Hay pocas cosas que se puedan considerar sencillas en la Tierra de
Pandillas. Tus actividades cotidianas, tu papel en la comunidad,
tu futuro, la gente con la que trabajas, la gente con la que peleas,
todo es incierto y transitorio. Pero, paradójicamente, la mayor
parte de los integrantes de las pandillas tiene una percepción muy
bien definida de cómo está estructurado el mercado de las drogas.
La mejor manera de entender cómo funciona el mercado es imaginar
el proceso con el que se vende la fruta en un supermercado.
En este caso, los productores operan en Jamaica y Sudamérica.
Sus clientes son los más importantes miembros de las pandillas, es
decir, los Mayores y los Caritas, quienes son el equivalente a la
administración de la cadena de supermercados. Debajo de ellos están
los Jovencitos: los gerentes de cada sucursal. Y luego vienen los
cajeros y asistentes en tienda, o sea, los Vendedores.
JOHN HEALE, One Blood (2008)
Esa noche (o mejor dicho, esa mañana) dormí exactamente cuarenta minutos y dos segundos; habría sido mucho más agradable poder quedarme en cama al día siguiente sin hacer nada. Pero para cuando amaneció, estaba demasiado cansado para dormir. Además, sabía que si me quedaba ahí, continuaría pensando en todo el asunto y eso era algo que ya no podía seguir haciendo por el momento.
Necesitaba actuar.
Fui al baño, abrí la regadera y luego, de pie frente al espejo, encendí mi iPiel y observé cómo todo mi cuerpo comenzaba a brillar y a cambiar. Era una sensación fascinante. El contorno del cuerpo, es decir, la forma que lo definía, casi no se distinguía; se iba haciendo borrosa y se iba mezclando con el fondo. Me convertía en una especie de súper/cibercamaleón, y cuando me movía los movimientos dejaban rastros fugaces en el aire que hacían que todo se viera aún más desdibujado. Me quedé así como un minuto o dos, contemplándome, y luego, cuando ya no pude soportar lo bizarro que me veía, apagué todo y me metí a la regadera.
Veinte minutos más tarde, cuando daba vueltas por la sala de estar en busca de los zapatos, mi mochila y otras cosas, Abue entró arrastrando los pies. Todavía tenía el camisón y las pantuflas puestos. Por las bolsas que tenía debajo de los ojos y como no podía dejar de bostezar, supe que ella tampoco habla podido dormir bien.
—Buenos días, Tommy —masculló con un bostezo más—. ¿Que hora es?
—Como las ocho —le contesté—. ¿No has visto mi mochila?
—¿Cuál mochila? —se talló los ojos y me miró—. ¿Qué haces?
—La de la escuela —le dije—, no la encuentro por ningún lado.
—¿La escuela? —dijo, mientras ya comenzaba a despertar—. ¿De qué hablas? No vas a ir a la escuela.
—¿Por qué no?
—Ay, vamos, Tommy, por Dios santo, acabas de regresar del hospital. Estuviste diecisiete días en coma y, por si fuera poco, te realizaron una cirugía mayor. ¿Qué ya se te olvidó?
Le sonreí.
—¿Olvidar qué?
Negó con la cabeza.
—No es gracioso, necesitas descansar. La única razón por la que el doctor Kirby te dejó volver a casa fue porque le prometí asegurarme de que descansarías bastante. —Volvió a mirarme—. Tienes que llevártela tranquila por un tiempo, corazón.
—Ajá, sí, Abue, pero estoy bien. En serio.
—Yo sé que sí, y me voy a encargar de que así sigas.
—Pero solo voy a ir a recoger unos libros y cosas asi —agregué—. No pensaba quedarme todo el día.
—Bueno, aún así —dijo con una ligera vacilación—, no creo que debas salir todavía.
Su vacilación fue muy ligera, pero fue suficiente pan hacerme saber que iba por buen camino.
—Solo va a ser media hora —le dije—, te lo prometo. Diez minutos para llegar, diez para recoger los libros y diez para volver a casa.
Abue negó con la cabeza.
—No sé, Tommy; y de cualquier forma, ¿para qué necesitas los libros? Es decir, ¿por qué de repente estás tan interesado en aprender?
—Tal vez fue la cirugía —le dije sonriendo—. Tal vez me convirtió en un genio en ciernes.
Una tenue sonrisa se dibujó en su rostro.
—Se necesitaría algo más que una neurocirugía para convertirte a ti en genio.
Puse cara de tarado y ella se rio.
