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Hay hombres tan divinos, tan excepcionales que, de manera

natural, gracias a sus dones extraordinarios, trascienden todo

juicio moral o control constitucional. No hay ley que pueda

aplicarse a hombres de ese calibre porque ellos son, en sí

mismos, la ley.

ARISTÓTELES

Cuando regresé a la sala, Ben seguía tirado en el sofá viendo la tele; escuché que su mamá estaba en la cocina lavando trastes. Me acerqué y me senté junto a él.

—¿Todo bien? —gruñó sin separar los ojos de la televisión.

—En realidad, no —le dije.

Encogió los hombros y continuó mirando la pantalla de la televisión. Me senté un rato en silencio y traté de ignorar los fragmentos de televisión en la línea que estaba en mi cabeza y que, estoy seguro, me habrían podido decir lo que Ben estaba viendo si de verdad me hubiera importado enterarme. Pero no quería.

—Te diré algo —le susurré a Ben con tacto—, si me dices qué fue lo que hiciste para enfadar tanto a los Cuervos, no le contaré a nadie acerca del iPhone.

—¿Qué? —dijo con brusquedad y de inmediato apartó la mirada de la pantalla.

—Ya me oíste.

—No sé de qué estás hablando.

—No, sí sabes —agregué—, lo único que quiero es que me digas por qué vinieron los Cuervos a hacerte pomada —me le quedé viendo—. Tú me dices eso y yo no le digo a nadie que me arrojaste el iPhone.

Justo en ese momento, su mamá gritó desde la cocina:

—¿Todo bien por allá, Ben?

—Sí, má —respondió—, solo estoy platicando con Tom. Todo okey.

Volteó había mí y susurró:

—¿Cómo sabes lo del iPhone?

«Porque tengo fragmentos de él incrustados en el cerebro —quise decirle—, por eso. Y porque de alguna manera, de alguna irreal, impensable e increíble manera, esos fragmentos están interactuando con mi mente y me están dando acceso a todo lo que tiene acceso un iPhone y muchos más, y eso, en conjunto, es bastante información. Porque entre toda esa información hay una serie de códigos y claves, una serie de datos de seguridad, que, en su crudo estado, no significa nada para mí, pero que de alguna manera, reitero, se ha filtrado y/o traducido en algo que sí tiene lógica, y por lo tanto, sé que el iPhone jamás se vendió, jamás se registró y casi nadie lo usó. Porque también la Bodega Carphone de la Avenida principal, en la que se incluyen detalles del robo de un iPhone el dos de marzo. Y porque en la declaración se describe al ladrón y eres tú, Ben. Así fue como me enteré de que tú robaste el iPhone, ¿te quedó claro?».

Pero por supuesto, no dije nada de eso. En su lugar, dije:

—No importa cómo lo sé, lo sé y punto. Y si quieres que también se entere tu mami, y la policía y…

—¿Mi mami? —preguntó con desdeño—, a ella le puedes decir lo que te dé la gana, me importa un bledo.

—¿Ah sí? —le pregunté—, ¿y entonces por qué estás susurrando?

Me fulminó con la mirada, me miró con todo el odio y desdén que pudo, pero yo creo que solo era puro teatro. Finalmente todos los chicos pandilleros de por aquí le tienen miedo a sus mamás. Claro que nunca lo aceptarían. Sin embargo, sin importar qué edad tengan, cuán viciosos sean, ni cuán maleados o emocionalmente muertos estén: en el fondo todos son solo hijitos de mami. Y Ben no era la excepción.

—Entonces —proseguí—, ¿me vas a decir qué sucedió o quieres que vaya a cotorrear un rato con tu mamá?

Negó con la cabeza.

—No te voy a dar nombres…

—No te pedí nombres, solo quiero saber qué pasó.

—Está bien —masculló entre dientes—, pero solo no hables en voz alta, ¿okey?

Lo miré con más intensidad.

—Sigo esperando.

—Mira —susurró—, no tuvo nada que ver con el iPhone, ¿si? Bueno, no realmente, o sea, yo estaba con algunos de los FGH cuando lo robé, pero…

—¿Los FGH?, ¿y qué estabas haciendo con esos tipos?

—Nada, solo me juntaba con ellos, ya sabes.

—Pensé que te juntabas con los Cuervos.

—Bueno, sí, pero las cosas comenzaron a ponerse un poquito densas con ellos, y ya sabes.

