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Amar no es mirarse el uno al otro: es

mirar juntos en la misma dirección

ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY.

Terre des Hommes (1939)

Preguntas. Eso fue casi lo único que hubo durante los dos días siguientes: preguntas de la policía, de los doctores, de Abue. ¿Qué sucedió?, ¿cómo paso?, ¿quién?, ¿por qué?, ¿en dónde?, ¿cuándo?

¿Qué podía decir?

No lo sé…

No lo recuerdo…

No estoy seguro…

No tenían fin. Pregunta tras pregunta, hora tras hora, día tras día. No fue sino hasta la noche del jueves que por fin pude tener un tiempo para mí. Sabía que no sería mucho porque Abue solamente había salido a la tienda y la policía vendría más tarde a hablar conmigo. Por eso no desaproveché ni un minuto. Solo tomé mi chamarra, salí del departamento y me dirigí a la azotea.

Y ahora, ahí estaba de nuevo, sentado solo en la orilla del mundo, viendo el atardecer. Era otra noche suave, el aire se sentía fresco y quieto. En el cielo había capas de atardecer rojizo que brillaban con la promesa de los largos días de verano por venir. Sin embargo, sentado ahí en la azotea y mirando al horizonte, no podía ni siquiera imaginar que alguna vez llegarían otros días. Mañana, el próximo miércoles, el próximo mes, el próximo año… no quedaba nada para mí, nada. No había nada más allá del horizonte.

No para mí.

Mi mente estaba hecha pedazos.

Cerré los ojos y miré en mi interior.

Podía ver un pasado, los últimos días, ayer. Podía ver a Abue sentada junto a mí en el sofá de la sala, podía ver su cabello gris rasurado alrededor de la sutura en su cabeza, y podía escucharme cantándole la mayor parte de lo que Ellman había dicho de mi madre: su hija. Podía ver las lágrimas en sus ojos cuando le pregunté si era verdad.

—Georgie no era una mala chica —me dijo con una triste sonrisa en el rostro— pero siempre fue un poquito salvaje y rebelde. A mí no me molestaba, claro, pero cuando tenía unos diecisiete años comenzó a llevar las cosas demasiado lejos, Ya sabes, se empezó a juntar con la gente incorrecta, a meterse en drogas… —Abue sacudió su cabeza cuando lo recordó—. Perdió el camino, Tommy, y ya sabes lo que pasa cuando uno pierde el camino en estos rumbos.

—¿Y conoció a Ellman?

Abue asintió.

—Él era el hombre, ¿sabes? Todos querían conocer a Howard Ellman porque él tenía las drogas, el dinero, los coches, las chicas —Abue suspiró—. Georgie pensaba que él era emocionante. Traté de explicarle cómo era ese hombre en realidad, pero no quiso escucharme.

—¿Entonces ella sí…? —le pregunté vacilante—. Es decir, ¿ellos…?

—¿Qué si dormían juntos? —asintió de nuevo—. Georgie estaba fuera de sí la mayor parte del tiempo, ya no sabía lo que hacía.

—Ellman la llamó puta —le dije con calma.

Abue me miró con sus ojos llenos de lágrimas.

—Tu mamá cometió muchos errores, Tommy. Como ya te expliqué, había perdido su camino. Pero al final ella volvió a encontrarse. Cuando se enteró que estaba embarazada, puso orden en su vida. Dejó las drogas, se alejó de Ellman y, ¿sabes?, se necesita mucho valor para hacer eso. —Abue hizo una pausa y puso su mano sobre mi brazo—. Ella era tu madre Tommy, si todavía estuviera viva, te amaría tanto como yo lo hago, y tú también la amarías a ella.

Nos podía ver abrazándonos, llorando inconteniblemente; podía escucharla diciendo que lo sentía, escucharla decirme, una y otra vez, que sentía no haberme dicho antes la verdad acerca de mamá. Podía escucharla tratando de explicar que no me había ocultado la verdad porque estuviera avergonzada de mamá o algo así, sino solo porque no creía que conocer los detalles sórdidos de su vida me haría algún bien.

Pude entender su punto de vista.

Porque, de la misma manera, yo no creía que Abue le haría algún bien enterarse de todas las porquerías que Ellman había dicho acerca de mamá. Abue no necesitaba saber que tal vez Ellman la mató, o que podría, que él podría… ser mi padre.

Ella no necesitaba todo ese dolor.

Por eso me lo guardé.

Lo guardé en mi interior.

También podía ver el presente. Podía ver dos cuerpos muertos en la morgue. El de Gunner, con la mitad del pecho destrozado, y el de Eugene O’Neil. La explosión del teléfono de O’Neil había cortado su arteria femoral, por lo que murió desangrado en el piso de la bodega.

Podía ver a Hashim y a Marek en sus camas del hospital. Ambos heridos de gravedad y marcados de por vida. Pero tal vez, por lo menos, con la posibilidad de vivir.

Las heridas de Tweet eran tan severas que si sobrevivía, sería un milagro.

