Ben Roi y Jalifa

HABÍAN recorrido medio barco, envueltos en la niebla, cuando resonó el disparo tras ellos. Oyeron un alarido en el que se distinguía «¡Rachel!», seguido por un grito angustiado, gutural, parecido al rugido de un animal herido de muerte.

Ben Roi y Jalifa se detuvieron, se miraron, intrigados. Otro grito y luego, en un eco que parecía transmitir un altavoz, una voz enfurecida de «¡Buscadlos. Traedme a esas bestias asesinas!».

Echaron a correr.

Llegaron a la proa del barco y buscaron a tientas la pasarela de salida. Empezaban a bajar por ella cuando oyeron gritos y pasos abajo. La mujer no lo sabía, pero allí abajo había guardias. Y muchos, a juzgar por el ruido. Se disponían a subir.

Ben Roi y Jalifa retrocedieron y se acercaron al triángulo de cubierta que formaban la proa del barco y la escotilla de carga más alejada. La niebla no les permitía ver más que a dos metros, pero no les hacía falta la vista para saber que estaban atrapados. Oían los gritos, los pasos que iban subiendo a su izquierda. Frente a ellos otros se acercaban por los costados del barco.

—¡Buscadlos! ¡Matadlos!

Se miraron, desesperados. Luego, sin intercambiar palabra, decidieron dividirse. Ben Roi se fue hacia la izquierda para controlar la parte superior de la pasarela, así como el estrecho canal de la cubierta entre la barandilla lateral del barco y las bodegas de carga, que estaban abiertas. Jalifa se ocupó del canal de babor.

Forzaron la vista en la oscuridad, con la Heckler a punto, la cabeza ladeada, el oído atento. Pasaron veinte segundos. Un tiempo cargado de tensión y de angustia, en el que quienes los perseguían se iban acercando y su radio de acción se limitaba inexorablemente. Surgieron las primeras siluetas en la parte superior de la pasarela. Ben Roi disparó a dos de ellos a quemarropa y se los quitó de en medio. Jalifa también percibió movimiento y desencadenó una descarga. La respuesta no se hizo esperar y el aire empezó a vibrar con el silbido de las balas que daban contra el metal y los destellos de luz blanca que rasgaban el velo de la niebla. Los dos inspectores se protegieron contra el muro de acero de la escotilla de carga, que estaba levantada, y volvieron a disparar antes de agacharse de nuevo. Teniendo en cuenta que los hombres de Barren solo podían acercárseles por los costados del barco y por la pasarela, Ben Roi y Jalifa eran capaces de mantener su posición aunque los otros los superaran en número. Evidentemente, mientras durara la munición. Y esta empezaba a menguar.

—¡Cúbreme! —gritó Ben Roi.

Jalifa perdió una última ráfaga de fuego en medio de la nube blanca que cubría aquel costado del barco, pasó al otro lado y siguió disparando. El israelí se arrodilló, rodó por la cubierta hasta la pasarela de acceso, agarró uno de los cadáveres tendido allí y lo lanzó hacia la escotilla de carga. Repitió el proceso con otro, mientras las balas repicaban como una lluvia metálica. Jalifa se desplazó también rodando para cubrir de nuevo el canal de la derecha; Ben Roi empujó los cadáveres hacia el suelo. ¡Menudo botín! Cada uno llevaba en sus manos una MP5, una Sig Sauer en la funda del cinturón y cargadores Heckler de repuesto en el bolsillo del chaleco antibalas. Treinta balas, le pareció. Todo un pequeño arsenal. Pasó una de las Heckler a Jalifa, así como un par de cargadores, se quedó el resto y lanzó una nueva descarga.

Por el momento aguantaban el tipo mientras intentaban buscar la forma de salir del barco.

El tiroteo siguió un rato más, con los inspectores parapetados y los hombres de Barren incapaces de acercarse a ellos. Se oyeron gritos y ruido de pasos en retirada. Un inquietante silencio se apoderó del ambiente.

