Aquí están la comedia y la tragedia… Aquí esta el
melodrama… Aquí, las emociones desnudas. Aquí también
hay una democracia privada y que va más allá de toda
típica discriminación social y racial. La pandilla, en pocas
palabras, es la vida…
FREDEERIC THRASHER, The Gang (1927)
Salimos del departamento a las 03:15:52. Caminamos por el corredor hasta el elevador. No había nadie alrededor, el edificio se sentía helado y vacío. En el aire prevalecía el silencio de la mañana temprana, el cual se sumaba a la sensación de vacuidad. El sonido de nuestros pasos hizo eco débilmente en la quietud. El ascensor estaba abierto, lo habían atorado con una barra de fierro. Cuando nos acercamos a él, me pregunté si ése sería mi último viaje.
Mi última vez en este corredor.
Mi último tiempo en el ascensor.
Mi último tiempo en el esplendor de concreto del viejo edificio Compton House.
Sonreí para mí y pensé: «Bueno, pudo haber sido mucho peor, ¿no? Pero claro, también pudo haber sido mucho mejor…»
Subimos al ascensor y, cuando las puertas se cerraban, miré a Lucy. En ese momento, el picnic que habíamos tenido unas horas antes parecía de un mundo completamente distinto, un mundo que había existido mil años atrás. Y a pesar de que, en su momento, pareció ser el principio de algo entre Lucy y yo, ahora parecía ser lo único que tendríamos: el principio, la mitad, el final. Pero a pesar de eso, sabía que, si ése iba a ser mi, nuestro, viaje final, ese breve tiempo que compartimos juntos en la azotea seria por siempre el mejor tiempo de mi vida.
«Si —pensé mientras le sonreía a Lucy—, pudo haber sido mucho peor».
—¿Por qué sonríes? —me preguntó Hashim con desprecio.
Lo miré.
—No, de nada, solo pensaba en lo afortunado que soy, eso es todo.
—¿Afortunado? —dijo al mismo tiempo que negaba con la cabeza—. Eres un maldito fenómeno.
Cuando el ascensor llego a la planta baja, le dije a Ellman:
—¿Qué hiciste con la mamá y el hermano de Lucy?
No me contestó, ni siquiera se molestó en mirarme. Solo esperó. Sus ojos lo estaban registrando todo mientras Tweet revisaba la planta baja y se aseguraba de que no hubiera nadie. Luego, después de que Tweet le diera la señal, Ellman le indicó a Hashim que se moviera. Hashim salió con Lucy del ascensor. O’Neil los siguió. Ellman me miró, me hizo una señal y yo seguí a O’Neil. Ellman iba atrás, muy cerca de mi.
Dos Range Rover negras con vidrios polarizados esperaban afuera del edificio, cerca de la entrada.
Ahora que estaba completamente seguro de que nos íbamos del edificio, envié un mensaje de texto que ya había escrito en mi cabeza y lo envié a la policía local y a los servicios médicos. El texto decía: ¡¡¡URGENTE!!! ¡AYUDA POR FAVOR! LA SEÑORITA CONNIE HARVEY DE 54 AÑOS FUE ATACADA Y RECIBIÓ UN FUERTE GOLPE EN LA CABEZA. NECESITA ATENCIÓN MÉDICA INMEDIATA. ATACANTES DESCONOCIDOS LA DEJARON ATADA EN SU CUARTO DEL DEPARTAMENTO 4 DEL PISO 23 DE COMPTON HOUSE, EN EL CONJUNTO CROW LANE, LONDRES SE15 6CG. LA SEÑORA MICHELLE WALKER Y SU HIJO BEN TAL VEZ TAMBIÉN NECESITAN AYUDA EN EL DEPARTAMENTO 6 DEL PISO 30. ESTO NO ES UNA BROMA, POR FAVOR APRESÚRENSE.
Las dos Range Rovers esperaban encendidas. Mientras. Tweet, Hashim y Lucy se dirigian a la del frente, Ellman me ordenó seguir a O’Neil a la otra. Por encima del hombro alcancé a ver que Hashim y Lucy entrabán con dificultad a la parte trasera de la primera camioneta. Tweet se subió al asiento del pasajero. Luego Ellman abrió la puerta trasera de nuestra camioneta y me ordenó que subiera.
Lo obedecí.
Él se sentó junto a mí.
O’Neil se sentó en el asiento del pasajero.
