DIEZ

He hecho docenas de días de prácticas de vida adulta y he seguido a montones de tipos trajeados, pero solo una vez alguien se dio cuenta.

Fue una mujer muy guapa que llevaba puestas unas gafas de sol enormes de los años setenta dentro del tren, a pesar de que la mayor parte del trayecto es subterráneo. Le caían churretes de rímel por la mejilla, pero aparte de eso era guapísima. Creo que me atraía.

Melena rubia, larga y brillante.

Pintalabios rojo.

Medias negras.

Traje de falda y chaqueta gris con raya diplomática.

Se notaba que gozaba de cierta autoridad solo por la manera que tenía de sentarse, y parecía estar retando al resto de viajeros a decir algo sobre los churretes de rímel. Sus vibraciones eran amenazadoras; decían: «No me jodas».

No obstante, ese día ella era de largo la persona más triste de todo el tren. Se notaba que estaba disgustada, pero también tenía cara de poder arrancarte la piel a tiras si le decías algo.

El resto de adultos fingían no darse cuenta, cosa que me pareció de cobardes.

Era obvio que iba a ser mi objetivo del día, así que me bajé en su parada y la seguí.

Recuerdo el sonido de los tacones martilleando el hormigón como una pistola de petardos.

Subió andando por la escalera mecánica y yo hice lo mismo, intentando no perderla de vista.

Cuando atravesamos los tornos empecé con la telepatía y le dije (¿o pensé?): «No lo hagas. No vayas al trabajo: lo odias. Ve a saltar en paracaídas. Compra una estrella en internet. Adopta un gato». Y continué con mi rutina habitual durante una manzana. Entonces ella giró hacia un callejón y, cuando estábamos a mitad de la calleja, se giró repentinamente como un tornado y me apuntó con un espray de defensa personal.

—¿Quién eres y por qué me estás siguiendo? —dijo—. Te puedo arruinar el día: este espray es del bueno. Aquí es ilegal. Si aprieto, no podrás ver durante meses. A lo mejor hasta te quedas ciego.

No sabía qué decir, así que levanté las manos como hacen los delincuentes en las películas cuando quieren rendirse, cuando alguien duro como Bogart les apunta con una pistola y dice: «¡Arriba las manos!».

Eso la sorprendió y dio un paso atrás, pero no me roció.

—¿Cuántos años tienes? —preguntó.

—Diecisiete.

—¿Cómo te llamas?

—Leonard Peacock.

—Sí, claro. Ese nombre es más falso que un billete de tres dólares.

—Si quieres te enseño el carné del instituto —repuse.

—Sácalo, pero muy despacio. Si intentas alguna tontería, te disparo en la córnea.

Bajé las manos a velocidad superlenta y dije:

—Lo tengo en el bolsillo. ¿Puedo meter la mano en la chaqueta?

Ella asintió y saqué el carné.

Lo cogió, miró el nombre y dijo:

—Vaya, qué sorpresa: realmente eres Leonard Peacock. Qué nombre más tonto.

—¿Por qué lloras? —dije.

Vi que le temblaba el dedo índice y creí que me iba a rociar, pero en lugar de eso guardó el documento en el bolso y dijo:

—Ahora en serio: ¿por qué me estás siguiendo? ¿Te lo ha encargado alguien? ¿Qué quieren?

—No. No es eso.

Me acercó el espray a la cara, me apuntó al ojo izquierdo y dijo:

—No me jodas, Leonard Peacock. ¿Te manda Brian? ¡Venga, dime!

Volví a poner las manos en alto y dije:

—No conozco a ningún Brian. Soy un crío estúpido: de vez en cuando paso de ir a clase y me visto como un adulto para ver cómo es la vida de los mayores, ¿vale? Quiero saber si merece la pena crecer, nada más. Solo es eso. Así que me dedico a seguir hasta su oficina a la persona que tiene cara de estar más triste, porque sé que algún día yo seré así. Seré el adulto más deprimido de todo el tren. Necesito saber si puedo soportarlo.

—¿Soportar qué?

—Ser un adulto deprimido.

—¿De verdad? —dijo, y bajó el espray.

Yo asentí.

—Estás loco de atar, ¿verdad?

Volví a asentir.

—Pero no eres peligroso, ¿no? Eres un corderito.

Dije que no con la cabeza, porque en ese momento no era una amenaza para nadie. Y después asentí, porque tampoco era un lobo ni un león ni cualquier otra clase de depredador.

—De acuerdo. ¿Tomas café?