PRÓLOGO

LUXOR, Egipto: orilla occidental del Nilo, 1931

SI el muchacho no hubiera decidido probar un nuevo lugar para pescar, no habría oído a la chica ciega del pueblo de al lado ni habría visto al monstruo que la atacó.

Solía pescar en un pequeño brazo del río, más allá de los cañizares gigantes de las orillas, por debajo del punto en el que atracaba el transbordador. Aquella noche, gracias al soplo de su primo Mehmet, quien afirmaba haber visto bancos de gigantescos bulti empujados por la corriente en las aguas poco profundas, el muchacho había subido río arriba, dejando atrás las distantes plantaciones de caña de Ba’irat, hasta un estrecho banco de arena que quedaba disimulado por un denso palmeral de doum. El lugar le produjo buenas vibraciones y lanzó la caña. Apenas había rozado el anzuelo el agua cuando oyó la voz de la chica. Tenue pero audible.

—¡Ea, minfadlak! ¡No, por favor!

Levantó la cabeza para escuchar mejor y dejó el sedal a merced de la corriente.

—Por favor, no. —Surgió de nuevo la voz—. Estoy asustada.

Luego risas. Risas de un hombre.

El muchacho soltó la caña, subió por la embarrada orilla del río y se metió en el pequeño palmeral. La voz había salido del extremo meridional, y hacia allí se dirigió él, siguiendo un estrecho camino, avanzando con sumo cuidado para no hacer ruido ni importunar a las víboras cornudas, de veneno mortal, que se escondían entre la maleza.

—No. —Se oyó de nuevo la voz—. ¡Por el amor de Dios, te lo suplico!

Más risas. Una risa cruel. Bromas.

El muchacho se agachó, cogió una piedra dispuesto a defenderse llegado el caso y siguió adelante, sin dejar el camino, que describía una curva en el centro del palmeral y seguía por la ribera. A la izquierda entreveía el Nilo, unas listas de mercurio que ondeaban más allá de las palmeras, pero no divisaba ni rastro de la chica ni de quien la atacaba. Hasta que llegó al borde del palmeral y los árboles desaparecieron de su vista, no obtuvo una imagen clara de la agresión.

Ante él se abría una amplia pista que nacía a la derecha, en la plantación de caña, y seguía hacia el río. Allí vio una moto y más adelante la luz plateada de la luna recortó ante él dos siluetas. Una de ellas, con diferencia la más voluminosa, estaba arrodillada y daba la espalda al muchacho. Se fijó en que el hombre vestía al estilo occidental —pantalón, chaqueta de cuero con polvo incrustado, a pesar de que era una noche cálida— y sujetaba a la otra silueta, mucho más menuda, vestida con una djellaba suda. La muchacha no parecía oponer resistencia, sino que estaba tumbada como si estuviera paralizada, con el rostro oculto tras el considerable físico del violador.

—Te lo ruego —gimió ella—. Te ruego que no me hagas daño.

El muchacho quiso gritar, pero sentía miedo. Avanzó a rastras y se puso en cuclillas detrás de unas adelfas sin soltar la piedra que llevaba en la mano. Desde allí pudo ver bien a la chica y la reconoció. Era Imán el-Badri, la ciega de Sheij Abd el-Qurna, aquella de quien todos se reían, pues en lugar de ocuparse de las tareas asignadas a las chicas —lavar, limpiar y cocinar— se pasaba el día en los viejos templos dando golpecitos con su bastón de un lado para otro y tocando los grabados de los escritos, que todo el mundo decía que comprendía gracias al tacto. Imán la bruja, la llamaban. Imán la tonta.

Observando entre las hojas de adelfa cómo la manoseaba aquel hombre, el muchacho se arrepintió de haberse burlado de ella, pese a que todos lo habían hecho, incluso sus propios hermanos.

—Tengo miedo —repitió—. Te ruego que no me hagas daño.