—¿A qué te refieres? —titubeó, y yo insistí—: ¿A qué te refieres, Ben?

Respiró hondo.

—Querían que le diera una lección a un tipo, ya sabes, que lo apuñalara. No sé por qué. No era de los FGH ni nada por el estilo, solo era un tipo. Creo que traía broncas con uno de los Cuervos, un cuate que se llama… —volvió a titubear—, bueno, no, no recuerdo quién era. Pero bien, el caso es que me dieron un cuchillo y me dijeron que fuera a poner al tipo en su lugar. No que lo matara o algo así, solo una calentadita, ya sabes.

—¿Y te negaste?

—Sí, claro, bueno, es que… por dios Santo, yo no quería ir a apuñalar a nadie. —Me miró, y de golpe ya no era el frío y maldito chico callejero que fingía ser, era solamente el niño de siempre. Resolló y luego se sonó la nariz—. Les dije que no lo iba a hacer —agregó.

—¿Por eso vinieron por ti? —le pregunté—. ¿Por qué les dijiste que no lo harías?

Asintió, estaba llorando.

—¿Entonces vinieron después de clases, abriste la puerta y…?

—Ajá —murmuró y se enjuagó las lágrimas—, no sabía, o sea, no tuve tiempo para pensar. Uno de ellos me golpeó en la cabeza en cuanto abrí, y luego, de pronto ya me estaban madreando entre todos, dándome una tremenda paliza; y eran un montón. No pude hacer nada, solo me quedé tirado en el piso mientras me pateaban la cabeza. Ni siquiera recuerdo todo lo que pasó; yo creo que me desmayé. Ni siquiera supe lo que habían hecho a Lucy hasta después. —Negó con la cabeza—. No sabía, Tom, no podría haber hecho nada para impedirlo.

—Sí —le dije—, ya sé que no fue tu culpa.

Entonces resopló con displicencia.

—Ben, tú no lo hiciste —le aseguré—. Fueron ellos. Ellos son los únicos culpables.

—Sí, pero de no haber sido porque yo…

—Tienes que dejar de pensar de esa manera.

—No puedo.

—Bueno, ¿y qué hay del iPhone? —le pregunté.

Sorbió con la nariz, tragándose mocos y lágrimas por igual.

—No sé, creo que uno de ellos me lo sacó del bolsillo después de golpearme. No recuerdo —se encogió de hombros—; supongo que solo lo aventaron por la ventana para divertirse, ya sabes cómo son. —Por primera vez, me miró la herida en mi cabeza—. No sé quién lo arrojó, Tom.

—¿Me lo dirías si supieras?

—Lo más seguro es que no. Porque ya sabes cómo son las cosas.

—Ajá.

—No serviría de nada.

—¿Qué?

—Tratar de averiguar quién lo hizo. No cambiaría nada.

—Sí, ya he escuchado mucho eso, Ben.

—Bueno, así es, no cambiaría nada.

Lo miré; mis emociones se debatían entre la lástima y algo muy cercano al odio. A pesar de lo estúpido que fue, para empezar, involucrarse con los Cuervos y los FGH, en realidad no era su culpa que le hubieran dado una golpiza y que a su hermana la hubieran violado. Además, entendía perfectamente por qué no quería dar nombres y por qué ni siquiera había pensado en castigar a los atacantes. Sin embargo, creo que estaba equivocado sobre el hecho de que no cambiaría nada. Tal vez, en términos de retroceder y deshacer lo que les había sucedido a él y a Lucy, efectivamente no cambiaría nada, pero atrapar y castigar a los culpables sí podría evitar que alguien más se salvara de pasar por lo mismo.

«Pero entonces —me pregunté— si te parece tan despreciable que Ben se niegue a dar nombres, ¿por qué no sientes lo mismo respecto a Lucy?».

No tenía respuesta.

—¿Te han seguido molestando los Cuervos? —le pregunté a Ben y él negó.

—No, en realidad no, solo me hacen advertencias, ¿sabes? Me dicen que mantenga mi boca cerrada si no quiero que me hagan algo peor; ese tipo de amenazas.

—¿Y los FGH?

—¿Qué?

—Sí, vaya, ¿te sigues juntando con ellos?

—No. —Me miró—. ¿No estarás pensando en hacer algo, verdad?