—¿Entonces puedo ir? Te prometo que no me tardo —le dije.
Volvió a sacudir un poco la cabeza y suspiró.
—Te aprovechas de mi buena fe, Tom Harvey. Lo sabes, ¿verdad?
—¿Quién, yo?
—Eres un demonio, eso es lo que eres.
—Gracias, Abue —dije. Volvió a suspirar.
—Tu mochila está en la cocina.
Cuando salí del ascensor en la planta baja, el cartero iba llegando por la entrada principal. Mantuve la puerta del ascensor abierta hasta que él entró.
—Gracias, amigo —me dijo al pasar, y luego me miró—, eres Harvey, ¿verdad?
—Ajá.
Hurgó en su bolsa y me pasó un par de cartas.
—Aquí tienes —miré los sobres y vi que eran para Abue: «Señora Connie Harvey».
—No son para mí —le dije, tratando de devolvérselas—, son para mi…
Pero las puertas se comenzaron a cerrar.
—Gracias, amigo —alcanzó a decir el cartero.
La escuela queda a diez minutos, pero era una mañana fría y lluviosa, y además, el viento soplaba en las calles. Decidí ir en autobús. Me dirigí a la parada que está enfrente del edificio y deseé no tener que esperar demasiado. Tuve suerte porque, justo cuando llegué a la parada, también llegó el autobús. Me subí, le mostré al conductor mi pase y me fui hasta el fondo arrastrando los pies.
El autobús arrancó.
Eran las 08:58:11, un poco tarde para ir a la escuela. Tal vez por eso el autobús iba casi vacío y el asiento de hasta atrás era todo mío.
Miré las dos cartas que me había dado el cartero.
Cuando eres como Abue y como yo, o sea, que no tienes mucho dinero y estás acostumbrado a que solo lleguen recibos y recordatorios de pagos pendientes, es muy fácil llegar a reconocerlos en poco tiempo. Nada más de ver los sobres de estas cartas, supe que eran advertencias legales.
Los abrí. El aspecto de la privacidad no era problema porque yo nunca abro las cartas personales de Abue; sin embargo, ella me permite abrir cualquier otra cosa que esté a su nombre. Como dice, finalmente, casi todo es basura de cualquier forma. El problema fue que estas cartas no eran basura. Y no eran nada más advertencias finales, eran las advertencias finales finales. Una de ellas venía del Ayuntamiento de la ciudad: era para informarle a Abue que debía tres meses de renta. La otra era un citatorio para presentarse en la Corte de Magistrados y explicar por qué no había pagado sus impuestos.
El autobús se sacudió y se detuvo. Estábamos atrapados en el tráfico y solamente habíamos avanzado como veinte metros desde la parada en que me subí. Había un embotellamiento a lo largo de todo Crown Lane. Sabía que habría sido mucho más rápido bajarme y caminar, pero afuera estaba frío y húmedo. En el autobús hacía calorcito y, además, no importaba si llegaba tarde a la escuela porque nadie me estaba esperando.
Me asomé por la ventana y miré el tiradero industrial que se extiende entre Crown Lane y la Avenida Principal. Era lo mismo de siempre: acnes de concreto resquebrajado, montículos de grava, cascarones achicharrados de coches robados y contenedores abandonados…
Un desierto opaco y gris bajo un cielo opaco y gris.
El autobús arrancó de nuevo. Yo cerré los ojos y pensé en los problemas económicos de Abue al estilo de mi iCerebro.
Abue no tenía una cuenta bancaria en línea, pero eso no era relevante. Lo único que mis neuronas digitalizadas tuvieron que hacer fue hackear su banco e ingresar a los detalles de su cuenta. De inmediato supe que estaba sobregirada con £6,432.77, su tarjeta de crédito había sido cancelada y tenía prohibido emitir cheques. Me pregunté cómo habría estado afrontando la situación los meses anteriores. ¿Tal vez con tarjetas de crédito? Hackeé sus cuentas de tarjetas y descubrí que efectivamente, estaban hasta el tope. Revisé los estados de cuenta y pude confirmar que Abue solo había estado usando las tarjetas para los gastos cotidianos como retiros en efectivo, alimentos y cosas por el estilo. Cuando volví a revisar su cuenta bancaria comprendí que no estaba sobregirada por haber gastado demasiado, sino porque sencillamente no había estado recibiendo suficiente dinero. Abue no estaba ganando lo suficiente para mantenemos.
