El sistema binario usa solamente los dígitos 0 y 1. Los números
se expresan en potencias de dos en lugar de potencia de diez
como en el sistema decimal. En la notación binaria, el 2 se
escribe como 10, el 3 como 11, 4 como 100, 5 como 101 y así
sucesivamente. Las computadoras realizan sus operaciones en
notación binaria y los dos dígitos corresponden a dos lugares
que van cambiando. Por ejemplo, encendido o apagado, sí o no.
Todas las cosas fluyen a partir de este estado de encendido-apagado, sí-no.
Lo siguiente que recordaba (o por lo menos, lo siguiente de lo que tenía conciencia) era que había abierto los ojos y miraba una polvorienta lámpara de luz fluorescente en un techo que no me parecía conocido. La cabeza me dolía horrores, la garganta estaba tan seca como un hueso y no tenía esa sensación de «todavía no estás del todo ahí» que te daba cuando acababas de despertar de un sueño muy prolongado. A pesar de todo, no me sentía cansado. Tampoco tenía sueño ni estaba aturdido. De hecho, fuera de la sensación de «todavía no estás del todo ahí», me sentía despierto a un punto increíble.
Durante un rato no me moví ni hice ruido, solo me quedé ahí inmóvil por completo, mirando la lámpara del techo, asimilando de manera irracional todos los detalles. La lámpara estaba rota de un extremo, el plástico era viejo y estaba maltratado, había dos moscas muertas boca arriba sobre el polvo…
Luego cerré los ojos y solo escuché.
Podía oír tenues pitidos, algo que zumbaba y un suave golpeteo.
Al fondo también podía escuchar el murmullo de voces apagadas, un ligero crujido de puertas amortiguadas, el débil repiqueteo de un teléfono, el lejano sonido de carritos de servicio…
Dejé que los sonidos circularan con libertad y dirigí la atención hacia mí. Hacia mi cuerpo, mi posición, mi lugar.
Estaba recostado en una cama bocarriba. Mi cabeza sobre la almohada. Podía sentir algo sobre la piel, en la piel, bajo mi piel. Algo que subía por mi nariz, algo que bajaba por la garganta.
En el aire había un ligero aroma a desinfectante.
Sin mover la cabeza abrí de nuevo los ojos y miré alrededor.
Estaba en una pequeña habitación blanca. Había máquinas junto a la cama. Instrumentos, contenedores, suero, termómetros, foquitos LED. Varias partes de mi cuerpo estaban conectadas a algunas de las máquinas a través de una organizada maraña de tubos de plástico transparente: mi nariz, la boca, el estómago… otros lugares.
Asimismo, una buena cantidad de delgados cables negros que salían de otra máquina, parecían estar conectados a mi cabeza.
Cuarto de hospital…
Estaba en un cuarto de hospital.
«No pasa nada», me dije. No hay problema. Estás en un hospital, eso es todo. No hay nada de qué preocuparse.
Cuando volvía cerrar los ojos para tratar de apaciguar el palpitar de mi cabeza, escuché una profunda inhalación a mi izquierda, un sonido característicamente humano, y cuando abrí los ojos y giré la cabeza me sentí bastante aliviado al reconocer la despeinada silueta de mi abuela. Estaba sentada en una silla recargada en la pared. Tenía su laptop en el regazo y los dedos sobre el teclado. Me veía. Era una mezcla de conmoción, incredulidad y deleite.
Le sonreí.
—Tommy —susurró—. Ay, gracias a Dios…
Y entonces, sucedió algo muy raro de verdad.
¿Cómo describes algo indescriptible? Es decir, ¿cómo describes algo que está más allá de la comprensión humana? ¿Cómo puedes siquiera comenzar a explicarlo? Supongo que es un poco como tratar de explicar lo que hace un murciélago para sentir lo que le rodea. El murciélago percibe el mundo a través de su sentido de ecolocación: emite un sonido y, a través del eco que este produce, puede determinar la localización, tamaño y forma de los objetos. A pesar de que los humanos podemos entender este concepto y de que hasta podemos tratar de imaginarlo, en realidad no tenemos manera alguna de experimentarlo, y por lo tanto, nos resulta imposible describir la experiencia sensorial real.