—No —le contesté—. No voy a hacer nada.

Cuando salí del apartamento de Lucy estaba muy enojado de verdad, pero no estaba seguro por qué. No sabía si era por la debilidad de Ben, por la brutalidad de los Cuervos, por la estupidez ésa de que no se puede hacer nada respecto a nada, o tal vez solo era una mezcla de todo lo anterior. Como ya dije, no sabía bien qué era, pero cuando salí de ahí toda la ira acumulada hervía en mi interior. Sentía que la cabeza me palpitaba; la piel resplandecía y el cerebro me cosquilleaba. Y luego, en el interior de mi cabeza… comencé a escuchar voces.

Voces que hablaban por celular.

Hubo un instante, antes de que pudiera escuchar las voces con claridad, en que solo parecían formar parte de una inmensa nube de otras voces, de millones y millones de personas que conversaban al mismo tiempo. Y luego, de alguna manera, dos de esas voces se separaron de la enorme nube en forma de remolino, como si fueran dos pájaros que se separan de una parvada de millones de aves. Y entonces no solo pude discernir las dos voces con toda claridad, también supe de donde provenían y de quienes eran.

Sí, ajá, el chico Harvey —dijo la primera voz—. Creo que la conoce. Subió hace como una hora.

Era Jayden Carroll, el chico con el qué me había encontrado en el ascensor. Estaba llamando desde el piso de abajo.

¿Y entonces? —contestó la segunda voz—. Ella no irá a decirle nada, ¿verdad?

Ese era Eugene O’Neil. Estaba en un departamento del tercer piso del edifico Disraeli.

Solo quería que estuvieras informado, eso es todo —dijo Jayden—, pensé que querrías

Ajá, sí, sí, está bien. ¿Sigue ahí con ella?

Ni idea.

Bueno, pues sube e investiga. Si ya se fue, habla con el hermano. ¿Cómo se llama?

Ben.

Ajá, sí. Pregúntale a él qué quería Harvey y recuérdale que tiene que mantener la boca cerrada.

¿Quién? ¿Harvey?

¡No, carajo, el hermano! Solo repítele lo que ya le dijimos, ¿okey?

Ajá.

Entonces ve.

Correcto.

Y la llamada terminó.

Mientras esperaba a que Jayden Carroll subiera, sentí que las palpitaciones, el resplandor y el cosquilleo en mi cabeza comenzaban a extenderse. Al rostro, al cuello, los brazos y el pecho. Todo mi cuerpo comenzaba a sentirse muy loco, como que fulguraba y emitía un zumbido, además de calor.

Me puse la capucha de la chamarra sin siquiera pensarlo.

El ascensor ya venía subiendo. No estaría seguro de lo que haría, sino hasta que llegara. Lo único que me quedaba claro era que iba a actuar.

Conforme se fueron iluminando los números encima del ascensor, 20, 21, 22, mire mi reflejo en la puerta. El acero estaba rayado, grafiteado y sucio, por lo que el reflejo estaba algo empañado. Sin embargo, tenía la suficiente claridad para permitir ver que la figura encapuchada a la que estaba mirando no se parecía en nada a mí. No se parecía a nada. El rostro, mi rostro, pulsaba, flotaba e irradiaba colores, formas, palabras, símbolos. Mi piel estaba viva. Mi rostro era un millón de imagines distintas a la vez. Seguía siendo yo, seguían siendo mi rostro, mis rasgos y mi piel, pero en medio del resplandor, solo se había tornado irreconocible.

Antes de poder acercarme a ver mi reflejo de cerca, sonó la campana del ascensor y las puertas se abrieron, Jayden salió. Cuando me vio ahí parado como un ser encapuchado con un rostro de pesadilla, se paralizó. Se quedó conmocionado, aterrado a morir. Extendí los brazos para ponerlo de vuelta en el interior del ascensor. Solo quería darle un empujón, pero cuando mi mano tocó su pecho, mis dedos brillaron y sentí que algo sacudía el brazo. De pronto Jayden iba volando de espaldas como si lo hubiera golpeado con un mazo. En cuanto rebotó con la pared del ascensor y se desplomo al suelo haciendo un raro resoplido, me metí y cerré las puertas.

Cuando oprimí el botón de la planta baja, percibí un ligero olor a electricidad, un aroma caliente y crepitante. Entonces me di cuenta de que la piel de mis manos también resplandecía como mi rostro y mis yemas de los dedos brillaban con una luz roja.

