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Si me maldijeran en cuerpo y alma, ¡oh! Madre mía,

sé que tus oraciones invalidarían la maldición…

RUDYARD KIPLING, Madre mía (1891)

Cuando regresé, Abue estaba en la sala viendo la televisión. Estaba tan pálida y agotada como siempre. Su rostro se veía demasiado delgado, tenía los ojos cansados y la piel demasiado avejentada para la edad que tenía. Realmente no era tan grande, acababa de cumplir cincuenta y cuatro años algunos meses atrás, pero su vida no había sido nada fácil y tantos años de esfuerzo ya le había pasado la factura.

Había pasado gran parte de su vida sola.

Yo nunca conocí a mi padre, así como mi madre tampoco conoció al suyo. Su padre había sido tan desconocido y ausente como el mío, así que Abue pasó la mayor parte de su vida adulta siendo o una madre soltera que criaba sola a su hija, o una abuela soltera que criaba, como si fuera suyo, al hijo de su hija muerta. Además, todo eso lo había hecho al mismo tiempo que trataba de ganarse la vida haciendo algo que no le satisfacía en lo absoluto y tampoco le redituaba gran cosa.

Por todo eso, creo que se había ganado el derecho a verse un poco acabada.

—Hola, Abue —le dije cuando me senté junto a ella—. ¿Qué estás viendo?

—Solo las noticas —dijo. Apagó el sonido de la televisión y me sonrió—. ¿Cómo está Lucy?

—Creo que está bien, bueno, más o menos bien, ya sabes.

Abue asintió.

—¿Y qué hay de ti?, ¿cómo va tu cabeza?

—Bien, sin problema.

—¿Estás seguro?

—Ajá.

—¿No te has sentido mareado ni nada por el estilo?

—No.

«Solamente tengo un asombroso y demencial mundo en la cabeza».

—¿Y has tenido dolores de cabeza?

—No.

«Solo he tenido llamadas, correos electrónicos, mensajes de texto, páginas web…»

—¿Entonces no has estado escuchando voces?

Me le quedé viendo.

—¿Qué?

Se rio.

—Estoy bromeando, Tommy.

—Ah, okey —le dije—, ja, sí, muy graciosa.

Puso la mano sobre mi rodilla.

—Estoy muy contenta de que estés bien, cariño, en serio. Estuve tan preocupada el tiempo que pasaste en el hospital, pensé que, bueno, ya sabes, pensé… —Su voz se quebró y se enjugó una lágrima. Supe que estaba pensando en mi mamá, su hija, y no pude imaginarme lo difícil que debió haber sido para Abue verme en el hospital, sentarse junto a mí sin saber si viviría o moriría.

La abracé y poyé mi cabeza en la suya.

—No te preocupes, Abue —le dije en voz baja—, voy a estar bien, lo prometo.

Sonrió entre lágrimas.

—Más te vale.

—Confía en mí, tengo planeado vivir, por lo menos hasta que tenga tu edad.

Se rio y me dio un golpecito juguetón en la pierna. Luego sacó un pañuelo de su bolsillo y comenzó a secarse las lágrimas. Había muchas cosas que quería preguntarle acerca de mamá, pero sabía que Abue no quería hablar al respecto. No le gustaba hablar de lo que le había sucedido a mamá; supongo que era demasiado para ella. Era demasiado doloroso y triste, y yo podía comprenderlo. O por lo menos intentaba hacerlo. Es decir, por lo general no era algo que me molestara. Además, casi nunca sentía la necesidad de saber algo más allá de los hechos: que cuando yo tenía seis meses mamá había muerto atropellada por un hombre que huyó.

Para mí era suficiente saber eso.

Casi siempre.

Pero en algunas ocasiones, como ahora, ya no bastaba.

A veces, por alguna razón, sentía que necesitaba saber más.

—¿Abue? —le dije con sutileza.

Ella resolló.

—¿Sí, mi amor?

—¿Sucedió lo mismo con mamá?

Me miró.

—¿Lo mismo?

—Ella… ¿estuvo algún tiempo en el hospital como yo, o… ya sabes?, ¿fue rápido?

Abue me miró fijamente como por uno o dos segundos. Luego miró al piso y, por un momento, pensé que no me iba a contestar. Pero entonces, después de sollozar un poco y sonarse otra vez la nariz, me dijo con mucha calma:

—Ella no sufrió, Tommy, fue algo muy repentino. Ni siquiera supo lo que sucedió.

—¿Murió de inmediato?

Abue asintió.

—Georgie se dirigía al trabajo. Bajó del autobús, comenzó a cruzar la calle, y de repente salió un coche de la nada y la atropelló. Su muerte fue instantánea, gracias a Dios, no se dio cuenta de nada.

Abue tenía la voz quebrada por las lágrimas y sus manos temblaban.

—Lo siento, Abue —le dije—, no quise…

—No, no —dijo rápidamente al mismo tiempo que volteaba a verme—, está bien, Tommy, soy solo yo, es solo…

No pudo terminar la frase, me sonrió con tristeza, se enjugó otra lágrima, tomó mi cabeza entre sus brazos y, con mucha dulzura, me abrazó fuertemente. Yo pude sentir cómo temblaba todo su cuerpo.

Más tarde, después de que cenamos algo y vimos juntos el final de una película, le pregunté si alguna vez había oído hablar de Howard Ellman, el hombre sobre el que me había contado Davey. Al que llamaban el Diablo. Su reacción me desconcertó. Al principio no hizo nada, solo se quedó sentada e inmóvil, mirando hacia el frente; ni siquiera respiraba. Pensé que tal vez no me había escuchado, pero luego volteó a verme con gran lentitud. Entonces me di cuenta de que sí me había escuchado. Estaba asombrada, absoluta y completamente asombrada. Fue como si acabara de recibir las peores noticias del mundo.

—¿Qué sucede, Abue? —le pregunté— ¿Estás bien?

¿Cómo? —murmuró.

—Que si te sientes bien, te ves terrible.

Parpadeó y frunció el ceño.

—¿Disculpa? Ah… eh… es que estaba como a kilómetros de distancia. ¿Qué dijiste?

—Howard Ellman, te pregunté si alguna vez había escuchado hablar de él.

—¿Por qué? Es decir… —aclaró la garganta— ¿por qué quieres saber de él?

Me encogí de hombros.

—Por nada en especial, es solo que Davey me dijo que él era quien dirigía a las pandillas locales. Bueno, no es que en realidad las maneje, pero digamos que es en buena medida quien jala los hilos.

Abue asintió y me sonrió forzadamente.

—¿Entonces por qué me preguntas a mí al respecto?, ¿qué te hace pensar que yo conocería a alguien así?

—No lo sé, solo pensé que tal vez había escuchado de él porque llevas mucho tiempo viviendo aquí, porque conoces a mucha gente y te enteras de cosas. —Volví a encoger los hombros—. No importa, Abue, no tiene ninguna relevancia, solo se me ocurrió preguntar.

Ella asintió de nuevo sin quitarme los ojos de encima, y por un momento creí que me iba a decir algo, que quería decirme algo, algo de verdad importante.

Pero me equivoqué.

Solo miró su reloj y dijo:

—Ya es hora de que te vayas a la cama, es tarde. Te veo mañana, ¿de acuerdo?

Minutos después, cuando estaba cerrando la puerta de mi cuarto, me asomé al pasillo y vi que Abue estaba sentada muy erguida en el sofá. Estaba completamente inmóvil y tenía las manos en las rodillas. Miraba hacia el frente, hacia la nada, era como si hubiera visto un fantasma.