—¿Qué hacen? —preguntó Jalifa entre dientes.

Ben Roi no tenía ni idea.

—No nos dejan salir, esto está claro.

Se quedaron pegados a la trampilla metálica, aguzando el oído, con el pulso disparado, intentando desesperadamente idear algún plan. Tendrían cubierta la zona de la base de la pasarela; lo mismo ocurriría con las partes de la cubierta situadas junto a las bodegas de carga.

—¿Crees que podríamos saltar? —preguntó Ben Roi.

—¿Te has vuelto loco o qué? Es una caída de cuarenta metros. El muelle a un lado, las rocas al otro y un remolcador enfrente. Podríamos considerarnos afortunados si solo nos rompiéramos la espalda.

Ben Roi no se molestó en discutírselo.

—La situación es difícil. —Fue su único comentario.

El silencio siguió como mínimo durante diez minutos más, tiempo que probablemente aprovecharon hombres de Barren para analizar las opciones que tenían. Luego oyeron desde el otro lado del muelle otra vez aquella voz furiosa. La voz de su jefe.

—¡Me da igual! ¡Matadlos ahora mismo! ¡Ahora! ¿Me oís? ¡Venga! ¡En marcha! ¡Pero ya! ¡En marcha! ¡Es una orden!

Los dos se miraron, sin comprender a qué se refería. La respuesta surgió casi de inmediato. Se oyó un profundo ruido nada halagüeño y bajo sus pies empezó a vibrar el acero de la cubierta al despertar los motores del barco. Casi de forma simultánea oyeron el ronroneo del sistema hidráulico y las escotillas de carga que les habían protegido hasta entonces empezaron a descender, igual que lo hicieron las demás trampillas, que se doblaron por encima de la bodega como una hilera de piezas de dominó. Ben Roi y Jalifa se echaron hacia atrás y se pusieron en cuclillas en el escaso espacio que quedaba junto al mástil del sistema de navegación por satélite, en la parte de proa del barco. Entre ellos y la torre del puente, donde se habían juntado los hombres de Barren, quedaba el espacio equivalente a un par de campos de fútbol sin nada que pudiera protegerlos, aparte de la niebla.

—Nos llevan mar adentro —dijo Ben Roi—. En cuanto se despeje el tiempo seremos presas fáciles. Desde el puente nos cazarán como conejos. Un puto juego de niños para ellos. ¡Tenemos que arriesgarnos! ¡Hay que bajar la escalera!

Empezaron a moverse hacia la barandilla de estribor. Oían gritos, el estruendo de un motor, abajo en el muelle, y luego un estrépito ensordecedor y el chirriar de piezas metálicas que se descoyuntaban. Algo —era imposible ver qué— había roto la plancha del costado del barco y les había cortado la única vía de escape.

—Nos han jodido —dijo Ben Roi, remachando el comentario anterior sobre la situación.

El ruido de los motores iba en aumento, igual que el temblor del suelo bajo sus pies. La niebla era tan densa que hasta que empezó a desvanecerse el tenue y espectral resplandor de las luces del muelle no se dieron cuenta de que el barco se deslizaba hacia atrás, se alejaba del atracadero y se hacía a la mar. Empezó de nuevo el tiroteo y una lluvia de balas fue descendiendo a lo largo de la cubierta. Disparaban al azar, sin calcular mucho, pero aun así ellos tenían que seguir en su estrecho refugio tras el mástil del satélite. Deberían seguir arrimados allí hasta que el cielo se despejara y los hombres de Barren pudieran liquidarlos a gusto.

—¿Hasta dónde crees que llega la niebla? —preguntó Ben Roi.

—¿Cómo voy a saberlo?