Me sorprendí mucho. Es decir, Abue nunca había ganado montones de libras y en general nos esforzábamos bastante para que nos alcanzara lo poco que teníamos, pero, digamos que siempre habíamos logrado solucionar los problemas. Ahora, sin embargo, la situación se veía demasiado seria.
El autobús se zarandeó de repente. Abrí los ojos y me di cuenta de que acabábamos de detenemos en la parada de la escuela. Guardé toda la información de las finanzas de Abue, me hice una notita mental para solucionarlo más tarde, me apagué, tomé mi mochila y bajé del autobús.
Las instalaciones de la secundaria Crow Lane son un enorme lugar tristón que siempre parece estar a medio terminar. Siempre le están remodelando algo o tirándole alguna sección; siempre le tiran muros o le modifican algo, y hay tantos baños portátiles por todo el lugar, que en vez de sentir que llegas a la escuela, parece que llegas a una construcción en obra negra.
En lugar de ingresar por la entrada principal me dirigí a la calle lateral para entrar por uno de los accesos para los trabajadores. Éste me condujo a la parte trasera del edificio principal, hacía uno de los antiguos gimnasios que ya estaba en desuso, bueno, quiero decir que no lo usaban para deportes, al menos. Se suponía que lo iban a demoler varios años antes, pero por alguna razón nunca se concretó el plan. Desde que tengo memoria ha sido uno de esos sitios en los que los chicos malos van a pasar el rato, los chicos que nunca quieren que nadie se entere en dónde están ni qué están haciendo, chicos que no quieren ir a la escuela pero que tampoco pueden darse el lujo de que los atrapen en la calle.
Chicos como Davey Carr.
Davey era uno de esos alumnos que se iban de pinta de forma recurrente. Ya lo habían cachado tantas veces, que su mamá corría el riesgo de un proceso judicial y una sentencia para pasar tiempo en la cárcel. Obviamente ella no quería ir a la cárcel, y por eso, un par de meses atrás, le había dado a Davey su versión de lo que entendía como última advertencia. O sea, le puso una tremenda golpiza. Después de eso Davey comenzó a asistir a la escuela todas las mañanas. Iba a que le pasaran lista y luego pasaba el resto del día deambulando por lugares en los que no se suponía que debería estar. Como el viejo gimnasio.
Y por supuesto, Davey era la única razón por la que yo había ido a la escuela esa mañana. No tenía intención de pasar a recoger ningún libro. ¿Para qué? Sabía todo lo que se tiene que saber. Lo más probable es que estuviera capacitado para aprobar cualquier examen del mundo a una velocidad récord… y con los ojos cerrados. Podría ganar el Reto Universitario yo solito. Si quisiera, podría ganar cualquier programa de concurso de la tele, Cuenta regresiva, El rival más débil, ¿Quién quiere ser millonario?… podría ganarlos todos.
Pero lo único que quería hacer en ese momento era encontrar a Davey Carr.
No fue nada difícil, mis iSentidos habían estado rastreando su cel toda la mañana. Ahora la señal me decía que estaba en un saloncito que se encuentra en la parte de atrás del viejo gimnasio. Ahí fue donde lo encontré. Estaba sentado en una destartalada silla de madera, fumando un cigarrillo y choreándose a un par de chavitos Cuervos. Los niños ponían atención a cada una de las palabras de Davey porque, obviamente, tenían la idea de que él era una especie de dios o algo así.
—Oye, Davey —dije, cuando entré al salón—. ¿Cómo te va?
Los niñitos se sobresaltaron al escuchar mi voz. Hasta Davey pareció asustarse por un segundo, pero se relajó de inmediato en cuanto vio que solo se trataba de mi.
—Bien. ¿Tom? —dijo en un tono muy casual—. ¿Qué haces aquí? Pensé que…
—Pueden irse —les dije a los niños.
Se me quedaron viendo con desprecio. A pesar de que solo tenían como doce años, su mirada ya estaba llena de frialdad y odio.
—Vamos —les dije—, váyanse al diablo.
Voltearon a ver a Davey y él asintió. Se pararon de mala gana y salieron lo más lento que pudieron. Los vi retirarse; los estudié con detenimiento y los comparé con todos los iRecuerdos que tenía de los niños más chicos que aparecían en el video del ataque a Lucy. Pero luego estuve seguro de que ellos no habían estado ahí. Esperé hasta que salieron del salón y luego… esperé un poco más. Ambos traían sus celulares encendidos y gracias a eso supe que no se habían ido a ningún lado, solo se habían quedado parados afuera del salón para ver qué pasaba.