El tipo en el asiento del conductor tenía la capucha puesta, así que todo lo que pude ver de su cara en el espejo retrovisor fueron sus lentes oscuras y parte de su descuidada y enredada barba. Al revisar el registro de sus llamadas, supe que era Gunner.
—¿Todo bien? —le gruñó a Ellman.
Ellman lo ignoró y solo se fijó en que la camioneta de enfrente arrancara. Luego dijo:
—Vámonos.
Salimos de Compton de inmediato y nos dirigimos al sur por Crow Lane. Ambas camionetas iban a sesenta kilómetros por hora. No era tan rápido como para que las llegaran a detener, ni tan lento como para llamar la atención. Ellman encendió un cigarro y se recargó en el asiento. Se veía totalmente relajado y tranquilo. Miré por la ventana un rato, vi todo lo que iba pasando del conjunto, la zona de juegos, los edificios más altos, los bajitos, Fitzroy House, Gladstone, Heath. Había algo de gente por ahí, algunos chicos pandilleros cerca de los edificios, uno o dos coches que pasaron cerca. Pero resultaban tan inútiles en ese momento, que bien podrían haber estado en otro planeta. Ya no necesité que me repitieran que Hashim le dispararía a Lucy si yo intentaba hacer algo, solo dejé de pensar en eso.
—¿A dónde vamos? —le pregunté a Ellman cuando pasamos por Heath House y seguimos avanzando hacia el sur.
—Ya te enterarás cuando lleguemos ahí —me dijo.
Yo me lo quedé viendo.
—¿Cómo supiste que era yo?
—¿Eh?
—¿Cómo supiste que era iBoy?
Se encogió de hombros.
—¿Acaso importa?
—No, en realidad no —le sonreí—, pero si estuviéramos en una película James Bond, éste seria el momento perfecto para que el supervillano loco le demostrara a Bond lo inteligente que es, explicándole, de una forma totalmente innecesaria, cómo hizo todo.
Ellman sonrió.
—Ja, sí, justo antes de tratar de matar al maldito.
—Sí, y de que Bond escape.
Se me quedó viendo.
—Pero la vida real no es como en las películas.
—Eso es verdad.
Volvió a sonreír.
—O sea, ¿acaso crees que te voy a colgar con una soga sobre un estanque de malditos tiburones o algo así?
—Probablemente no.
Se rio.
—Y tú no eres precisamente el maldito James Bond, ¿verdad?
—Supongo que no, ¿y tú?
—¿Yo qué?
Le sonreí.
—¿Eres el supervillano loco?
—Maldita sea, claro que sí. Soy Hell-Man, soy el Diablo.
—Y yo soy iBoy.
Se me quedó viendo, muy entretenido en verdad.
—¿Entonces cómo te enteraste? —le volví a preguntar.
Se rio.
—Fue el niño, el hermano de la perra. ¿Cómo se llama?
—¿Ben?
—Ajá. Él les dijo a Troy y a Jermaine que cuando estabas tratando de arrojar a Yo por la ventana y su hermana te vio, él la escuchó susurrar algo. —Ellman sacudió la cabeza incrédulo—. El idiotita pensó que ella había dicho eBay, pero luego Yo se acordó de que un par de semanas atrás, uno de sus muchachos te había llamado iBoy, ya sabes, cuando te molestaban todo el tiempo por lo del iPhone. Y pues atamos cabos y aqui estamos —me miro—. ¿Satisfecho?
—Sí.
—¿Listo para que te cuelgue sobre los tiburones?
—Claro que sí.
Me sonrió por un momento; luego se volteó y miró un rato por la ventana. Iba revisando todo, asegurándose de que todo fluyera.
—¿Ves algo? —le preguntó a Gunner.
—No, todo cool —le contestó.
—Okey, da la vuelta a la derecha en el puente y dirigete de regreso al norte. Yo, llama a Marek y avísale.
O’Neil llamó a la otra camioneta y le pasó las instrucciones al conductor, que supuse que era Marek. Ellman se volvió a recargar en el respaldo y siguió fumando su cigarro.
Miré hacia afuera por un rato, estaba tratando de dilucidar adónde íbamos, pero me dio la impresión de que solo estábamos dando vueltas en círculos. Me conecté a la señal de GPS dentro de mi cabeza, me metí a Google Maps y dejé que mi iCerebro hiciera su trabajo.
—Bueno, así que —dijo Ellman en un tono muy casual y volteando a verme— eres el hijo de Georgie Harvey, ¿eh?
No dije nada, solo me le quedé viendo; me preguntaba como demonios sabía el nombre de mi mamá.