—No, si haces lo que te digo, bonita.

Eran las primeras palabras que pronunciaba el hombre, o al menos las primeras que oía el muchacho. La voz era áspera y gutural, y hablaba árabe con un acento fuerte. Riéndose, le quitó el pañuelo y pasó una mano por su pelo. Ella empezó a sollozar.

Por más aterrorizado que estuviera, el muchacho sabía que tenía que hacer algo. Calculó la distancia que le separaba de las siluetas que tenía delante y echó el brazo hacia atrás, dispuesto a lanzar la piedra contra la cabeza del violador.

No tuvo tiempo: de pronto, el hombre se levantó, se volvió y la luna iluminó su rostro.

El muchacho ahogó un grito. Había visto la cara de un demonio. Los ojos no eran propiamente tales, sino unos pequeños agujeros negros; en el punto donde debía encontrarse la nariz no había nada. No tenía labios, solamente dientes, unos dientes anormalmente grandes y blancos, como las fauces de un animal. La piel se veía pálida, traslúcida, y las mejillas hundidas, como si retrocedieran de asco ante la grotesca imagen de la que formaban parte.

El muchacho comprendió de quién se trataba, pues había oído los rumores: era un hawaga, un extranjero, que trabajaba en las tumbas y que allí donde debía tener la cara presentaba, en cambio, un espacio vacío. Un espíritu maligno, decían, que merodeaba de noche, bebía sangre y desaparecía durante semanas en el desierto para entrar en comunión con sus semejantes, los demonios. El muchacho hizo una mueca en su intento de contener el chillido que luchaba por salir de su boca.

—Alá, protégeme —murmuró—. Alá, aléjalo de mí.

Por un momento temió que hubiera podido oírle, pues el monstruo avanzó un paso, fijó la vista en el arbusto, con la cabeza ladeada como si pretendiera escuchar. Pasaron unos segundos, unos segundos de angustia. Luego, con una risita bronca, algo parecido al jadeo de un perro, el hombre se fue hacia la moto. Su víctima se levantó, aún sollozando, aunque más sosegada.

Al llegar a la moto, el hombre sacó una botella del bolsillo de la chaqueta, la destapó con los dientes y echó un trago. Eructó, volvió a beber y se metió otra vez la botella en uno de los bolsillos mientras sacaba algo de otro. El muchacho solo distinguió unas correas y unas hebillas y dio por supuesto que se trataba de un casco, pero en lugar de ponérselo en la cabeza, el hombre sacudió el objeto, le dio un golpe, se lo llevó a la cara y levantó las manos para sujetar las correas por detrás de la cabeza. Se trataba de una máscara, una máscara de cuero que le cubría el rostro desde la frente hasta la barbilla, con unos orificios para los ojos y la boca. En cierto modo le daba un aspecto más grotesco del que tenía con las deformidades que pretendía ocultar, lo que hizo soltar al muchacho otro grito de terror entrecortado. El hombre fijó otra vez la vista en él: aquellos ojos blancos se movían tras el cuero escrutando como si estuvieran en el interior de una cueva. Se dio la vuelta, asió el manillar del vehículo y colocó el pie en el pedal de arranque.

—Esto no se lo cuentes a nadie —dijo a la chica, en árabe como antes—. ¿Entendido? A nadie. Es nuestro secreto.

Accionó el pedal con el pie y el motor cobró vida. Aceleró unas cuantas veces con el manillar, se inclinó y buscó a tientas en el interior de una de las alforjas que colgaban de la parte trasera de la moto. Sacó algo que parecía un paquete o un pequeño libro —el muchacho no pudo distinguirlo con claridad—, volvió hacia la chica, le agarró la chilaba y le metió el objeto entre los pliegues del negro tejido. Para mayor repugnancia del muchacho, pasó luego la mano por detrás de la nuca de ella, le levantó la cabeza y la presionó contra la suya. Ella se volvió hacia un lado y hacia otro, al parecer resoplando de asco ante el tacto del cuero contra su piel, y por fin el hombre se apartó de ella y volvió hacia la moto. De una patada plegó los caballetes frontal y trasero, se puso unas gafas, pasó la pierna por encima del asiento y, con un último grito de «¡Nuestro secretito!», puso una marcha y enfiló la pista a toda velocidad hasta desaparecer en una nube de polvo.

