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El fin puede justificar los medios, siempre

y cuando exista algo que justifique el fin.

LEÓN TROTSKY

Cuando atravesé el área de césped entre Compton House y Crow Lane, se respiraba una tranquilidad inusual en el conjunto. A los edificios, las calles, a la negra y vacía bóveda del cielo y a todo lo demás, los bañaba ese mortecino silencio de la noche que te hace sentir como si fueras el único ser vivo sobre la tierra.

La noche era fría. Tenía las manos congeladas, mi aliento provocaba un vaho en el aire y, además, podía sentir bajo mis pies el suave crujido de la helada.

Pero no me importaba.

Frío o caliente, no había ninguna diferencia para mí. Me había imbuido una vez más en aquel estado de brutalidad controlada, el control de no tener control; y lo único que podía sentir era el inexorable e irresistible sentimiento de que tenía un objetivo. Llegar ahí, encontrarlos, encontrarlo a él… llegar ahí, encontrarlos, encontrarlo a él… llegar ahí, encontrarlos, encontrarlo a él…

Seguí caminando sobre la hierba. Atravesé la entrada por la verja, continué sobre Crow Lane y, cuando me acerqué a la entrada del Baldwin House, escuché voces que interrumpieron en la silenciosa penumbra. Eran voces exaltadas, risotadas, el suave retumbar de un motor de coche encendido sin propósito…

Todavía no podía ver a nadie, pero no fue difícil imaginar a qué tipo de individuos les pertenecían las voces. Es decir, si estaban cotorreando en Baldwin House al cuarto para las cuatro de la mañana, seguramente no serían los niños de algun coro, ¿verdad?

Escuché el motor acelerar. Un perro gruñó y se escuchó otra risotada. Y entonces, cuando di la vuelta en Crow Lane y entré a la plaza que rodea Baldwin House, los vi: una media docena, más o menos, de pandilleros. Todos estaban encapuchados alrededor de un Golf frente a las puertas del edificio. Un doberman flaco y un bull terrier merodeaban por el coche. El bull terrier tenía un collar de púas pero ninguno de los dos perros estaba encadenado. Había varios niños demasiado chicos, como de doce o trece años, aunque la mayoría tenía diecisiete o dieciocho.

No reconocí a ninguno.

Los perros fueron los primero en notarme. Corrieron hacia mí ladrando y gruñendo. Los chicos dejaron de hacer lo que estaban haciendo y voltearon a ver qué sucedía. Me vieron caminar hacia ellos. Vieron la piel fulgurante, el rostro encapuchado que emitía el tenue brillo de luz. Llenos de confusión, los chicos vieron cómo, de repente, los dos perros percibieron algo en mí que los asustó muchísimo. Como dos metros antes de llegar a donde yo estaba, derraparon para frenar. Bajaron las orejas y metieron la cola entre las patas. Ambos se retiraron sin más aspavientos que unos apagados gimoteos.

—¿Qué demonios? —dijo uno de los chicos.

Yo continué caminando hacia ellos. De pronto, un tipo negro alto, con una cicatriz en la mejilla, se acercó con un cuchillo en la mano para impedirme el paso.

—Hey, imbécil —dijo—. ¿Qué te…?

Yo no me detuve, solo levanté el brazo, coloqué mi mano en su pecho y lo hice volar con una descarga de electricidad. Cuando cayó al piso, salía humo de su sudadera y su capucha, y las piernas le temblaban. Me hice a un lado y puse la mano sobre el cofre del Golf. El motor seguía encendido. El muchacho en el asiento del conductor miraba con la boca abierta al tipo negro que todavía estaba en el suelo. Con la palma de la mano presioné el metal del cofre del Golf. Le di un jaloncito a una especie de nervio o algo así que sentía dentro de mi mano. Con eso disparé una chispa de electricidad sobre el cofre. Al principio no sucedió nada, así que lo intenté de nuevo. La segunda vez, la chispa se encendió y una explosión bajo el cofre produjo una llamarada anaranjada. Se escuchó un estruendo ensordecedor y el coche se encendió en llamas.

