera alguien y me clavara una navaja entre las costillas para llevarse la billetera vacía.

Imaginé que toda la sangre de mi cuerpo se vertía sobre la nieve y yo me quedaba mirando cómo esta se volvía de un precioso color carmesí mientras los habitantes de Filadelfia pasaban de largo a toda prisa, sin ni siquiera detenerse a admirar la belleza de la nieve roja y mucho menos percatarse de que había un adolescente agonizando ante sus propios ojos.

No sé por qué, pero la idea me resultó reconfortante y me hizo sonreír.

También estuve debatiéndome entre deseos de que la madre de esa pirada de las gafas de sol de los años setenta sufriese una muerte horrible, dolorosa y escalofriante, y que se recuperase, incluso que rejuveneciese, como si las dos pudieran envejecer a la inversa, hasta llegar a la niñez. En cualquier caso, la femme fatale seguramente se había inventado la historia de la madre moribunda para jugar conmigo; pero la cuestión es que debía de tener una madre que o bien fuese vieja o estuviera muerta, y me hizo gracia pensar que se volvían cada vez más jóvenes en lugar de envejecer, independientemente de si se lo merecían o no.

Fue un día muy confuso y me sentí como si estuviera en una película de Bogart en blanco y negro en la que las mujeres están locas y los hombres pagan un carísimo peaje emocional por involucrarse con «el sexo débil», como las llama Walt.

Recuerdo que después de mi encuentro con la mujer de las gafas de sol de los años setenta, falté a clase cuatro días para que Walt y yo pudiésemos ver cómo Bogie arreglaba el mundo en blanco y negro de Hollywoodlandia.

Antes de que Linda comprobase desde Nueva York si había alguna llamada en el contestador[25], los del instituto la habían llamado cien mil veces. En su defensa diré que esa misma noche hizo que su chófer la trajera a casa y se quedó conmigo un par de días, porque yo estaba muy jodido: no abría la boca para nada y estaba muy deprimido; miraba fijamente la pared y me apretaba los ojos con la base de la mano hasta que parecía que me iban a estallar.

Cualquier madre normal me hubiese llevado un terapeuta o, como mínimo, a un médico. Pero Linda no. De hecho, la oí hablar por teléfono con su novio francés y la escuché decir: «No voy a permitir que un terapeuta cualquiera me culpe de los problemas de Leo». Y fue entonces cuando me di cuenta de que estaba solo, de que Linda no iba a ser mi salvadora.

Sin embargo, de alguna manera, logré rehacerme.

Volví a hablar, regresé al instituto y una Linda increíblemente aliviada volvió a dejarme a solas.

La llamada de la moda.

Había camisolas[26] con sujetador incorporado que no se iban a diseñar solas, así que, naturalmente, comprendí la necesidad que tenía de volver volando a Nueva York.

Y la vida siguió su curso.