El ascensor comenzó a bajar.

Miré a Jayden en el suelo. Estaba muy pálido. Su rostro lucía blanco y rígido; las manos le temblaban.

—¿Estás bien? —le pregunté.

—¿Eh?

—¿Estás bien? —repetí.

Se me quedó viendo por un momento y luego se limpió la boca y escupió al piso.

—¿Qué diablos eres?

Supuse que con eso quería decir que no estaba lastimado.

—Soy tu peor pesadilla —le dije acercándome.

—¿Mi qué?

Me puse de pie junto a él.

—Si te llegas a acerca a Lucy o a Ben Walker de nuevo haré que desees nunca haber nacido.

Intento sonreírme para hacer saber que no tenía miedo, pero los labios le temblaban demasiado. Volvió a escupir.

—No sé quien carajos eres —dijo— ni qué diablos crees que estás haciendo.

No me sentía de humor para su plática de tipo rudo, así que solo me agaché y le toqué la frente con mi dedo. Sentí otra vez la sacudida en mi brazo, solo que en esta ocasión fue un poco más intensa. Jayden aulló en el momento en que su cabeza se estampó contra la pared.

—¡Maldita sea, hombre! —gritó— ¿Qué demo…

—¿Quieres que lo vuelva a hacer? —le pregunté al mismo tiempo que me inclinaba y acercaba mi mano a su frente.

—¡No! —gritó alejándose de mí—. No, no…

El ascensor ya estaba llegando a la planta baja.

Me volví a inclinar y le susurré a Jayden al oído:

—Esto no es nada, ¿ajá? No es nada comparado con lo que te podría hacer. No es nada, ¿entendiste?

Jayden asintió.

—Ajá, ajá… ya entendí.

—Te vas a alejar de Lucy y de Ben, ¿de acuerdo?

—Ajá.

—Qué bien. Porque si no lo haces, la próxima vez que te vea no vas a poder levantarte del suelo. ¿Comprendes?

—Ajá, sí.

La campana del elevador sonó cuando llegamos a la planta baja. Las puertas se abrieron y miré a Jayden por última vez. Luego salí. No había nadie, así que crucé hasta las escaleras y comencé a subir.

No quería pensar en lo que acababa de hacer. ¿Había sido lo correcto?, ¿no?, ¿cómo diablos lo había hecho? No, no podía permitirme pensar en todo eso. No por el momento. Tenía que concentrarme en subir las escaleras, hacer que mi piel volviera a la normalidad y volver a casa.

No sabía, de manera consciente, cómo hacer que mi piel se normalizara, pero cuando llegué al tercer piso, sentí que ya se había comenzado a enfriar, y a pesar de que no había espejos para revisar mi rostro, pude ver que mis manos habían vuelto a ser mis manos.

Pensé en salir del área de las escaleras y toma el elevador, pero no sabía si Jayden todavía andaba por ahí, y no quería volver a verlo, por lo que seguí subiendo a pie.

Cuando llegue al piso veinte, vi a tres tipos apoyaos en la pared fumando crack en pipas. Tenían como diecinueve o veinte años, y estaban drogadísimos.

Tuve que saltar entre ellos para poder pasar.

—Disculpen, necesito pasar.

—Ooooye, carajo —me dijo uno de ellos, arrastrando las palabras y estirando la mano toda mugrosa—, dame tu…

Le eché un vistazo a su mano, y mi cabeza como que encendió la electricidad. Le di un toque ligero, solo para sorprenderlo, nada más para que sintiera un pinchazo leve. Quitó la mano con toda rapidez y maldijo, y su otra mano soltó la pipa al mismo tiempo. Comenzó a tentar por el suelo buscando la pipa y, al mismo tiempo, agitaba en el aire los dedos en los que le había dado la descarga eléctrica. Entonces aproveché para pasar encima de ellos y subí por las últimas escaleras para llegar al piso veintitrés.

No importa cuán bizarra y aterradora fuera la onda que estaba sucediendo con el iPhone y mi cerebro (¡y vaya que era endemoniadamente bizarra y aterradora!), sin duda alguna, tenía sus ventajas. Solo tenía la esperanza de que, con el tiempo, después de mucho pensar y razonar el asunto, me fuera resultando cada vez menos extraño.

Muy poco probable.