Jerusalén

JOEL Regev estaba sentado, inclinado hacia delante, cuando el programa de recuperación le ofreció la contraseña que necesitaba. Menorah3. Ni siquiera era de seguridad mínima, lo que explicaba por qué el programa se la había enviado en menos de cinco minutos. Cualquiera habría pensado que un policía iba a ser más cauteloso con ese tipo de cosas, pero tampoco era de su incumbencia. Nada de todo aquello era de su incumbencia. Lo hacía porque Dov se lo había pedido y le había dicho que era importante. Tecleó la contraseña en el lugar de registro y aceptó.

—Lo tienes a punto —dijo en voz alta, dirigiéndose a Zisky, cuando le apareció en la pantalla lo que buscaba.

Su amigo, que estaba en la cocina preparando café, fue hacia el ordenador y Regev le cedió el asiento.

—Supongo que no hace falta que te diga que es un delito grave piratear un ordenador policial.

—Solo van a ser unos minutos. Tengo que comprobar algo.

—Pues compruébalo rápido. He ido de un sitio a otro para que no puedan seguirnos la pista, pero así y todo no quiero correr riesgos.

Zisky levantó el pulgar, satisfecho, y luego se centró en la pantalla; sus gafas brillaban bajo la luz del entorno. Regev lo dejó todo en sus manos.

Ben Roi había muerto. La noticia había llegado a la comisaría a última hora de aquella tarde. No existía confirmación, ni tampoco detalles, aparte de la llamada anónima efectuada desde Egipto. Pero Zisky no necesitaba ningún detalle. Sabía que tenía relación con el caso Kleinberg. No le cabía la menor duda. El caso en el que Egipto era omnipresente, aquel que el día anterior habían mandado a las altas esferas. Precisamente nadie había abierto la boca sobre por qué se encargaban los de arriba, pero él podía hacer una conjetura con una cierta base. Lo que sí le había llegado era un rumor sobre un correo electrónico mandado por Ben Roi. Por lo visto con aquel envío se había armado la gorda y por eso se había vetado la investigación.

Necesitaba ver el mensaje. Por eso había convencido a Joel para que echara mano de su pericia informática y pirateara la cuenta de Ben Roi. Con el ratón seleccionó el icono del correo y seguidamente la bandeja de enviados. Era el primero de la lista. El último que había mandado Ben Roi. Iba dirigido a Leah Shalev, con copia para el comandante Gal y el comisario Baum. Asunto: «Caso resuelto».

Se retocó los clips con los que se sujetaba el yarmulke y se dispuso a leer.

Le había sabido mal la forma en que Ben Roi le había hablado el último día —«¡Llámame inspector!»—, aunque no por ello había dejado de admirarlo. En un cuerpo en el que se acumulaba gente intolerante e inútiles de todo tipo, Ben Roi le había demostrado que era legal. El mejor. Por eso le había ilusionado tanto ir de pareja con él aquellos quince días («¡Aunque no en el sentido que…!»; era como si estuviera oyendo la voz de Ben Roi).

Por eso también tenía la curiosa sensación de que Ben Roi estaría de acuerdo en lo que estaba haciendo. En cierto modo, desde alguna parte, le incitaba a hacerlo. Al igual que él, el grandullón tenía su propia interpretación de las cosas. Habían formado un buen equipo. Podían haber montado uno extraordinario.

Leyó el informe hasta el final y su asombro fue en aumento al ir pasando las páginas. Lo mismo que su admiración por la forma en que su colega había atado todos los cabos. Jugueteando con la Magen David de plata que llevaba en el cuello, intentó decidir qué podía hacer. Porque tenía que hacer algo. No podía dejarlo todo colgado. Se lo debía a Ben Roi. Y también a su madre.

«Seré un buen policía —le había prometido aquel último día en el hospital, mientras le sujetaba la mano y le acariciaba el pelo, ya ralo, de la cabeza—. Siempre intentaré hacer lo correcto y llevar a los malhechores ante la justicia».

Reflexionó unos minutos mientras hacía girar el colgante. Luego, con un gesto de asentimiento y una sonrisa, buscó dos nombres en Google. Clicó reenviar en el correo y copió las direcciones importantes: natan-tirat@haaretz.co.il, mordechaiyaron® gmail.com. Cambió el asunto, puso «Exclusiva», le dio al botón de enviar, esperó la confirmación de envío, lo cerró todo y volvió a la cocina pensando en qué tipo de bomba acababa de enviar.

—¿Te apetece una cerveza? —preguntó.