¿Y Howard Ellman?

No lo podía ver.

Después de que le practicaron una cirugía de emergencia en el pecho, corazón y los pulmones, lo llevaron al área de cuidado intensivo de un hospital privado del Oeste de Londres. A pesar de que su estado era crítico y de que afuera de su puerta de hospital había oficiales de guardia, esa noche logró escapar y desaparecer sin dejar huella. La policía no sabía cómo lo había logrado ni en dónde se encontraba; yo tampoco. Sin embargo, la opinión médica que prevalecía era que sin los cuidados médicos profesionales, o incluso contando con ellos, estaría muerto dentro de las veinticuatro horas subsecuentes.

Abrí los ojos y recordé la absoluta insensibilidad que me invadió cuando vi el pecho de Ellman explotar, y me pregunte si seguiría sintiendo (o no sintiendo) lo mismo. Por Ellman, O’Neil y los otros, muertos o vivos.

¿Me importaban?

¿Sentía algún remordimiento, culpa o vergüenza?

La respuesta, aunque no me gustara, era no.

Y no me gustaba.

Cerré los ojos otra vez para tratar de sentir la presencia porque sabía que siempre estaría ahí. Siempre podía ver a Lucy en mi mente. Sus ojos de atardecer, sus labios, su sonrisa, sus lágrimas que ahogaban. Pero mi mente no era la realidad, mi mente no era la verdad, y la verdad era que no sabía cómo podría volver a estar con Lucy otra vez. ¿Por qué querría ella estar conmigo? Si por mi culpa estuvo a punto de ser violada y asesinada. La había colocado exactamente en el mismo infierno por el que ya había pasado. Le fallé y no pude protegerla. Le mentí, la engañé, la traicioné, ¿y todo para qué?, ¿por venganza?, ¿para sentirme mejor?, ¿para sentirme como un héroe?

Mierda.

No era ningún héroe.

Jamás lo fui.

No fui nada.

No le hice bien a nadie.

Era un fenómeno.

Un mutante.

Un asesino.

Me estaba volviendo loco.

Y lo peor de todo era que mi corazón se había vuelto de hielo.

Me había perdido.

No importaba lo que hiciera, jamás podría volver a ser Tom Harvey otra vez. Aunque le confesara la verdad a todos, a Abue, a la policía, al doctor Kirby. Jamás podría deshacerme de iBoy. Ahora estaría conmigo para siempre porque él era yo y yo era él. Tarde o temprano, de manera inevitable, todo el mundo se enteraría acerca de nosotros, y cuando eso sucediera, nuestra vida en verdad se convertiría en un show de fenómenos.

No estaba seguro de poder vivir así.

Y a pesar de todo lo que mi mente racional me decía, no podía dejar de pensar en la improbable posibilidad de que Ellman no me hubiera mentido, de que en realidad era mi padre. Cada vez que pensaba en eso, recordaba lo que le había dicho en la bodega: «Si fueras mi padre, me suicidaría».

Volví a abrir los ojos y miré hacia abajo desde la orilla de la azotea. Estaba treinta pisos arriba, era un largo camino hasta abajo, y cuando miré en la oscuridad, comencé a imaginarme allá abajo, el día en que todo sucedió, todas esa semanas atrás. Regresando a casa de la escuela, sintiéndome como casi siempre me sentía, más o menos bien, pero no genial; solo, pero no solitario. Pensando en Lucy y preguntándome de qué querría hablarme, y luego escuchando el grito desde arriba, volteando para ver cómo el iPhone atravesaba el cielo azul hacía mí.

Y ahora, al mirar desde la azotea y recordar el pasado, sucedió algo muy extraño. De repente cambió mi perspectiva y, en lugar de verme como yo mirando el iPhone, me pude ver como el iPhone mismo, atravesando el cielo hacía el otro yo, el yo que estaba abajo. Solo que ahora el cielo ya no era azul sino negro. Era de madrugada y no había sucedido hace varías semanas: eso sucedería ahora.

En ese preciso momento.

Y caía, caía, caía, caía, por la silente oscuridad, aventado hacia el olvido.

Y en el piso, abajo, podía alcanzar a divisar algo.

Era una luz.

Justo afuera de la entrada del edificio, treinta pisos abajo, alguien iba en bicicleta por la plaza. Cuando me asome a la orilla de la azotea, pude ver que la luz del enfrente de la bicicleta se movía por el piso, justo debajo de mí. Y entonces, de repente, me vi caer de nuevo, solo que ahora ya no era el iPhone, era yo mismo, Tom Harvey, era iBoy, era ambos. Y caíamos desde la azotea como una piedra, cayendo, cayendo, cayendo, directo a la luz del ciclista desconocido. Sabía que caeríamos justo sobre él o sobre ella. La cabeza caería primero, y entonces nuestro iCráneo abriría su cráneo y los fragmentos de iCráneo y de otras secciones nuestras, lacerarían su cerebro.