Lo que sucedió en mi caso fue que, cuando miré a mi abuela y ella susurró mi nombre, dentro de mi cabeza experimenté un fenómeno por completo ajeno a cualquier otra situación que hubiera vivido antes. En pocas palabras, no pude ni digerirlo. Sucedió. Estaba sucediendo dentro de mí… y sin embargo, no había forma posible de que eso tuviera algo que ver con mi persona.
Era imposible.
Pero así fue.
La mejor manera que se me ocurre de describirlo, es la siguiente: imaginen mil millones de abejas, imaginen cómo se ven millones de abejas, la sensación de mil millones de abejas. Imaginen su movimiento, su interacción, las conexiones entre ellas, su ser. Y luego traten de imaginar que esas abejas no son abejas y que esos sonidos, imágenes y sensaciones en realidad no son sonidos, imágenes ni sensaciones en lo absoluto. Son algo más. Son información. Hechos. Cosas. Son datos. Son palabras y voces, y fotografías, y números. Son ríos y ríos de ceros y unos, pero, al mismo tiempo, tampoco son nada de estas cosas… De alguna manera, esos ríos son solamente aquello con lo que se representan las cosas. Son la representación de partes constitutivas, de bloques de construcción, estructuras, partículas, ondas… son símbolos de aquello que los objetos son. Y luego, si les es posible, traten de imaginar que no solo pueden percibir todo lo relacionado con estos miles de millones de cosas que no son abejas (su carencia colectiva de sonido, carencia colectiva de imagen, carencia de colectiva de percepción), sino que también pueden percibir todo eso en su aspecto individual. El aspecto individual de todas esas sensaciones… percibido al mismo tiempo. Y luego imaginen que ambas sensaciones son instantáneas, continuas e inseparables.
¿Pueden imaginarlo?
Están en una cama de hospital con su abuelita y en cuando ella los mira y susurra su nombre: «Tommy. Ay, gracias a Dios…» miles de millones de no-abejas cobran vida en explosión dentro de su cabeza.
¿Se lo pueden imaginar?
No existió absolutamente nada de tiempo en el fenómeno. En cierto sentido, duró mucho menos que un momento, menos que un instante… Fue una indescriptible e instantánea explosión de locura en mi cabeza. Sin embargo, por otra parte, para ser un poco más preciso, ni siquiera duró menos de un momento. De hecho, no duró nada. Todo sucedió fuera de los márgenes del tiempo, más allá de su existencia… como si el siempre-ahí y el nunca-ahí fueran una sola cosa y exactamente lo mismo.
Aquella desconocida experiencia no me provocó dolor, pero la conmoción que me causó me hizo cerrar y apretar los ojos con muchísima fuerza, y torcer mi rostro como si estuviera sufriendo un dolor espantoso. Y entonces escuché cómo mi abuela maldecía entre dientes, se levantaba trabajosamente, tiraba la computadora al piso y salía corriendo y gritando a todo pulmón…
—¡Enfermera!, ¡ENFERMERA!
—Está bien, Abue —le dije al tiempo que volvía a abrir los ojos.
—Estoy bien… fue solo que…
—Quédate recostado, Tommy —dijo, corriendo hacia mí—. Ya viene la enfermera… solo tranquilízate.
Se sentó en el borde de la cama y me tomó de la mano.
Le volvía a sonreír.
—Estoy bien.
—Shhh…
Y entonces, entró la enfermera acompañada de un doctor con bata blanca. Todos comenzaron a armar alharaca alrededor de mí: revisaron los aparatos, me observaron con los ojos, escucharon mi corazón…
Estaba BIEN.
Bueno, no estaba BIEN, pero sí estaba BIEN.
Había estado en coma durante diecisiete días. El iPhone me había abierto la cabeza y fracturado mi cráneo y, según el doctor Kirby, el neurocirujano que me operó, había surgido una cantidad importante de complicaciones.
—Tienes lo que llamamos fractura craneal cominutada —me explicó al día siguiente de que desperté—. Básicamente significaba que este hueso de aquí… —indicó el área alrededor de la herida con puntadas que estaba al lado de mi cabeza—, se pulverizó. Por cierto, es un área conocida como el pterion. Por desgracia es la parte más frágil del cráneo y, por alguna razón, en tu caso parece ser mucho más frágil.