El muchacho que estaba adentro salió gateando y los demás retrocedieron de inmediato. Los deje ahí y continué mi camino a Baldwin House.

El departamento de Troy O’Neil estaba en la planta baja, al fondo del corredor. Era el número seis. La puerta estaba hecha de acero reforzado y, además, tenía una reja de metal a todo lo largo y ancho. Estoy seguro de que habría podido atravesar la puerta y la reja si así lo hubiera querido, pero preferí tocar el timbre. Salía luz por las orillas de la puerta, por lo que supuse que O’Neil estaba en casa y, muy probablemente, despierto.

Esperé.

Por la ventana del corredor se alcanzaba a ver la luz anaranjada del Golf en llamas y ya se comenzaba a percibir el ligero hedor del caucho quemado. Alcancé a escuchar que en el interior del departamento sonaba un ringtone: Hit 'Em Up de 2Pac. Me sintonicé dentro de mi cabeza y escuché la llamada. Era uno de los chicos de afuera.

¿Ajá? —contestó.

¿Te acuerdas del tipo raro?, ¿el que se surtió a tu hermano? Está aquí, hombre, el maldito acaba de

Sí, lo sé.

O’Neil terminó la llamada.

Escaneé el departamento para ver si había otros celulares.

Había tres, incluyendo el de O’Neil.

Marqué su número.

Contestó enojado.

—Estúpido, ya te dije que…

—¿Vas a abrir la puerta o qué? —pregunté.

—¿Qué?

—No pienso esperar toda la noche.

—¿Quién es?

Alcancé a ver un ojo a través de la mirilla de su puerta.

Lo saludé con la mano.

—¿Eres tú? —preguntó.

—¿Tú quién?

¿Qué?

Suspiré.

—Solo abre la puerta, por Dios santo.

Hubo una pausa. Escuché que cubría la bocina del teléfono. Luego oí unas voces apagadas y el traqueteo metálico de las cerraduras abriéndose. La puerta interior se abrió después de unos segundos y vi a Troy O’Neil de pie en la puerta a través de la reja. Se parecía mucho a su hermano: alto, de raza mixta y con los ojos como de muerto. Supuse que tendría unos veintitantos años. En una mano tenía el teléfono y la otra la tenía guardada en el bolsillo.

—¿Qué quieres? —me preguntó.

Le sonreí.

—¿Puedo pasar?

Me frunció el ceño.

—¿Qué diablos eres?

—Déjame entrar y te lo digo.

Se me quedó viendo un momento y luego sacudió la cabeza y aspiró por entre los dientes. Quitó los seguros de la reja de metal, la abrió y se hizo a un lado para dejarme pasar. Noté que nunca sacó la mano derecha del bolsillo. Caminé por el corredor preguntándome qué tipo de arma tendría. ¿Sería una pistola o un cuchillo? Tenía dudas sobre si mi campo de fuerza sería lo suficientemente poderoso para protegerme de una bala, pero me di cuenta de que tal vez era demasiado tarde para comenzar a preocuparme por eso.

Cuando O’Neil sacó la pistola de su bolsillo, de detrás de la puerta salió alguien más y me puso un cuchillo en la garganta. Al mismo tiempo se abrió otra puerta que estaba a mi derecha y de ella salió un coreano gordo con un rifle en las manos.

O’Neil me sonrió y sacudió la pistola frente a mi cara.

—No eres muy inteligente, ¿verdad?

Me le quedé viendo.

El coreano medía como un metro cincuenta pero estaba gordo en serio. Se quedó parado ahí apuntándome con el rifle a la cabeza, mientras el tipo al que no podía ver seguía sosteniendo la navaja contra mi cuello y jadeaba de una forma muy rara. No podía verlo sin girar la cabeza, y no podía girar ésta sin que el cuchillo se me enterrara en la piel. Supuse que era Jermaine Adebajo.

Mantuve la mirada fija en Troy O’Neil.

Se acercó y se quedó mirando con curiosidad el deslumbrante torbellino de mi rostro.