El muchacho estaba tan aterrorizado que no se atrevió a moverse hasta pasados unos minutos. Esperó para levantarse a que se hubiera apagado del todo el ruido del motor y se hubiera hecho el silencio en la noche. La chica ya había recuperado el pañuelo, se había recogido el pelo y hablaba entre dientes soltando de vez en cuando unos agudos sonidos que al muchacho le habrían parecido risas de no haber visto antes lo que aquel hombre le había hecho. Le entraron ganas de acercarse a ella para tranquilizarla, para decirle que la terrible experiencia se había acabado, pero tuvo la sensación de que si sabía que alguien había presenciado aquello, su vergüenza no haría más que aumentar. Así pues, se quedó donde estaba, observando cómo la chica buscaba a tientas el bastón en la hierba y luego comenzaba a caminar golpeando el camino que se apartaba del río. Siguió adelante unos cincuenta metros, y de pronto se detuvo y se volvió hacia donde estaba él.

Salaam —exclamó, sujetándose con gesto de protección la chilaba—. ¿Hay alguien ahí?

El muchacho contuvo la respiración. Ella gritó de nuevo forzando aquella mirada carente de visión y luego siguió adelante. Él la dejó marchar y esperó hasta que hubo pasado la curva tras la que se perdió en la plantación de caña. Entonces rehízo el camino del palmeral, siguió el que transcurría junto al Nilo y echó a correr, olvidando incluso la caña de pescar. Sabía perfectamente lo que había que hacer.

Con su motor monocilíndrico de 488 cc y la caja de cambios Sturmey Archer, el modelo J de la Royal Enfield superaba los noventa y cinco kilómetros por hora. En las carreteras asfaltadas de Europa, aquel hombre habría alcanzado casi los ciento diez. En Egipto, sin embargo, donde las mejores carreteras apenas llegaban a la categoría de respetables pistas, en pocas ocasiones pasaba de los cincuenta. Aquella noche era diferente. Especial. El alcohol y la euforia lo volvían temerario, por lo que llevaba la aguja del velocímetro hasta los setenta en su camino hacia el norte por entre plantaciones de caña y maíz, con el Nilo oculto a su derecha y la imponente sombra del macizo de Tebas siguiéndole a su izquierda. Iba tomando tragos de la botella de whisky y cantando para sí, la misma melodía disonante.

Falta mucho para Tipperary.

Falta mucho, ¡qué dolor!

Falta mucho para Tipperary.

¡Para ver a mi dulce amor!

Adiós, Piccadilly.

¡Hasta pronto, Leicester Square!

Falta mucho, mucho, para Tipperary.

Para que al fin nos podamos ver.

La mayor parte de las aldeas de la orilla occidental estaban desiertas, pueblos fantasmas cuyos habitantes fellaheen llevaban muchas horas en la cama y en cuyas viviendas de adobe reinaba la oscuridad y el silencio de las tumbas. Tan solo se veían señales de vida en Esba. Al anochecer se había celebrado un moulid y aún seguían en la calle algunos noctámbulos: un par de ancianos sentados en un banco aspiraban el humo de las pipas sisha; unos críos arrojaban piedras a un camello; un vendedor de dulces regresaba a casa con el carrito vacío. Todos levantaron la vista al paso de la moto y miraron con recelo al conductor. El vendedor ambulante lo increpó y uno de los niños se llevó los dos índices a la frente haciendo la señal de al-shaitan, el Demonio. El hombre no les hizo caso —estaba acostumbrado a ese tipo de insultos— y siguió adelante, con una manada de perros persiguiéndole hasta la salida del pueblo.

