Tres meses más tarde
EL inspector jefe Arieh Ben Roi de la policía de Jerusalén mantuvo su promesa.
Cómo lo consiguió, nunca nadie llegaría a saberlo. Las corrientes en aquella parte del Mediterráneo tenían que haberlo llevado en dirección opuesta. Puede que lo transportara una ola inesperada. Quizá quedó atrapado en la red de una barca pesquera. Quizá —eso es lo que Jalifa quiso creer— Alá, Dios, Yavé, echaron una última mano al grandullón. Porque a pesar de que desde fuera diera una imagen quisquillosa, en el fondo era una buena persona, una persona recta, y uno de los mejores amigos que había tenido Jalifa en su vida. Eran cosas que Alá veía.
Alá lo veía todo.
Fuera como fuese —ola, red, Dios, otro elemento—, hacia las seis y media de la mañana de un día claro y cálido, mientras sonaban los chillidos en la sala de partos del hospital Hadassah de Jerusalén, un hombre que paseaba el perro por la playa al sur de Bat Yam distinguió algo que flotaba en el agua. Se acercó y vio que las olas lo empujaban hacia la orilla. Fue acercándose y acercándose, los chillidos iban en aumento, hasta que surgió el gutural y agotado grito de alivio y tomó su primer aliento un niño lleno de salud que acababa de llegar al mundo. Prácticamente en el mismo momento, una ola dejó con suavidad en la arena el cuerpo de una persona. A pesar del largo tiempo sumergido, el cadáver estaba en perfecto estado de conservación. Su rostro dibujaba una amplia sonrisa.
Arieh Ben Roi estaba en casa.
Jalifa sabía todo esto porque había recibido, como caída del cielo, una llamada de Sarah, la compañera de Ben Roi. En aquellos meses habían tenido algún contacto, pues Jalifa le había escrito para explicarle las circunstancias de la muerte de Ben Roi. Esta última vez, con un bebé que atender, no había tenido tiempo para hablar mucho. Fue simplemente ponerlo al corriente de lo sucedido y pedirle dos favores. ¿Asistiría a los funerales de Ben Roi? Y ¿aceptaría apadrinar a su hijo?
¡Cómo no!, había sido la respuesta de Jalifa. Dijo que sería un honor para él. Una cosa y otra.
Por ello se reservaron rápidamente vuelos y hoteles (y a pesar de las protestas del egipcio, no se le permitió pagar nada).
Y también por ello, Jalifa y su familia se encontraban en aquellos momentos en la ladera de la colina desde la que se denominaba la Ciudad Vieja de Jerusalén mientras hacían descender en la fosa un sencillo ataúd de madera y un rabino de voz sonora entonaba el kaddish funerario judío.
—Yisgadal v’yiskaddash sh’mey rabboh.
Mientras escuchaba, cabizbajo, con una mano sujetaba a Zenab y con la otra envolvía con gesto protector a Batah y a Yusuf. Sin darse cuenta empezó a pensar en todo lo sucedido en los últimos tres meses. En todo lo que había cambiado.
La cuestión de los vertidos tóxicos de Barren había saltado a la prensa; empezando por Israel, había pasado como un reguero de pólvora a las portadas de los periódicos del mundo. Y algo sorprendente en estos casos, ni un desmentido, ni un intento de escurrir el bulto. Al contrario, el nuevo presidente de la empresa, William Barren, había condenado públicamente la forma en que su difunto padre había dirigido la empresa, incluso había pedido excusas. Las cosas iban a cambiar con él al mando, había prometido. Para empezar, se crearía un fondo destinado a limpiar la suciedad que había dejado su padre. Se sacarían los barriles, se purgaría el acuífero y se compensaría económicamente a todos los que habían sufrido las consecuencias de la contaminación. Las compensaciones iban a ser sustanciales. Lo que Jalifa no sabía era si se trataba de un acto de contrición sincero o de una cínica maniobra para lavar la cara de la empresa. Lo que sí veía claro era que la familia Attia pasaría una buena temporada sin problemas económicos.
Por otro lado, a Zoser Freight, compañía implicada en el escándalo, le había caído una multa espectacular y se había abierto una investigación criminal a su consejo de administración, del que formaba parte el hermano del ministro del Interior. Jalifa nunca iba a saber a ciencia cierta si la barcaza que había matado a su hijo había sido una de las que transportaban residuos tóxicos, pero lo reconfortó un poco saber que si una empresa de tanta envergadura, con tantas relaciones en las alturas, como Zoser, podía caer del pedestal, aún existían esperanzas para un nuevo Egipto.