—¿Qué es todo eso? —preguntó—. O sea, ¿cómo lo haces?

—¿Quieres ver qué más puedo hacer? —le pregunté con tranquilidad.

Antes de que pudiera contestarme, me tensé desde el interior y luego, casi de inmediato, liberé la tensión y emití una oleada de energía. Salió de todo mi cuerpo, fue un blanco y cegador ¡CRACK!, que golpeó desde los pies a O’Neil, a Adebajo y al coreano, y luego los hizo salir volando. O’Neil y Adebajo chocaron contra las paredes del pasillo y se desplomaron al suelo. El coreano gordo salió disparado hacia atrás por la puerta del cuarto.

Esperé durante un rato mientras miraba cómo se quemaban los cuerpos. Nadie se levantó. El cañón de la pistola de O’Neil se había fundido de la punta y en cuchillo de Adebajo estába doblado y se derretía.

Me incliné y verifiqué si O’Neil todavía tenía pulso.

Seguía vivo.

También Debajo.

Cerré la puerta del frente con llave y le puse los seguros. Luego entré al cuarto y revisé al coreano. Se veía un poco peor que los otros dos porque le salía sangre de los oídos y la nariz. Sin embargo, también respiraba; todavía tenía el rifle entre las manos quemadas.

Me acerqué a la ventana y me asomé para ver que sucedía con el Golf quemado. No pasaba nada, no había nadie alrededor. El coche solo seguía ardiendo y el denso y negro humo se elevaba en el aire nocturno. Y a todo mundo le valía madres.

Fui a la cocina y ahí encontré un rollo de cinta de aislar en una alacena que estaba bajo el fregadero. Luego volví al pasillo y me puse a trabajar.

Después de atar a Adebajo y al coreano, los encerré en el cuarto. Arrastré a O’Neil a la sala, lo até a una silla y luego solo me senté a esperar que despertara.

El cuarto estaba lleno de drogas y de artículos del negocio: bolsas con polvo blanco, bolsas con polvo café, bolsas de mariguana, maletas llenas de hierba y pastillas. Había plástico adherible para envolver, básculas para pesar, cucharas, cuchillos, jeringas, papel aluminio y montones de dinero por todo el lugar.

Me preguntaba cuánto dinero ganarían y cómo era posible que, con tanta lana, no se pudieran conseguir un lugar más agradable para vivir. O sea, porque incluso para los niveles de Crow Town, aquel lugar era una pocilga. Las paredes estaban sucias, las ventanas también, las alfombras estaban llenas de grasa y el aire que se respiraba era asqueroso. En resumen, era una mierda.

O’Neil gruñó.

Lo miré y vi que comenzaban a abrirse sus ojos. Esperé unos segundos, solo lo suficiente para que me reconociera, y luego me incliné para hablar con él.

—Howard Ellman —le dije—, ¿dónde vive?

—¿Mmuh?

—Howard Ellman —repetí—, quiero saber dónde vive.

O’Neil me miró solo un momento, sin saber bien qué era lo que pasaba, y entonces, cuando se dio cuenta de que estaba atado a una silla, comenzó a forcejear. Se retorcía, maldecía y escupía tratando de liberarse.

Toqué su rodilla y le di un toque ligero. Aulló y dejó de retorcerse. Se me quedó viendo con los ojos bien abiertos.

—Escúchame —le dije—, solo dime en dónde está Ellman y te dejo libre.

—¿Qué?

—Ellman, solo quiero saber en dónde está.

O’Neil negó con la cabeza.

—Nunca había escuchado de él, así que mejor lárgate y…

Le volví a dar una descarga en la rodilla pero un poco más intensa que la anterior. Cuando dejó de gritar y de sacudirse, le dije:

—Voy a seguir haciendo esto hasta que me digas lo que quiero saber y cada vez va a ser peor. ¿Entendiste?

Me lanzó una mirada llena de odio, tratando de demostrarme que no se sentía atemorizado, pero yo podía ver el miedo en sus ojos. Volví a acercarme y él se retiró de inmediato, balanceándose de un lado a otro de la silla.