—¡Chuchos sarnosos! —les soltó malhumorado volviéndose hacia ellos.

Llegó a un cruce, giró a la izquierda, en dirección a poniente hacia el macizo, cuya destacada mole brillaba a la luz de la luna con tonos de un plateado mate. Unos caminitos entrecruzaban su superficie como blancas venas, y algunos a buen seguro los habían transitado los antiguos trabajadores de las tumbas que recorrían aquellos montes tres milenios atrás, camino de Vadi Biban al-Moluk, el Valle de los Reyes. A lo largo de los años había pasado una infinidad de veces por aquellas sendas para perplejidad de los arqueólogos y otros occidentales establecidos allí, incapaces de comprender por qué no cogía un asno si lo que quería era contemplar las vistas. Carter era el único que lo entendía realmente, e incluso él se estaba aburguesando. Los halagos se le habían subido a la cabeza. Empezaba a tener delirios de grandeza. El hombre podía tolerar la tozudez y la exaltación, pero no a los que se daban aires. No era más que una tumba, por el amor de Dios. Hatajo de inútiles. Él se lo había demostrado. Se lo había demostrado a todos, aunque no lo supieran aún.

Llegó a los Colosos de Amenofis, redujo la marcha, levantó la botella en un brindis burlón y aceleró de nuevo siguiendo la pista que serpenteaba hacia el norte, dejando atrás los templos funerarios que se alineaban al pie del macizo. De algunos no quedaba más que una oscura mezcolanza de piedras y adobe hechos añicos, y apenas destacaban en el paisaje circundante. Tan solo los de Hatshepsut, de Ramsés II y, algo más adelante, el de Seti I, conservaban algo de su esplendor original, cortesanas envejecidas que seguían explotando el recuerdo de la belleza juvenil. Y, cómo no, tras él, hacia el sur, en Medinet Habu, el gran templo de Ramsés III, su favorito en Egipto, donde había vislumbrado por primera vez a la muchacha ciega y todo había cambiado.

«La haré mía —había pensado aquel día mientras la observaba desde detrás de una columna—. Estaremos juntos para siempre».

Y a partir de aquel momento iba a ser verdad. Para siempre. El recuerdo de su rostro y el pequeño pañuelo perfumado que le había arrebatado le habían permitido seguir adelante durante los solitarios meses que había pasado bajo tierra. Mi pequeña alhaja, la llamaba. Más radiante que todo el oro de Egipto. Y más valiosa. Y ya era suya. ¡Qué día tan feliz!

Ya pisaba un camino mejor, allanado y compactado por el tráfico llegado hasta allí gracias al descubrimiento de Tutankamón. Aceleró hasta poner la Enfield a ochenta por hora, dejando tras de sí una nube de polvo. Hasta llegar a Dra Abu el-Naga en el extremo septentrional del macizo —una serie de casas y corrales de adobe situadas en las pendientes que se elevaban por encima del camino— no se hizo a un lado para detenerse. A su izquierda una pálida franja de pista serpenteaba por las colinas hacia el Valle de los Reyes. Frente a él, en la cima de una loma, se divisaba una casa de una sola planta con las ventanas cerradas y el techo abovedado. Se levantó las gafas, la observó y siguió en la moto hasta situarse delante del edificio. Una vez allí, paró el motor, se quitó las gafas y apoyó la moto contra el tronco de una palmera. Después de quitarse el polvo de la chaqueta y las botas, tomó otro largo trago de la botella de whisky y se dirigió hacia la entrada, tambaleándose ligeramente bajo los efectos del alcohol.

—¡Carter! —gritó aporreando la puerta—. ¡Carter!

No obtuvo respuesta. Siguió golpeando con insistencia y luego retrocedió un par de pasos.