Ellman sonrió.
—Supongo que no recuerdas mucho de ella, ¿verdad? Cuando murió debes haber tenido, ¿qué?, ¿unos seis meses? —me miró, siguió fumando y esperó a que le dijera algo. Como no lo hice, volvió a fumar un poco más, lo arrojó por la ventana y continuó—. Georgie era muy especial, ¿sabes? ¿Ya te lo habían dicho antes? Era una chica candente y también tenía mucha determinación —volvió a sonreír—. Mierda, esa perra sí que luchaba.
Estaba demasiado confundido, me sentía muy desconcertado por lo que me decía. Me estaba costando tanto trabajo respirar que ni siquiera intenté hablar.
—¿Qué pasa? —dijo Ellman sonriéndome—. ¿A poco no sabías lo de tu mami y yo?
Escuché las risitas de O’Neil, pero no le quité de encima los ojos a Ellamn. No podía dejar de verlo.
—¿Conociste a mi mamá? —murmuré.
—Oh sí —dijo con una mirada lasciva—, vaya que la conocí. De hecho, fui el primer hombre al que Georgie conoció. Claro que después de mí vinieron muchos más.
—Mientes —le dije.
Ellman me miró.
—¿Tú crees?
Asentí.
—Tú no conociste a mi mamá.
Se volvió a reír.
—Te estoy diciendo la verdad, eso es todo.
—¿La verdad? —le pregunté mirándolo con desprecio—. ¿Tú que sabes sobre la verdad?
Dejó de reírse de repente y se me quedó viendo con sus gélidos ojos.
—Te voy a decir lo que sé —dijo con frialdad—. Tu madre era una maldita putita que habría hecho cualquier cosa por una línea de coca, eso es lo que sé. Y también sé lo mucho que me costó romperme a esa perra y mandarla a la calle, a donde pertenecía. ¿Y luego qué hizo? ¿Después de todo lo que había hecho por ella? Se embaraza y dice que se quiere salir, que ya no quiere jugar, que quiere limpiarse, maldita sea.
Ellman hizo una pausa y alejó su mirada de mi. Yo solo pude quedarme ahí sentado. Estaba aletargado, me sentía incapaz de digerir lo que me decía o de lo que creía que me estaba diciendo. Era demasiado doloroso.
—Sí, bueno —continuó Ellman retomando su tono casual—, recibió su merecido.
—¿Qué?
—Ella sabía lo que le pasaría si me dejaba. Porque, vaya, a mí nadie me deja. Nadie. Y ella lo sabía, lo sabía. Ella sabía lo que yo tenía que hacer.
—¿Qué? —le pregunté casi imperceptiblemente—, ¿qué tenías que hacer?
Ellman puso cara de sorpresa, como si la respuesta fuera obvia.
—Tenía que matarla.
—¿Matarla?
Se encogió de hombros.
—¿Qué más podía hacer?
Negué con la cabeza lleno de incredulidad.
—Mi mamá murió en un accidente.
—No fue un accidente.
Me le quedé viendo.
—¿En verdad me estás tratando de decir que tú fuiste el conductor que atropelló a mi mamá?
Me miró por un momento con un rostro fatalmente serio. Y luego, de repente, sonrió y comenzó a carcajearse.
—Ja, casi te la creíste, ¿verdad? —dijo—, casi te la crees.
—No entiendo.
—Yo no la maté —dijo, todavía riéndose—, solo quería joderte, eso es todo.
—¿Tu no mataste a mi mamá?
Sacudió la cabeza, sonriendo.
—Como dijiste, ¿tú qué sabes sobre la verdad?
O’Neil y Gunner se morían de la risa, resoplaban y se regodeaban de la maravillosa broma de Ellman; sus estúpidas y chillonas voces inundaban la camioneta. Yo solo miré por la ventana y traté de pensar. ¿Estaría Ellman mintiendo? ¿Realmente habría conocido a mi madre? ¿Habría algo de verdad en todo lo que me dijo?
Pero no podía pensar en eso.
Era demasiado difícil.
Bloqueé mis emociones durante un rato para poder concentrarme en alinear el cibermapa que estaba en mi cabeza con lo que veía por la ventana de la camioneta. No me tomó mucho tiempo darme cuenta de que estábamos en el lado oeste de los edificios y de que nos dirigíamos de vuelta al norte, hacia la zona industrial.
Miré a Ellman. Había dejado de reírse y ahora solo estaba sentado fumando su cigarro y mirándome con indiferencia.