En cuanto dijo la palabra pterion, hubo un flash en mi cabeza. Fue una serie de símbolos, letras y números (o no-símbolos, no-letras y no-números), y, a pesar de que no los reconocí ni los entendí, de alguna forma me pareció que tenía lógica.
De pronto me encontré pensando: Pterion: división silábica, pterion, punto donde los huesos frontal, parietal y temporal, convergen con el ala de esfenoides.
Muy extraño.
—¿Te sientes bien? —me preguntó el doctor Kirby.
—Sí, sí, claro, estoy bien —le aseguré.
—Bien, como decía —continuó—, al parecer el iPhone fue lanzado del piso más alto del edificio y, cuando golpeó tu cabeza, junto al pterion, esta área de aquí se pulverizó y, entonces, una enorme cantidad de fragmentos de cráneo roto y piezas del teléfono en pedazos laceraron e hirieron tu cerebro. También algunas venas sufrieron daño. Logramos retirar todos los fragmentos de hueso, así como la mayor parte de los desechos del teléfono. Creemos que las venas que sufrieron ruptura no quedaron dañadas de forma permanente. Sin embargo…
Como que ya me imaginaba que venían un sin embargo.
—… me temo que nos fue imposible retirar varias piezas del teléfono que se quedaron incrustadas en tu cerebro en el accidente. Algunos de los fragmentos son increíblemente diminutos y se alojaron en áreas que son demasiado delicadas para manipular en una cirugía. Claro que hemos mantenido una inspección de los fragmentos y por el momento te puedo decir que no se han movido ni han mostrado ningún efecto perjudicar para tu cerebro.
Lo miré. «¿Por el momento me puede decir?»
Él sonrió.
—Vaya, el cerebro es un órgano muy complejo y, para ser honestos, apenas estamos empezando a comprender cómo funciona. Vamos, déjame mostrarte…
Se pasó los siguientes veinte minutos mostrándome rayos X, tomografías computarizadas y resonancias magnéticas, enseñándome dónde se habían alojado los minúsculos fragmentos de iPhone en mi cerebro, explicándome qué tipo de cirugía me habían practicado y por qué no se podían retirar los fragmentos. También me dijo que lo que debía esperar durante los siguientes meses: dolores de cabeza, náuseas, agotamiento…
—Por supuesto —añadió—, la verdad es que no tenemos manera de saber cómo se va a recuperar alguien de este tipo de lesión, en especial, una persona que ha pasado un lapso considerable en coma. Es por ello que ahora tengo que señalar lo importante que será que nos hagas saber, de inmediato, si comienzas a sentir cualquier cosa… mmm, fuera de lo común.
—¿Qué tan fuera de lo común?
El doctor volvió a sonreír.
—Cualquier cosa —su sonrisa se desvaneció—. Hay probabilidades muy baja de que las piezas que se quedaron incrustadas se muevan, pero tampoco podemos descartarla —me miró—. Desde que ingresaste al hospital, hemos estado monitoreando tu actividad cerebral de manera continua y todo ha estado bien la mayor parte del tiempo. No obstante, hubo un par de días, hace poco más de una semana, en que notamos algunos patrones cerebrales poco comunes; es posible que los haya causado alguna reacción adversa a los fragmentos. Ahora bien, aunque estas ligeras anormalidades no duraron mucho y no se han repetido desde entonces, las lecturas que nos preocuparon fueron, digamos… —hizo una pausa mientras trataba de encontrar la palabra adecuada.
—¿Bizarras? —le sugerí.
Asintió.
—Sí, bizarras —volvió a sonreír brevemente—. Estoy seguro de que no debes preocuparte demasiado por eso, pero, claro, siempre es mejor prevenir que lamentar. Así que, como ya te dije, si llegas a tener algún problema, de cualquier tipo, debes avisarle a alguien de inmediato. Te vamos a tener aquí otra semana más o menos, para asegurarnos de que todo esté bien, así que si sientes algo raro, solo tienes que avisar. A mí o a las enfermeras o cualquier persona. Y cuando te vayas a casa, si llegara a suceder cualquier cosa, le puedes comentar a tu abuela o también puedes llamar tú mismo al hospital —hizo una pausa y me miró—. Porque creo que en casa solo están tú y tu abuela, ¿no es así?
