NATHANIEL Barren se encontraba en la terraza de su suite en el Winter Palace Hotel, la hinchada mole apoyada en la balaustrada de piedra, contemplando a través del Nilo la distante joroba que formaban las colinas de Tebas.
Había cumplido con su obligación en el Valle de los Reyes, había vuelto al hotel y había cenado solo. Suponiendo que se sintiera triste, por su expresión nadie lo habría detectado. Solo en sus manos había un indicio de un profundo tormento, de un diálogo interno tempestuoso. Las había curvado como zarpas, con las amarillentas uñas casi hundidas en la superficie del pretil, cual ganchos de carnicero en una res muerta.
Permaneció allí de pie casi media hora, balanceándose hacia delante y hacia atrás con el incesante pitido de taxis y coches, así como las charlas de las familias que se paseaban por la Cornisa, como música de fondo. Cuando se hubo cansado, soltó un suspiro, se dio media vuelta y volvió con paso cansino a su habitación.
—Voy a retirarme, Stephen.
El mayordomo salió de las sombras y, con un gesto deferencial de asentimiento, se dispuso a preparar a su señor para acompañarlo a la cama. Lo ayudó a desnudarse y a ponerse la ropa de dormir, lo sujetó por los brazos mientras acomodaba aquel voluminoso cuerpo en el colchón y le llevó una bandeja con la medicación: toda una colección de pastillas de diferentes colores perfectamente dispuesta en una línea, que él fue tragando una tras otra con un vaso de leche tibia. Luego apartó la bandeja y lo recostó en un montículo de almohadas. Lo cubrió con las sábanas hasta medio pecho y le dio la mascarilla de oxígeno, no sin antes comprobar por el indicador de la bombona que salía la cantidad correcta de gas. Apagó las luces, a excepción de la de la mesilla de noche, dio las buenas noches a su señor y se retiró.
A solas, Barren fijó la vista en el techo. Su pecho era como un fuelle de herrero; toda la habitación resonaba con aquella respiración ahogada, con los resuellos. Pasó un minuto, sus ojos empezaron a cerrarse, los párpados legañosos se deslizaron lentamente por encima de los iris. Al cabo de poco se vio tan solo una fina línea blanca. De repente sujetó con fuerza las sábanas y murmuró algo, una sola palabra, apagada por la goma empañada de la mascarilla de oxígeno. Sonó a algo así como «racial».
Con ello se acabaron de cerrar los ojos y se quedó dormido.
Voy a esperar media hora antes de volver a la suite. Tal como era de prever, está completamente fundido. El sedante que le he puesto en la leche tal vez no era necesario —siempre ha dormido muy bien—, pero en este caso toda precaución es poca. No soporto la idea de que se despierte en plena limpieza. No quisiera que me fulminara con una de sus miradas. Sería lo peor. Ni hablar.
Me quedo un rato observando. No siento tanta emoción como temía. He permanecido al servicio de esta casa casi treinta años, los mismos que estuvo mi padre antes que yo. Cualquiera podría pensar que tanto tiempo —casi media vida— llevaría a unos sentimientos más marcados. En realidad es poco lo que siento. Mi angustia ha terminado. He dejado atrás las dudas. Estoy en el túnel. En el túnel de luz. Solo tengo una cosa en la cabeza: hacer limpieza y llevar a cabo mi trabajo con la máxima pulcritud.
Me voy hasta el armario a buscar otra almohada. ¡Qué almohadas tan extraordinarias tienen aquí! Con un relleno consistente, firme. Me dirijo luego a la cama y le retiro la mascarilla de oxígeno. La dejo a un lado, agarro bien la tela de uno y otro lado de la almohada y, sin más preámbulos, la aplasto sobre su cara, con suficiente fuerza para asfixiarlo, pero no excesiva para que pueda dejar alguna marca.
La familia siempre ha recurrido a nosotros para las limpiezas especiales. Las que exigen una delicadeza y discreción específicas. Las que tienen una importancia clave para el bienestar de la familia (¡no surge a menudo una como esta!). Por lo que me han contado, mi padre era un maestro en lo de hacer limpieza. Lo que llegaré a ser yo con el tiempo. Ya he perdido la cuenta de las veces que me han llamado para acabar con un caos que podía haber llegado a entrañar peligro.
«Tengo otro trabajo para usted, Stephen. Los detalles están en el sobre».
En realidad no he perdido la cuenta, ni muchísimo menos. El registro está en treinta y dos. Treinta y tres, si se cuenta esta noche. Lo que evidentemente haré. Los asuntos de familia son los asuntos de familia, independientemente de quién dé la orden.
Lucha menos de lo que había imaginado. De hecho, apenas se resiste. Un intento de arquear la espalda, unas cuantas sacudidas, pero en veinte segundos se queda inmóvil. No me la juego y mantengo la presión mientras cuento hasta doscientos, para asegurarme. Luego levanto la almohada. Describiría su expresión como de sorpresa, rayando en la irritación, aunque seguro que se debe a que tiene los ojos y la boca abiertos. Se los cierro y queda transformado. Relajado. Incluso sereno. Lo que se espera de un enfermo que ha muerto tranquilamente mientras dormía.
No siento ningún tipo de pesar. Ningún arrepentimiento, ninguna tristeza. La batuta ha cambiado de manos. Y con ella, mi lealtad. Al final parece que los pañuelos de papel no hacían falta.
Coloco de nuevo la mascarilla, aliso las almohadas de debajo de su cabeza, arreglo la que ha servido para hacer limpieza y la pongo otra vez en el armario. Después de un último control, cojo el teléfono móvil, marcó el número y transmito la feliz noticia.
Siempre he visto que el señor William tenía algo. Algo que al parecer su padre dejaba a un lado intencionadamente. Talento. Posibilidades. La señorita Rachel era una mujer estimable, a su manera, pero nunca podía haber representado el futuro. En mi opinión, el señor William era el único camino viable.
Por ello, cuando se acercó a mí para explicarme que había llegado el momento de abrir un nuevo capítulo, cuando me pidió ayuda, me costó poco tomar una decisión. La familia, está claro, lo es todo. Es mucho más que la suma de sus partes. Eso me enseñó mi padre. Y es el credo que ha regido mi vida. Con el señor Nathaniel aquejado de problemas de salud, había que garantizar la sucesión. El futuro de la familia está protegido. Y el señor William es el futuro.
Una decisión sin ninguna complicación. Algo así como llegar y besar el santo, creo que se dice.
Cuando le digo que está hecho, el señor —el nuevo señor— se muestra efusivo en sus alabanzas. Yo no tendría que desear este tipo de recompensa, pues, al fin y al cabo, es mi trabajo, pero no puedo evitar una cierta emoción, una satisfacción. Me sugiere que me tome unas vacaciones, que me vaya al lugar del mundo que quiera, con todos los gastos pagados, pero ¿por qué he de querer yo algo así? Mi sitio está en la familia. En el centro de la familia. Debo servir de la forma que pueda.
Echo un último vistazo —en las limpiezas toda precaución es poca— y me retiro a mi habitación. No soy una persona extravagante, pero en esta ocasión creo que puedo pedir algo al servicio de habitaciones. Un té, tal vez. Y una galleta para acompañarlo.
El futuro, creo, es halagüeño.