Él y Zenab seguían llorando la muerte de su hijo. Nunca dejarían de hacerlo. Pero al tiempo —algo difícil de explicar a una persona que no lo hubiera vivido—, en los últimos meses sus vidas se habían desplegado un poco. El pesar era intenso como siempre, pero a su alrededor parecía que se iba abriendo un nuevo círculo. Se creaba espacio para que echaran raíces y florecieran otras cosas. El dolor ya no era el elemento dominante. Se hablaba incluso de buscar otro hijo, aunque por el momento nada se había materializado. Insballab, ya llegaría el día.
Después de aquella noche del barco, una de sus prioridades había sido la de devolver el destrozado cuaderno de Samuel Pinsker, y aprovechó la primera oportunidad que se le presentó para desplazarse hacia el sur a hacer una visita a Imán el-Badri. Se encaminó hacia allí con gran pesar, consciente de que había roto la promesa que le había hecho. Cuando llegó le informaron de que una semana antes la anciana había muerto tranquilamente mientras dormía. La misma noche en que la había visto él. Era como si hubiera resistido hasta el momento de cumplir con su último deber de entregar el cuaderno, y hasta entonces no se hubiera permitido el descanso. Jalifa fue hasta su tumba, recitó el Salat al-Janazah y, después de asegurarse de que nadie lo veía, abrió un agujero en el suelo y enterró el cuaderno junto a ella. Una semana más tarde se fue a la tumba de Samuel Pinsker en El Cairo y depositó en ella un puñado de tierra de la sepultura de Imán el-Badri, que se había guardado en un pañuelo. Un pequeño gesto que él esperaba que significara algo para los dos. Como no cesaba de repetirle Zenab, él era así de tierno.
¿Qué más?
La licitación sobre el yacimiento de gas de Barren se había abandonado discretamente; la web de Nemesis Agenda había desaparecido misteriosamente sin que nadie pudiera explicar por qué. En los foros se especulaba sobre implicaciones de la CIA, del Mosad, sobre conspiraciones capitalistas internacionales. Nunca llegó a demostrarse nada. Y a la larga tampoco importó a nadie. Agenda había sido un faro, algo que estimuló la imaginación de quienes creían en un mundo más equitativo. Otros grupos seguirían con su trabajo. Se pediría que los infractores rindieran cuentas.
Nunca se hizo público el menor detalle sobre la trágica historia de Rachel Barren. Como mínimo nada llegó a oídos de Jalifa. Él esperaba que, estuviera donde estuviera, descansara en paz, y rezaba para que así fuera.
Dos apuntes finales.
Con un día de separación entre ellos, Jalifa recibió dos correos electrónicos. Uno de su amigo de la infancia Mohamed Abdullah, ahora una persona de peso en el campo empresarial de internet; el otro de Katherine Taylor, una escritora de novela negra estadounidense, millonaria, con la que había entablado una cierta amistad unos años antes, cuando se había desplazado a Luxor a investigar para un nuevo libro. Había olvidado por completo los mensajes que él mismo les había mandado, de modo que tuvo una agradabilísima sorpresa al comprobar que ambos se mostraban encantados en colaborar económicamente para el orfanato de Demiana Barakat. Mohamed Abdullah daba un paso más y ofrecía a los niños un viaje con todos los gastos pagados a El Cairo para visitar el Dreampark, el Teatro de Marionetas y la Villa Faraónica del Doctor Ragab. Jalifa siempre había considerado aquella villa como algo de dudoso gusto, pero, teniendo en cuenta las circunstancias, pensó que sería de mala educación hacer un comentario al respecto.
¿Y Rivka Kleinberg? Su asesinato era cuestión israelí, de modo que Jalifa solo estaba al corriente de lo que había visto en internet. Mientras que la implicación de Barren era indiscutible, los israelíes estaban lejos de detener a quien había perpetrado el asesinato. La última vez que había consultado sobre el tema había visto que la investigación se centraba en un asesino a sueldo turco. Esperaba nuevos datos con interés.
Un murmullo de omeyn indicó el fin del rezo y apartó a Jalifa de sus cavilaciones. Frente a él, los hombres se situaban en fila y avanzaban de uno en uno para echar una palada de tierra en la fosa. Como musulmán, Jalifa no sabía si tenía que participar en aquella ceremonia, aunque al ver entre ellos a una especie de sacerdote —un hombre bajito, regordete, con una sotana negra, un anillo morado y un crucifijo plano de plata colgado del cuello— decidió hacerlo. Se puso en la cola detrás de un joven delgado con gafas redondas y solideo de punto azul.
—Ma’a salaam, sahebi —murmuró al vaciar la pala que llevaba.
Cuando acabaron los funerales y los congregados empezaron a dispersarse —realmente se había reunido una gran multitud—, una mujer con un bebé en brazos se acercó a los Jalifa y se presentó. Su vuelo había llegado con retraso y habían tenido que ir directamente al cementerio, por eso era la primera oportunidad que tenía de hablar con Sarah, la compañera de Ben Roi.