—¡Lo he encontrado, Carter! ¿Me oyes? ¡Lo he encontrado!

El edificio permanecía en silencio, a oscuras, no se veía ni una sola luz tras los postigos cerrados.

—Dijiste que no existía y existe. ¡Tu minitumba a su lado parece una casa de muñecas!

Silencio. Apuró el whisky que quedaba, lanzó la botella hacia la oscuridad y acto seguido recorrió el exterior del edificio dando traspiés y pegando manotadas a las ventanas. Cuando llegó de nuevo a la parte delantera, dio un último golpe a la puerta.

—¡Una puñetera casa de muñecas, Carter! Ven conmigo y te enseñaré algo impresionante —gritó antes de volver a la moto. Se puso las gafas y sacudió con el pie el pedal de arranque.

—¡No era más que un niño, Carter! —gritó por encima del rugido del motor—. Un niñito rico y tonto. Un corredor de nueve metros y cuatro habitaciones de mierda. ¡Yo he encontrado kilómetros… no te lo puedes ni imaginar… kilómetros!

Agitó la mano y enfiló la pendiente, y ya no escuchó el grito apagado que salió de la casa:

—¡Lárgate ya, puto judío borracho, maricón!

Ya en la carretera, tomó dirección hacia el sur, desandando el camino. Estaba cansado, conducía más despacio y ya no cantaba. Se detuvo un momento en Deir el-Medina para ver el avance de Bruyère y los franceses en el antiguo pueblo de los trabajadores —algo que siempre despertaba más entusiasmo que las tumbas y los faraones— y luego en Medinet Habu. El templo resultaba espectacular a la luz de la luna, una mágica ciudad plateada que no pertenecía a este mundo. «Un lugar de ensueño», pensó, de pie junto al primer pilono, imaginándose a la chica y todo lo que iba a hacer con ella. Le dio la risa al pensar en lo poco que lo conocían Carter y los demás, en que se imaginaban que era de una forma cuando en realidad era totalmente distinto a lo que creían. ¡Lo que les sorprendería conocer la verdad!

—Ya os lo enseñaré —gritó—. ¡Os lo enseñaré a todos, cabrones arrogantes!

Soltó una risotada, volvió a la moto y recorrió la corta distancia que le separaba del lugar donde se alojaba en Kom Lolah, deleitándose ante la perspectiva de su primera noche de sueño reparador en tres meses. Aparcó la Enfield en el camino de detrás de las viviendas y se encorvó para soltar las correas de los portaequipajes. Al hacerlo, notó algo a su izquierda. Iba a volverse, pero un brazo le inmovilizó el cuello y lo echó hacia atrás. Unas manos lo agarraron, unas manos fuertes, unas cuantas, como mínimo eran tres hombres, si bien entre la oscuridad y la confusión no habría podido asegurarlo.

—¿Qué demo…?

—¡Ya kalb! —siseó una voz—. Sabemos lo que le has hecho a nuestra hermana. Y vas a pagarlo ahora mismo.

Algo contundente le golpeó la parte posterior de la cabeza. Se cayó, empezó a agitarse, recibió otro baquetazo y se hizo la oscuridad. Sus asaltantes lo sacaron a rastras del camino, lo cargaron en un carro y lo cubrieron con una alfombra.

—¿Está muy lejos? —preguntó uno.

—Hay un buen trecho —respondió otro—. Vámonos.

Subieron al carro, fustigaron al asno que tiraba de él y se alejaron. Detrás de ellos se oyó un leve gemido bajo la alfombra, que quedó prácticamente perdido entre el traqueteo de las ruedas de madera.

1972

El último día de su luna de miel en el Nilo, Douglas Bowers dio a su esposa Alexandra una sorpresa que jamás había de olvidar, aunque no exactamente en el sentido que él pretendía.