—Solo dime dónde vive —le dije.

Se negó con la cabeza.

—No lo sé, nadie lo sabe.

—No te creo.

—Que no sé —escupió—. Es la maldita verdad.

No quería creerle, pero por la forma en que lo decía, por la pasión que se escuchaba en su voz y por el miedo en sus ojos, estaba seguro de que no me mentía.

—¿Y qué me dices de su número telefónico? —le pregunté.

O’Neil sacudió la cabeza.

—No se lo da a nadie.

—¿Entonces cómo te pones en contacto con él?

—No lo hacemos; si quiere algo, él nos contacta.

—¿Cómo?

—Envía a una persona. A veces alguien nos llama de su parte. Por lo general es uno de los niños.

—¿Qué niños?

Se encogió de hombros.

—Los niñitos que quieren ser Cuervos —O’Neil me miró, había recobrado algo de su confianza—. Nunca lo vas a encontrar, ¿sabes? A menos de que él así lo quiera, y entonces, desearás no haberlo conocido.

—¿Ah sí?

Sonrió.

—No tienes ni maldita idea de con quién te estás metiendo. En cuanto se entere de lo que hiciste hoy…

—¿Y cómo se va a enterar?

O’Neil titubeó por un momento y luego solo sacudió la cabeza y se encogió de hombros otra vez. Levanté mi brazo y acerqué la mano a su cara con la palma al frente. Dejé que la energía fluyera a mi piel. Sentí cómo palpitaba y quemaba, podía ver cómo irradiaba más calor conforme la acercaba a la cara de O’Neil. Su piel comenzó a enrojecerse, sudaba a mares y había comenzado a sentir pánico. Se contoneó hacia atrás y arqueó el cuello para tratar de evitar el calor.

—¡No! —gritó—. ¡No! Por favor, no lo hagas, por favor.

Me detuve y mi mano quedó a unos cuantos centímetros de él.

—¿Cómo se va a enterar Ellman de que estuve aquí?

—No, no se va a enterar, yo no voy a decir nada —resopló O’Neil—. Te prometo que no le voy a decir nada.

—Ah, no. Claro que le vas a decir. Quiero que se lo digas.

Entonces escuché la sirena; al principio el sonido era muy tenue, pero fue subiendo de volumen. Me levanté, fui a la ventana y miré hacia afuera. Por atrás del Golf pude ver las titilantes luces de color azul de dos patrullas que se acercaban a toda velocidad por Crow Lane. Sabía que nadie de Crow Town los había llamado, al menos no para reportar algo tan trivial como un coche en llamas. Supuse entonces que las patrullas se dirigían a otro lugar. Pero para no arriesgarme, encendí la frecuencia de radio de la policía y, al mismo tiempo, hackeé el sistema de comunicaciones de la estación de policía del Barrio de Southwark para enterarme de lo que estaba sucediendo. Me tomó menos de un segundo descubrir que me había equivocado. No se dirigían a otro lugar; respondían a una llamada de un automovilista que había pasado por Baldwin House y reportó que se estaba quemando un coche.

—Mierda —susurré cuando vi que las dos patrullas salieron de Crow Lane y comenzaron a avanzar hacia la plaza con las luces y las sirenas encendidas a todo lo que daban.

Sabía que quizá estaba a salvo donde me encontraba porque la policía nada más revisaría el coche y se aseguraría de que no fuera algo más serio. Lo más probable era que esperaran a que llegaran los bomberos y luego se fueran. Porque lo último que la policía querría hacer a las cuatro de la mañana, sería andar tocando puertas por todo Baldwin House y despertar gente.

Así que, bueno, sí, lo más probable era que estuviera más seguro si me quedaba en donde estaba.

En ese apestoso departamento.

Rodeado de drogas y armas.

Y de traficantes.

Traficantes electrocutados.

Uno de los cuales estaba atado a una silla.