—Escucha, Tom —comenzó a decir Davey.
—Diles que se larguen —le ordené.
—¿Qué?
—Los niñitos siguen ahí afuera. Diles que se larguen.
Davey se quedó perplejo por un momento tratando de pensar cómo era posible que yo lo supiera. Luego solo se encogió de hombros y gritó:
—Hey, oigan… lárguense. ¡Ahora!
Alcancé a escuchar cómo murmuraban y arrastraban los pies. Luego, desde la parte de atrás del salón, se oyó:
—Disculpa, Davey, nosotros… nosotros ya nos íbamos, ¿okey?
Entonces se fueron.
Volteé hacia Davey.
—¿Sangre fresca?
—¿Qué?
Sacudí la cabeza.
—Nada, no te preocupes —lo miré—. ¿Qué tal anda tu conciencia hoy, Davey?
—¿Mi qué?
—Conciencia.
Cerré los ojos por un momento y luego los abrí de nuevo.
—Me refiero a la cualidad moral de tu propia conducta o intenciones, en conjunto con el sentimiento de obligación a no cometer un acto incorrecto.
Davey frunció el ceño.
—¿De qué estás habl…?
—Sé que estuviste ahí, Davey —respiré hondo—; y sé que tú fuiste quien aventó el iPhone por la ventana.
Su gesto se hizo más marcado.
—¿A qué te refieres?
—Vi el video.
—¿Cuál video?
Volví a respirar hondo, metí la mano en mi bolsillo y saqué mi teléfono. Oprimí el botón para reproducción de video, y al mismo tiempo, sustraje el video de mi cabeza y lo envié a mi cel. Para cuando abrí el reproductor, ya estaba ahí. Sin decir nada, oprimí PLAY y le pasé el teléfono a Davey. Él lo tomó, lo vio por un rato y luego, con el rostro visiblemente pálido, me lo devolvió.
—¿Ya te acordaste? —le pregunté mientras eliminaba el video y guardaba el teléfono en mi bolsillo.
Asintió con vergüenza.
—¿De dónde lo sacaste? O sea, el video.
—¿Acaso importa?
—No, supongo que no.
Lo miré.
—Dios mío, Davey, ¿cómo pudiste? O sea… Dios santísimo, ¿cómo pudiste hacer algo así?
—Yo no hice nada —rezongó.
—¡Estuviste ahí! Los viste hacerlo, te estabas riendo, por Dios santo. ¿Tú crees que eso es no hacer nada?
—Sí, bueno, ya sabes… yo solo quería…
—Yo sé perfectamente lo que querías —respiré hondo y fui exhalando lentamente, tratando de controlar mi ira. Davey encendió un cigarrillo. Volví a suspirar—. Eras un buen muchacho, Davey, es decir, solías pensar por ti mismo. ¿Qué diablos te pasó?
—Nada.
—¿Creíste que era divertido lo que le estaban haciendo a Lucy?, ¿creíste que de verdad era para morirse de risa?
—No.
—¿Entonces en qué estabas pensando? ¿Pensaste que era súper cool?, ¿que se estaban viendo bien rudos?, ¿te hizo sentir bien?
Los ojos de Davey se oscurecieron.
—Es que tú no sabes.
—¿Qué?, ¿yo no sé qué?
Negó con la cabeza.
—Es que así son las cosas, ¿okey?
—No —le dije—, no okey.
—Ajá, bueno.
Lo volví a mirar, trataba de ver al antiguo Davey, el Davey que solía ser mi amigo.
—¿Por qué no los detuviste? —le pregunté más calmado—, ¿por qué al menos no lo intentaste?
—No seas estúpido —contestó—, me habrían hecho pomada, ¿no? Así como lo hicieron con Ben, o peor tal vez. Cuando te dicen que hagas algo, carajo, lo tienes que hacer.
—¿Te dijeron que tenías que estar ahí?
Se encogió de hombros.
—Estaba con ellos, ¿no? O estás con ellos o estás en su contra. No se puede elegir —dio una fumada y se me quedó viendo—. Es un mundo distinto, Tom. Cuando te metes en él, ya no queda nada más. Lo único que puedes hacer es vivirlo —bajó la mirada—. Lo siento, no debí haberte aventado el teléfono.
Lo miré con incredulidad.
—¿Qué tú qué?
—Nunca pensé que te fuera a golpear de verdad.
—No me importa el maldito teléfono —le grité—, ¡mierda!
Me miró sonriendo.
—Ja, pero si tienes que admitir que sí fue muy buen tiro.