—Saluda a tu padrino —dijo ella y le pasó el pequeño. Zenab, Batah y Yusuf se colocaron a su alrededor mientras mecía al bebé.
—¡Qué guapo es! —dijo.
Y era cierto. La delicadeza de los rasgos, el brillo de los ojos apuntaban a que por el aspecto había salido más a la madre que al padre. El propio Ben Roi habría sido el primero en admitir que aquello era algo positivo.
—Ni siquiera sé su nombre.
—Le hemos puesto Eli —dijo Sarah—. Eli Ben Roi.
A Jalifa se le hizo un nudo en la garganta.
—¡Qué maravillosa coincidencia! Mi hijo… nosotros perdimos a un hijo… que se llamaba Ali. Eli, Ali. Es casi lo mismo.
Sarah sonrió y le puso una mano en la muñeca, un gesto que decía: «No ha sido una coincidencia».
Jalifa pestañeó y tuvo que mirar a otro lado. Tras un silencio, Zenab se acercó a él y le murmuró al oído:
—Pues claro, pues claro.
Jalifa se recuperó, besó la frente del bebé y se lo pasó a su madre. Luego se metió la mano en el bolsillo y sacó una cajita de plástico.
—Hace unos años, cuando conocí a Arieh, me regaló esto —dijo—. Lo he guardado desde entonces. Ahora creo que hay un lugar mejor donde depositarlo.
Abrió la cajita. Sobre un fondo de tela había una pequeña menorá y una cadena. La menorá que llevaba Arieh Ben Roi. Jalifa la sacó y la pasó con sumo cuidado por encima de la cabeza del niño.
—Así. Como su padre.
El pequeño empezó a refunfuñar.
—Idéntico a su padre —dijo Sarah.
Se quedaron un momento juntos mientras ella calmaba a su hijo. Luego Jalifa captó que ella necesitaba quedarse sola, con el niño y con Ben Roi, se disculpó y se fue con los suyos. Decidieron seguir un camino que iba desde el cementerio hasta la cima de la colina, donde se ofrecía una vista espectacular de la Ciudad Vieja. Batah y Yusuf se detuvieron para contemplar un aviario lleno de pájaros que aleteaban. Jalifa y Zenab siguieron andando un poco más y se sentaron en un muro. Frente a ellos, la Cúpula de la Roca presentaba un dorado intenso bajo el sol matutino; a su alrededor, encuadrados por los gigantescos muros de piedra de la ciudad, se apretujaban de tal forma los tejados, las cúpulas y las torres, así como algún ciprés, que resultaba imposible distinguir dónde acababa uno y dónde empezaba el otro.
Un lugar lleno de tensiones, Jalifa lo sabía, animadversión y resentimiento, amargura y odio. Él tenía sus propias opiniones sobre lo bueno y lo malo de la situación. Aunque visto desde allí arriba, todo parecía tranquilo y pacífico. Menos agitado que un montón de juguetes guardados en su caja.
E independientemente de lo bueno y lo malo, Ben Roi había sido un amigo. Un buen amigo. Aquello encerraba una lección. También cierta esperanza.
Se quedaron unos minutos sentados allí en silencio, con las piernas colgando, observando más abajo a un grupo de siluetas vestidas de negro que iban haciendo reverencias frente a una tumba. Jalifa puso la mano en la cintura de su esposa y la atrajo hacia sí.
—Lo echo de menos —dijo en voz baja—. A Ali. Lo quería tanto…
—Lo quiero —lo corrigió Zenab, acurrucada junto a él—. Está aquí. Siempre estará aquí.
Jalifa asintió y la estrechó con más fuerza.
—Estamos bien, ¿verdad?
—Claro que estamos bien. Somos el equipo Jalifa.
Aquello le hizo sonreír. Se volvió para besarla, pero lo interrumpió el movimiento de Batah y Yusuf que se acercaban. Se conformó con soplarle levemente la oreja. Sus hijos se sentaron también en el muro y los cuatro entrelazaron sus manos. Se hizo otra vez el silencio; ninguno sentía necesidad de hablar, a todos les satisfacía estar juntos. Con su familia. De pronto, Yusuf levantó una mano y señaló.
—Fíjate, papá. Alguien hace volar una cometa.
Por encima de la Ciudad Vieja, un minúsculo triángulo rojo se agitaba y subía por encima del enjambre de tejados. La estuvieron observando un rato. Luego, como un solo hombre, se pusieron a cantar:
Vamos a enviar la cometa al cielo,
La haremos volar muy, muy arriba.
Una traducción tan torpe que no pudieron seguir, pues los cuatro estallaron en carcajadas.