Habían pasado quince días viajando de Asuán a Luxor y Alexandra tenía la impresión de haber visitado hasta el último templo, las últimas ruinas y el último cochambroso montón de escombros de adobe existente, sin disfrutar apenas de un momento para ella, para hacer lo que en realidad le apetecía, holgazanear al sol mientras se tomaba una limonada y leía una buena novela romántica.

Habían pasado cuatro días especialmente duros en Luxor, pues Douglas insistía en salir de madrugada para poder disfrutar de aquellos lugares antes de la llegada de los autocares atestados de lo que él describía con cierta displicencia como «populacho». La tumba de Tutankamón había despertado un cierto interés en Alexandra pues había oído hablar de él, pero consideraba el resto como algo mortal: una interminable sucesión de cámaras funerarias y paredes repletas de jeroglíficos que, de no haber sido por el calor asfixiante, la habrían dejado completamente fría. Pese a que nunca lo habría reconocido, cuando la luna de miel tocaba a su fin, Alexandra empezó a notar un cosquilleo de alivio al pensar que pronto estarían de nuevo en la gris rutina de las afueras del sur de Londres.

Pero de repente, como algo caído del cielo, Douglas hizo una cosa inesperada: lo que le recordó a Alexandra lo atento que era aquel hombre y por qué se había casado con él.

Era su última mañana. Siguiendo las instrucciones de Douglas se levantaron incluso antes de lo habitual, cuando aún no despuntaba el día, y cruzaron el Nilo. En la orilla izquierda les esperaba un taxi que los llevó hasta el aparcamiento de delante del templo de Hatshepsut, donde dos días antes Douglas había pasado una tarde entera tomando medidas con una cinta métrica retráctil que llevaba siempre encima. Alexandra se imaginó que harían lo de siempre y se le cayó el alma a los pies. No obstante, en lugar de llevarla al templo, su esposo la encaminó hacia un estrecho sendero que serpenteaba en las colinas de detrás del monumento. Fueron ascendiendo por él mientras el cielo adquiría un tono gris cada vez más pálido y el valle del Nilo se iba hundiendo progresivamente. Cuando llevaban más de una hora ascendiendo, Alexandra empezó a pensar que tampoco era algo tan desagradable observar cómo su esposo iba midiendo bloques de piedra. Emprendieron la última cuesta que llevaba a la cima del Qurn: el pico en forma de pirámide que iluminaba la parte meridional del Valle de los Reyes. Allí les esperaba una cesta de picnic.

—He encargado a uno de los del hotel que nos la subiera aquí —explicó Douglas, mientras abría la cesta de la que sacó una botella pequeña de champán frío—. A decir verdad, me sorprende que no nos la haya birlado nadie.

Sirvió dos copas, sacó una rosa roja de la cesta e hincó una rodilla frente a Alexandra.

—Que tu espíritu viva —recitó—. Que permanezcas millones de años, tú, la que amas Tebas, con el rostro hacia el viento del norte contemplando la felicidad.

Era tan maravillosamente romántico, tan poco del estilo de Douglas, que a ella se le saltaron las lágrimas.

—No te preocupes por lo que vale, pequeña —dijo él, reconviniéndola—. Compré el champán libre de impuestos. Más barato, imposible.

Se sentaron en una peña y se tomaron el champán mientras contemplaban la salida del sol en las montañas del desierto, completamente silenciosas y tranquilas, y los cultivos del Nilo, que formaban una especie de bruma verde al fondo, como un mundo en miniatura. Después de desayunar se besaron y recogieron la cesta, que dejaron donde la habían encontrado.

—Alguien subirá a recogerla —dijo Douglas, y emprendió el camino por la senda que seguía la parte posterior de la cima—. Según el tipo aquel del hotel, ya sabes a quién me refiero, al Rupert no sé cuántos, ese algo pedante, de nariz ancha, si seguimos este camino daremos la vuelta a la parte superior de la meseta y bajaremos cerca de la entrada del Valle de los Reyes. —Douglas describió un amplio círculo con el brazo—. Al parecer tardaríamos más o menos una hora, y si aligeramos el paso, estaremos de vuelta a la hora de comer sin problemas.