Asentí.
—Sí, mi mamá murió cuando yo era bebé. La atropellaron.
—Sí, me lo contó tu abuela —volvió a mirarme—. Me dijo que el conductor no se detuvo…
—Así es.
—¿Y la policía nunca encontró al culpable?
—No.
Sacudió la cabeza con tristeza.
—¿Y tu padre?
Encogí mis hombros.
—Nunca lo conocí, fue un tipo con el que mi mamá se acostó solo una noche.
—¿Entonces tu abuelita te ha cuidado desde que eras bebé?
—Ajá. Mamá tuvo que volver al trabajo poco después de tenerme, así que, de cualquier forma, Abue me ha cuidado casi siempre. Cuando murió mamá. Abue solo siguió cuidándome como ya lo había estado haciendo.
El doctor Kirby sonrió.
—¿La llamas Abue?
—Ajá —le dije un poco avergonzado—. No sé por qué, es solo que así le he dicho siempre.
Volvió a asentir.
—Es una mujer muy valerosa y decidida.
—Lo sé.
—En estos diecisiete días no se ha separado de ti. Ha estado aquí día y noche, hablándote, observándote, animándote a despertar.
Solo pude asentir con la cabeza. Me daba miedo decir algo y comenzar a llorar.
El doctor Kirby sonrió.
—Estoy seguro de que ella significa mucho para ti.
—Significa todo para mí.
Sonrió de nuevo. Se puso de pie y colocó su mano en mi hombro.
—Muy bien, entonces, Tom…, le di a tu abuela un número directo en caso de que tuvieran que ponerse en contacto con nosotros de emergencia ahora que ya estén en casa. Así que, ya te lo dije, cualquier cosa y le dices a tu abuela o nos llamas tú mismo. ¿Tienes un celular?
Me di unos golpecitos al lado de la cabeza.
Él solo sonrió.
—Ajá —le dije—. Claro que tengo celular.
Más tarde, en los baños del hospital, me miré con cuidado en el espejo por primera vez desde el accidente. Ya no me parecía mucho a mí. Para empezar, había perdido un poco de peso y, a pesar de que siempre había sido delgado y estaba acostumbrado a ello, ahora mi rostro tenía una apariencia esquelética, como si estuviera poseído. Los ojos se me habían hundido un poco más en sus órbitas y tenía la piel algo dura. Se sentía plastificada y tenía un tono gris amarillento. Mi alguna vez largo cabello rubio que alguna vez tuve había desaparecido porque me habían tenido que rapar para la operación. En lugar de cabello, ahora tenía una mortificantemente suave cosechita de bebé, talla 1. Parecía Skeletor con un trocito de felpa amarilla en la cabeza.
Por alguna razón, la piel que rodeaba la herida todavía estaba completamente calva. Eso me hacía lucir mucho más bizarro. La herida misma, una zigzagueante raya negra de veinticinco puntadas, corría en diagonal de la parte superior de mi oreja derecha, hasta la zona de la frente de ese mismo lado, como unos diez centímetros arriba del ojo.
Me incliné un poco más hacia el espejo y, con la punta de mi dedo, toqué con cuidado la herida. Tuve que quitar el dedo de inmediato porque sentí que una descarga eléctrica lo atravesaba. No fue muy fuerte, más bien como esos toques que dan a veces cuando abres la puerta del coche. Me tomó por sorpresa, de cualquier forma. Supongo que porque no me lo esperaba en lo absoluto.
Vi la punta de mi dedo y luego miré en el espejo la herida que tenía en la cabeza. Durante un momento pensé que había visto algo, un tenue resplandor en la piel que rodeaba la herida, algo como… no sé. Algo que no había visto nunca antes. Un resplandor de algo desconocido.
Me incliné más hacia el espejo y volví a mirar.
Ya no veía nada.
Ningún resplandor.
Estaba cansado, creí que eso era todo.
—«¿Ah, sí?» —me pregunté a mí mismo— «¿Y qué hay de los miles de millones de no-abejas y de la definición de pterion que, de manera inexplicable, apareció de la nada en tu mente? ¿Eso también sería solo cansancio?»
No me contesté.
Estaba demasiado cansado.
Salí de los baños, me dirigí a mí habitación y me metí a la cama.