No. En ese momento comprendí que tal vez no era tan buen lugar. Si por alguna razón la policía llegaba a encontrarme ahí, tendría muchas cosas que explicar.

Tenía que huir.

Me alejé de la ventana y fui rápido a la mesa que estaba al centro de la habitación. Estaba retacada de bolsas transparentes de polietileno, llenas de lo que supuse que era heroína y cocaína. Tomé dos de cada una y las puse en mis bolsillos.

—¡Oye! —me gritó O’Neil— ¿Qué demonios estás haciendo?

Lo ignoré, me estiré y levanté una pequeña pistola automática que estaba en la mesa. También me la guardé en uno de los bolsillos.

Parecía que la policía ya había llegado porque, desde el interior, podía escuchar que se abrían y cerraban las puertas de sus vehículos.

También se escuchaban los chillidos de los radios.

Era hora de irse.

Volteé hacia O’Neil y le dije:

—Dile a Ellman que voy a ir tras de él.

Y antes de que siquiera pudiera contestarme, salí del cuarto, caminé por el pasillo, abrí la puerta del departamento y me salí.

Mientras iba caminando por el corredor hacia la salida, llamé al 999 desde mi iCerebro.

Contestaron casi de inmediato.

—Emergencias. ¿Qué servicio necesita?

—Se acaba de cometer un asesinato —dije al tiempo que abría la puerta de la salida en caso de incendio—; departamento Crow Lane, departamento seis de Baldwin House.

—Disculpe, señor, necesito saber si…

—Fue en la planta baja, departamento 6 de Baldwin House —repetí—. En el conjunto habitacional sobre Crow Lane. Le dispararon a alguien.

Terminé la llamada.

La salida de emergencia daba a la parte trasera de Baldwin House. Era una selva de concreto repleta de maleza, contenedores de basura, jeringas rotas y excremento de perro. De ahí me dirigí hacia el sur para alejarme del edificio. Fui bajando por entre la tierra suelta de una ligera pendiente que llegaba a un caminito improvisado. El caminito me condujo hasta llegar a las zonas de césped que llevan a Compton.

Para cuando entré al departamento y caminé de puntitas hasta mi cuarto, los oficiales que revisaban el coche en llamas ya habían recibido el aviso de que, aparentemente, había habido una balacera en el departamento seis de Baldwin House. Los oficiales ya también habían cerrado el área y estaban en espera de que llegaran los refuerzos y un equipo de ataque.

Yo me sentía completamente exhausto y agotado. Mientras me quitaba la ropa y me metía a la cama, pensaba en lo que pasaría cuando la policía echara abajo la puerta de O’Neil y, en lugar de encontrarse un asesinato y un cadáver, se toparon con tres traficantes ligeramente vapuleados y atados en un departamento lleno de drogas y armas.

¿Les preocuparía a los policías haber recibido un pitazo algo impreciso?

¿Me importaba que les importara o me valía?

No sabía.

Más bien no me importaba.

Me quedé recostado en la oscuridad y traté de reflexionar sobre lo que acababa de hacer. Sobre mi violencia, mi ira, mi salvajismo. Pero la verdad es que no lograba sentir nada. Sabía que lo había hecho y sabía que había una razón. Pero también estaba consciente de que, a pesar de la validez de mis razones, debería sentir cierta cantidad de vergüenza, remordimiento, culpa o algo así.

Pero no, no había nada.

Ningún sentimiento.

Solo yo y la penumbra…

Y también iBoy.

Nosotros.

Yo.

Y iBoy.

Nos quedamos ahí acostados, en medio del silencio, pensando en nosotros mismos. ¿Qué estábamos haciendo? ¿Y por qué? ¿Qué tratábamos de lograr? ¿Y cómo? ¿Cuál era nuestra meta, objetivo, plan? ¿Qué era lo que deseábamos?

¿Cuál era nuestra razón de ser?

El corazón tiene razones que la razón ignora.

BLAS PASCAL (1623-1662)

http://www.quotationspage.com/quote/1893.html

Eran las 04:48:07.

Cerramos los ojos y esperamos la salida del sol.