Alexandra se había recuperado del ascenso y, a pesar de que las caminatas en terreno accidentado no eran su fuerte, en buena parte gracias al champán, se sentía lanzada y con gran diligencia se acomodó al paso de su marido. El camino era estrecho, rocoso, complicado en algún punto, pero Douglas era un caballero y como tal la ayudaba en los pasos más difíciles, y para sorpresa de ella, Alexandra descubrió que incluso se lo estaba pasando bien.

«Una auténtica aventura en el desierto —pensaba—. Cuando se lo cuente a Olivia y Flora, ¡no se lo van a creer!».

Fueron avanzando y avanzando, adentrándose y adentrándose en lo más profundo de las colinas, el Nilo ya se había perdido tras sus pasos y el paisaje era casi lunar en su desolación: no veían más que rocas, polvo y un cielo de un blanco pálido. Pasó una hora, noventa minutos, y aunque Douglas llevaba en la mochila algo de comida y agua, tras dos horas de caminata sin divisar el lugar de destino, Alexandra empezó a sentir cansancio. Le dolían los pies, el calor le resultaba incómodo y encima necesitaba ir al baño.

—Me pondré de espaldas —le propuso Douglas al comentarle ella la situación.

—No pienso orinar al aire libre —saltó ella, de peor humor que un rato antes.

—¡Por Dios, Alexandra, ni que alguien pudiera verte!

—No pienso orinar al aire libre —repitió ella—. Necesito un poco de intimidad.

—O te aguantas o vas hasta allí, detrás de la gran peña. Es lo mejor que puedes encontrar por aquí, pequeña.

Desesperada, hizo lo que le sugería su marido; se alejó unos treinta metros y dio la vuelta a una gran roca que destacaba como una seta gigante en la superficie pedregosa y desértica. A partir de allí se iniciaba una abrupta pendiente que bajaba hacia una pequeña hondonada en forma de embudo, pero detrás de la roca había suficiente espacio plano para que ella pudiera agacharse y levantarse la falda.

—No escuches —gritó.

Se oyó el crujido de unos pasos mientras Douglas se apartaba y luego un silbido. Alexandra apoyó una mano en la peña y observó la piedra intentando relajarse. Estaba hecha de un material amarillento, cubierta de polvo, y presentaba una serie de incisiones, algo que, tras un momento de observación, Alexandra descubrió que no tenía nada que ver con raspaduras, sino que le parecieron restos deslavazados de lo que podía haber sido perfectamente algún tipo de texto jeroglífico. Se echó un poco hacia atrás para observarlo mejor, ya con las bragas en los tobillos. Distinguió algo parecido a una liebre, una línea serpenteante, y un par de brazos y otros símbolos que reconoció a partir del sinfín de monumentos a los que la habían llevado durante las dos últimas semanas.

—Cariño —gritó retrocediendo un poco más y dejando a un lado la vergüenza y la necesidad de orinar—. Creo que he encontrado…

No pudo ir más atrás. Perdió el equilibrio y empezó a rodar de espaldas por la pronunciada pendiente que se abría detrás de la peña, levantando polvo y arena mientras agitaba frenéticamente las piernas para deshacerse de la cinta elástica que le limitaba el movimiento. Llegó hasta abajo y vivió durante un instante la curiosa sensación de estrellarse contra un montón de ramas y tallos, pero de pronto inició de nuevo el descenso, que le pareció eterno, en esta ocasión por un espacio abierto, antes de ir a parar contra algo mullido y perder el conocimiento.

Arriba, Douglas Bowers oyó los gritos de su esposa y echó a correr hacia la roca.

—¡Santo cielo! —exclamó, mientras bajaba a gatas la pendiente hacia el agujero que se abría al fondo—. ¡Alexandra! ¡Alexandra!