Estaba a punto de golpearlo, de verdad quería darle una paliza y quitarle la cara de estúpido que tenía. No porque estuviera sonriendo, ni siquiera porque por un momento me choreó hasta casi hacerme sentir apenado por él. Quería golpearlo por esa absoluta falta de remordimiento de lo que le habían hecho a Lucy. Es decir, ¿cómo se le ocurría siquiera pensar en ofrecerme disculpas sin estar genuinamente arrepentido de lo que le había pasado a ella?
Era increíble.
Sabía que tratar de razonar con él o apelar a lo mejor de su persona era una pérdida de tiempo porque, sencillamente, la mejor parte de la persona que Davey era, ya no existía. Y por lo mismo, yo tenía que tratarlo como si fuera nada; tenía que ignorar mi asco, enterrar la ira y solo usarlo para conseguir lo que quería.
Lo miré y dejé que notara la frialdad en mi mirada.
—¿De quién fue la idea?, la idea de golpear a Ben, ¿a quién se le ocurrió?
Negó con la cabeza.
—No te lo voy a decir, no puedo.
—Okey —dije al mismo tiempo que sacaba el cel de mi bolsillo—. Te voy a preguntar de nuevo y si no me das la respuesta que espero, le voy a enviar este video a la policía. Y a tu mamá; y luego voy a abrir la bocota y en muy poco tiempo todo mundo se va a enterar de que tuvimos esta charla y de que también pienso conversar con la policía y…
—No eres capaz.
Oprimí algunos botones para fingir que enviaba el video. Luego marqué un número, que de hecho era el mío, y le dije:
—Última oportunidad, ¿de quién fue la idea?
—No puedo.
—Esta bien —me encogí de hombros y dirigí toda mi atención al teléfono.
Moví el pulgar como si estuviera a punto de oprimir el botón de ENVIAR.
—¡No! —gritó Davey—, no lo hagas por favor.
Hice una pausa pero no moví el pulgar. Lo miré.
—¿De quién fue idea?
—Mira —suspiró—, las cosas no funcionan así, ¿okey?
Volví a mover el pulgar.
—Es la verdad, Tom —dijo con presteza—, en serio, es solo que, bueno, o sea, no es que haya alguien a cargo o algo así. No —negó con la cabeza—, todas estas cosas que ves sobre las pandillas en televisión, en los documentales del maldito Ross Kemp, todo eso es pura mierda. Las cosas no son así. No hay líderes ni reglas ni nada. Son solo un montón de chicos deambulando por ahí. Solo hacemos cosas ¿sabes?
—Está bien —le dije—, pero alguno de ustedes debe haber decidido golpear a Ben. O sea, debe existir algún tipo de jerarquía.
—¿De jerarqué?
—Ya sabes de qué estoy hablando. Así como sucedió hace rato con los chicos que estaban aquí. Son Cuervos, ¿verdad?
—Sí, Cuervitos, ajá.
—¿Y hacen lo que les dices?
—Ajá.
—Y también debe haber otros Cuervos que te dicen a ti qué hacer y tú los obedeces.
—Sí, supongo que sí.
—Bien, entonces, ¿quién fue? Es decir, me acabas de confesar que si te dicen que hagas algo, tú vas y cumples la maldita orden. Entonces, ¿quién les dijo, a ti y el resto de la pandilla, que fueran a golpear a Ben?
Davey titubeó por un momento, asustado por la idea de soltar nombres.
Lo miré.
—¿Fue O’Neil?, ¿Firman?, ¿fue Adebajo? No dijo nada.
—Tengo el video, Davey —le recordé.
—Mierda —suspiró y negó con la cabeza—, si se enteran de que hablé contigo, ya me jodí.
—Bueno, asi es —le dije—, pero en ese caso al menos existe la posibilidad de que no se enteren. En cambio, si no me dices a mí lo que quiero, entonces, sí ten por seguro que te vas a joder.
Lo pensó por un momento y tras suspirar una vez más, comenzó a hablar con resistencia.
—Principalmente son Yoyo y Cutz. Ellos son los que, vaya, no sé… los que echan a andar las cosas.
—¿O sea, O’Neil y Adebajo?
—Ajá. Ellos tienen unos hermanos, como unos Mayores, ¿entiendes?
—¿Mayores?
—Sí, unos chicos mas grandes —me explicó—. Los grandotes, pues, ya sabes. Son los compradores.
—¿Compradores?
—Ajá.
—¿Te refieres a que trafican drogas?