Cuando me asomé todavía más, casi lo suficiente para caer, me escuché reír. Creí que era yo quien reía porque era la única persona que estaba ahí y porque sonaba ligeramente como yo. Además, podía sentir que mi garganta se movía y mis cuerdas vocales vibraban.

Sí, definitivamente era yo.

Me estaba riendo.

No sabía por qué.

Por alguna razón, la risa me hizo sentir sumamente triste, entonces dejé de reír y comencé a llorar, a sollozar sin control. Las lágrimas salían de mí como un río, como las lágrimas de un niño asustado.

No quería morir.

Pero tampoco quería vivir.

Sencillamente no sabía.

—¿Tom?

La voz venía de atrás de mí.

Esperé un momento, traté de recobrar mi equilibrio, me enjugué las lágrimas, y luego giré lentamente y miré hacia arriba. Ahí estaba ella, mirándome con un gesto de preocupación.

—Hola, Luce —dije.

—¿Estás bien? —me pregunto con sutileza—. No luces muy bien.

Resollé, volví a limpiarme las lágrimas y le sonreí.

—Estoy bien, es solo que estaba, pues ya sabes, pensando.

—Sí, lo sé —dijo y se sentó junto a mí—. Ha sido demasiado, ¿verdad?

—Sí, podría decirse.

—Bien, acabo de decirlo.

La miré.

Me sonrió.

—Tienes mocos en toda la cara, ven aquí —sacó un pañuelo de su bolsillo, lo lamió y comenzó a limpiar el moco y las lágrimas de mi rostro. Me estremecí un poco cuando limpio cerca de la cortada que tenía en la frente—. Lo siento —dijo, moviendo la cabeza—. Vaya, estás hecho un desastre.

—Tú tampoco te ves fabulosa —dije, mirando las cortadas y los moretones que tenía en la cara.

—Muchas gracias.

—Por nada.

—Listo —dijo mientras daba los últimos toques—, así está mejor.

—Gracias.

Asintió y se deshizo del pañuelo. Se quedó quieta unos segundos. Luego, sin mirarme, me dijo en tono totalmente apacible:

—No estarías pensando en saltar de la azotea, ¿verdad?

—¿Qué?

—Porque si acaso lo estabas haciendo… —me miró y de pronto pude ver enojo en sus ojos—, escúchame, Tom Harvey, ya sé que acabas de pasar por muchas cosas estos días, ambos lo hicimos. También sé que es muy probable que te sientas demasiado confundido por todo el asunto de iBoy, por todo lo que traes en la cabeza y todo lo que has tenido que enfrentar —hizo una pausa y acercó su cara hasta la mía y me dijo, en un tono lento y deliberado—:

—Si alguna vez te cacho pensando siquiera en suicidarte… bueno, pues puedes creerme: me voy a asegurar de que sea la última cosa que hagas jamás.

Nos quedamos mirando por un rato y cuando la intensidad de la mirada de Lucy taladró la mía con un dolor casi físico, la verdad es que ni siquiera podía estar seguro si había querido saltar o no. No sabía si habría podido hacerlo.

No podía saberlo.

Lo único que quedaba claro y lo único que me importaba era que no lo había hecho y que Lucy estaba ahí, sentada junto a mí.

La miré sonriendo.

—¿Sera la última cosa que haga jamás?

Sacudió la cabeza.

—No es broma, Tom, estoy hablando en serio.

—Lo sé, pero estás como diciendo que si alguna vez pensando en suicidarme, me vas a matar, y eso anula el objetivo de mi suicidio, ¿no crees?

Lucy no podía dejar de sonreír.

—Ajá, correcto Señor Súper Cerebro, me confundí un poquito.

—¿Un poquito?

Me miró sonriendo todavía, pero detrás de su sonrisa se ocultaba una preocupación genuina. Eso fue muy importante para mí, de hecho, fue lo más importante.

—Lo siento, Luce —le dije en voz baja mirándola.

—Está bien, siempre me confundo.

—No, estoy hablando de todo —comencé a llorar—, de verdad lo siento tanto

—Shhh —dijo con delicadeza y puso la punta de su dedo en mis labios—. No tienes por qué preocuparte, no tienes que hacer nada, solo tienes que estar conmigo, ¿okey? —retiró su dedo, se inclinó y me besó—. ¿De acuerdo? —Susurró—: Solo quédate conmigo.

Asentí en medio del llanto.

Lucy sonrió.

—Vamos a ponernos cómodos.

Se recostó lentamente sobre el techo y miró directo al cielo. Yo no me moví, solo me quedé ahí sentado mirando cómo moría el horizonte, preguntándome si tal vez, después de todo, habría algo allá afuera para mí; sí tendría un futuro más allá del horizonte…

Y luego Lucy me dio unas pataditas en el trasero, y dijo:

—Oye, Súper Cerebro, me siento sola aquí.

Me coloqué junto a ella y me tomó de la mano. Nos quedamos acostados ahí, en medio de un silencio de ensueño y mirando las estrellas.