Tenía ante sus pies un pozo rectangular cortado en la blanca piedra caliza con unas paredes lisas y perfectamente labradas, sin duda una obra hecha por el hombre. Al fondo, a unos seis metros, apenas visible a través de la nube de polvo que tapaba el agujero, una maraña de ramas y tallos que en otra época probablemente habría obstruido la abertura del pozo. No vio ni rastro de su esposa. Hasta que el polvo empezó a posarse y vislumbró un brazo, tras el cual distinguió un zapato y por fin su vestido estampado.

—¡Alexandra! ¡Por favor! ¿Me oyes? ¡Alexandra!

Se hizo un largo y terrible silencio, el peor silencio que había conocido Douglas en su vida, y luego se oyó un débil lamento.

—¡Oh, gracias, Dios mío! ¡Cariño! ¿Puedes respirar? ¿Te has hecho daño?

Se oyeron más lamentos.

—Estoy bien. —Una voz débil ascendió desde el fondo—. Tranquilo.

—¡No te muevas! Iré a buscar ayuda.

—No, espera, déjame…

Se oyó un movimiento y el crujir de unas ramas.

—Hay una especie de… puerta.

—¿Cómo?

—Aquí abajo, al fondo. Es como un…

El crujido iba intensificándose.

—Estás conmocionada, Alexandra. No te muevas. ¡Te sacaremos de aquí en un momento!

—Veo una pequeña habitación. Hay alguien sentado…

—Amor mío, te has hecho daño en la cabeza, sufres alucinaciones.

Suponiendo que así fuera, para ella eran muy reales, pues en aquel preciso instante Alexandra Bowers empezó a chillar, histérica, y nada de lo que hubiera podido hacer o decir su esposo le habría devuelto la calma.

—¡Dios mío, sácame de aquí! ¡Aléjame de él! ¡Te lo imploro, apártame de él antes de que me haga daño! ¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Dios mío!

El presente

Nadie habría podido asegurar dónde había empezado en realidad la cadena de acontecimientos que culminó en la colisión.

Estaba fuera de toda duda que la barcaza del Nilo se encontraba fuera de su ruta. El esquife a remos, por otra parte, no tenía por qué estar en el río, sobre todo después de haber oscurecido y con una vía de agua en el casco, y mucho menos con un solo remo en funcionamiento.

He aquí los detalles más claros del accidente. Ahora bien, tampoco podía afirmarse que la causa primordial hubiera sido alguno de estos detalles o la suma de todos ellos. Hacen falta tantos otros elementos aleatorios para transformar una situación potencialmente peligrosa en un hecho trágico.

Si la motora de la policía no se hubiera dado la vuelta y hubiera ordenado al esquife que regresara a la orilla, no habría terminado en la ruta de la barcaza. Y si el vigía de la barcaza no hubiera comprado una radio nueva, no se habría encontrado absorto en el derbi de fútbol de El Cairo y habría sido capaz de accionar antes la alarma. Si el petrolero que tenía que abastecer la barcaza no se hubiera retrasado y hubiera soltado amarras en el momento previsto, se habría encontrado ya lejos en dirección norte en el momento en que el esquife y sus ocupantes iban a parar al fondo del agua.

Hubo tantos elementos enlazados, el hilo estaba tan enredado, tenía tantas hebras, que en el análisis final resultó imposible identificar una única causa, establecer una culpabilidad clara y absoluta.

Tan solo podía afirmarse lo siguiente:

En primer lugar, que alrededor de las nueve y cuarto de una noche clara y despejada, a aproximadamente un kilómetro al sur de Luxor, se produjo en el Nilo un terrible accidente que tuvo como testigos una lancha de la policía y una familia egipcia que cenaba a la luz de la luna en la ribera oriental del río.

En segundo lugar, que después del accidente, las vidas de los afectados nunca volverían a ser las mismas.