Davey encogió los hombros.
—Más o menos, es decir, los niños más chicos son los que hacen la mayor parte de los negocios en la calle. Los Mayores ni se acercan, o sea, ni siquiera ven el mecanismo. Ellos solo se encargan de la parte económica del negocio, o sea de los asuntos de la lana.
—Bien, y entonces, ¿qué tiene que ver eso con el hecho de que O’Neil y Adebajo golpearan a Ben y violaran a Lucy?
Davey volvió a encogerse de hombros.
—Pues no, en realidad no tiene nada que ver. O sea, eso es más bien como una cuestión de respeto o algo así. De poder, ¿entiendes?
—No —dije con frialdad—, no entiendo.
—Es que no puedes mostrar ninguna debilidad, ¿de acuerdo? Sí quieres ser alguien, si quieres que te respeten, no puedes tolerar las estupideces de nadie —me miró—. Es muy sencillo en realidad. A Ben le dieron una paliza porque desobedeció a Yoyo. Yoyo le había dicho que tenía que ir a apuñalar a un tipo y Ben se negó a hacerlo. Si Yoyo no le hubiera dado su merecido, se habría visto débil. Todo mundo se habría enterado y eso hubiera acabado con las posibilidades de Yo de convertirse en alguien como su hermano.
—¿Y Lucy? —dije en voz baja—. ¿Cuál fue el sencillo razonamiento con el que justificaron arruinarle la vida?
Davey bajó la mirada.
—Es solo lo que ellos hacen, Tom, no sé. Supongo que fue parte de la lección de Ben, de lastimarlo, ¿entiendes? Pero bueno, en general es solo cuestión de poder. Lo hacen porque pueden, porque saben que se van a salir con la suya. —De nuevo se encogió de hombros—. Es solo lo que hacen.
—¿Y tú? —le pregunté fríamente—. ¿Tú también querías hacerlo?
Me miró.
—Traté de ayudarla, Tom, o sea, después. Le ayudé a recoger su ropa.
—¿Le ayudaste a recoger su ropa?
—Ajá.
—Bueno, eso fue increíblemente sensible de tu parte, Davey. Estoy seguro de que fue algo que Lucy siempre va recordar. ¿Te dio las gracias antes de irte?
—Jódete, Tom —dijo en voz baja—, no estuviste ahí, no sabes cómo fue.
Me quedé callado por un momento. Ya me sentía enfermo de hablar con Davey. Enfermo de toda esa estupidez sobre el poder y el respeto y la debilidad y la mierda. No tenía que ver con nada.
Inhalé y traté de olvidar cómo me sentía. Luego le dije a Davey:
—¿Cuáles son sus nombres?, los nombres de los hermanos.
—¿Qué?
—Los hermanos de O’Neil y Adenajo, ¿cómo se llaman sus hermanos?
—¿Para qué quieres saber?
Solo se quedó viendo.
Vaciló durante unos instantes; su instinto le decía que no dijera nada, pero casi de inmediato se dio cuenta que ya era tarde para callarse la boca.
—Troy O’Neil y Jermaine Adebajo —dijo.
—Muy bien. ¿Y a quién le responden?
—¿Qué?
—Los hermanos y los demás. Los chavos más grandes, los Mayores o como les llamen. ¿Quién les dice a ellos lo que tiene que hacer?
Davey palideció de inmediato.
—No —balbuceó—, o sea, no sé.
—Solo dime —respiré hondo—, dime un nombre más y me voy.
—No, no puedo meterme con él.
—¿Con quién?
—Se va a enterar, siempre se entera.
Volví a mostrarle el teléfono.
—Es tu decisión, Davey, o me das un nombre o envío el video.
Ahora si se veía muy preocupado, no dejaba de parpadear y de morderse los labios. Me daba cuenta de que realmente estaba evaluando sus opciones, lo cual me hizo pensar que quien quiera que fuera, ese tipo al que Davey le tenía tanto miedo, tenía que ser en serio aterrador.
Finalmente, Davey me miró a los ojos y dijo:
—Algunos le llaman el Diablo.
—¿Ah sí?, ¿y por qué?, ¿tiene cuernos o algo así?
Davey negó con la cabeza.
—No es gracioso, o sea, es un tipo muuuy malo de verdad. Yoyo y los demás no le llegan ni a los talones. Mira, si crees que lo que les sucedió a Ben y a Lucy fue malo…
—¡Davey! Solo dime el maldito nombre.
—Ellman —susurró—, se llama Howard Ellman.