—¿Por qué lo haces? —le pregunté.
—¿Hacer qué?
—Todo esto, joder a la gente, lastimarla, violar, matar, o sea, ¿por qué lo haces?
Se encogió de hombros.
—Ya te dije, son negocios.
Me le quedé viendo.
—¿Negocios?, ¿cómo puede ser negocio violar y matar gente?
Suspiró.
—No entiendes.
—No, no entiendo.
—Solo se trata del poder —dijo—, todo, todo en el maldito planeta tiene que ver con el poder. Si tienes poder, entonces sobrevives, si no, no. Es así de sencillo. El poder es la ley, es lo que rige a esta porquería de mundo. ¿Me entiendes? Y aquí abajo —dijo, señalando por la ventana, refiriéndose a las calles, los edificios a lo lejos, el mundo de Crow Town—, la única ley aquí abajo, la única forma de adquirir, establecer y mantener tu poder es a través de la violencia. —Me miró con mucha dureza—. Violar, asesinar, lo que sea… no es algo personal, no lo hago por diversión. Es decir, no estoy diciendo que no lo disfrute, porque en realidad sí lo hago, sin embargo, ésa no es mi motivación. Lo hago porque de esa manera les demuestro a los demás quién soy y lo que puedo hacer. De esa forma le muestro al mundo lo que soy.
—¿Y eso es todo? —le pregunté—. ¿Matas, violas y tratas a la gente con brutalidad solo para mostrarle al mundo lo que eres?, ¿ésa es tu razón?
Se encogió de hombros.
—Es una razón tan buena como cualquier otra.
Me le quedé viendo.
—Pero seguramente sabes que es incorrecto.
—¿Incorrecto? —se rio—, ¿y qué tiene que ver lo incorrecto con todo lo demás? —me miró—, ¿tú crees que es incorrecto que un perro mate a un gato?
—Eso es muy distinto.
—¿Por qué?
—Porque los perros son animales y no razonan.
—¿Qué?, ¿y tú crees que yo sí?, ¿crees que alguien razona? No jodas hombre, todos somos animales, ninguno de nosotros razona.
Estábamos ahí sentados mirándonos: el llorón y el demonio, iBoy y Hell-Man, ahí, juntos en el asiento trasero de una Range Rover negra. Eso me hizo pensar en qué pasaría si, de alguna manera muy retorcida, él tuviera la razón. Porque quizá nadie pensaba, tal vez sí éramos todos animales y tal vez…
Dejé de pensar en ello porque la camioneta aminoró la marcha. Miré por la ventana y vi que la otra Range Rover había dado la vuelta y comenzaba a ascender lentamente por una callejuela sin iluminación. La seguimos. La callejuela estaba dispareja y llena de baches y topes. La camioneta iba saltando en el ascenso y las luces gemelas de los faros iluminaban los fantasmales restos de la vieja zona industrial: contenedores oxidados, fábricas vacías, naves industriales vacías, bodegas abandonadas…
La camioneta de enfrente giró de nuevo a la derecha. En esta ocasión llegó a una plaza vacía que, probablemente, alguna vez fue un estacionamiento. Un estacionamiento para los empleados que tal vez alguna vez trabajaron en la dilapidada bodega que estaba en el extremo del baldío.
—Síguelos a la parte de atrás —le dijo Ellman a Gunner.
Seguimos a la otra camioneta. Ésta atravesó el baldío con un estruendo y se dirigió a la bodega por atrás. Ahí fue donde nos detuvimos.
Miré al otro vehículo para tratar de ver a Lucy, pero estaba demasiado oscuro.
—No te preocupes —dijo Ellman—, la vas a ver en un minuto.
Me le quedé viendo.
—¿Qué le vas a hacer a ella?
—Lo mismo que le hice a tu madre.
—¿Qué?
Sonrió fríamente.
—Debiste ver la cara que puso esa perra cuando la atropellé.
—Pero tú dijiste…
—Ah sí, lo sé. Te dije que había bromeado respecto a lude Georgie, pero no es así —me sonrió—. O tal vez sí pero, creo que ahora, nunca te vas a enterar, ¿verdad?
Se movió con mucha rapidez, me golpeó con la cabeza a una velocidad asombrosa y con mucha fuerza. Ni siquiera me dio tiempo de sentirme confundido, no me dio tiempo de nada. Lo único de lo que estuve un poco consciente fue del impacto, el momentáneo flash de un dolor insoportable.
Y luego, nada.