Jalifa soltó un par de ráfagas con la Heckler. Notaban que el barco empezaba a moverse, unas suaves ondulaciones les indicaban que se iban alejando de la costa y se encontraban con olas algo más altas. A juzgar por el sonido de los motores, iban cobrando velocidad. Seguían retrocediendo; los hombres de Barren no se molestaban en dar la vuelta al barco. Tendrían aún unos minutos. Tal vez menos.

—Hay que saltar —dijo Ben Roi.

Jalifa no respondió; se limitó a barrer la torre de control con la Heckler.

—Hay que saltar —repitió el israelí—. Es la última posibilidad que nos queda.

—¡Estamos demasiado lejos! ¡Nos mataremos!

—¡Nos matarán si nos quedamos aquí! Hay que decidirse.

—¡Ni hablar! Plantaremos cara.

—¿Cómo vas a plantar cara, gilipollas? Son muchos. Están armados hasta los dientes. Hay que saltar antes de salir de la niebla. ¡Vamos!

Agarró a Jalifa por la chaqueta, pero este le apartó la mano.

—Salta si quieres. Yo me arriesgaré aquí.

—¡Jalifa!

—¡Yo no salto!

—¡Hay que hacerlo!

—¡No!

—No estamos ni a una milla de la costa. Podemos…

—¡No! ¡No!

—Podemos nadar…

—¡Yo no sé nadar, maldita sea! ¿Me oyes? ¡No sé nadar, joder! Me da miedo el agua.

Lanzó una mirada furiosa a Ben Roi. Se sentía humillado. Luego se volvió y vació el cargador de la Heckler.

—Tú te vas y yo me quedo —murmuró mientras sacaba el viejo cargador e introducía uno nuevo—. No te preocupes por mí. Vamos, vete.

Ben Roi se quedó un momento mirándolo. Luego le arrebató la Heckler y la lanzó por la borda.

—Pero ¿qué demonios…?

El israelí lo agarró con fuerza de la chaqueta y tiró de su mentón para acercarlo a él.

—Saltamos, Jalifa. ¿Lo has entendido? Yo nado bien. Tú haces lo que yo te diga y todo saldrá perfecto. Si nos quedamos, somos hombres muertos. Seguro. Por lo menos en el mar tendremos una posibilidad de pelear por nuestras vidas.

Jalifa abrió la boca, dispuesto a protestar, pero volvió a cerrarla. Una bala rebotó en el mástil del satélite a un centímetro de su cabeza. Pasaron unos segundos.

—¿Tú me aguantarás? —preguntó.

—Como si te estuviera haciendo el amor.

Jalifa le dirigió una mirada no precisamente de entusiasmo. Dejó pasar un momento y luego se metió la mano en la chaqueta y sacó el cuaderno de Samuel Pinsker, que había guardado todo el tiempo en un bolsillo interior.

—Cógelo. Por si acaso yo no… ya me entiendes… ahí encontrarás…

Ben Roi cogió el cuaderno y lo metió de nuevo en el bolsillo de Jalifa.

—Vamos a salir de esta, Jalifa. Confía en mí. Los dos volveremos a casa. Oye, cuando lleguemos abajo, tú no empieces a pelearte con el agua, ¿vale? Te relajas y dejas que yo te lleve. Zapatos fuera.

Los dos se los quitaron de golpe. Se había producido una tregua súbita en el tiroteo que llegaba desde el otro extremo del barco. Aprovecharon la situación, se pusieron de pie, se encaramaron a la barandilla de proa. Abajo había un espacio sin niebla, donde se concentraba el rugido y el borboteo del agua agitada.

Ben Roi tiró su Heckler y agarró a Jalifa por la parte de atrás de la chaqueta.

—Cuenta hasta tres. Salta tan lejos como puedas. ¿Vale?

—Vale.

—Uno…

—¡Allah-u-akhbar!

—Dos…

Se reinició el tiroteo.

—¡Tres!

Saltaron. Al abandonar el puente, Ben Roi notó un golpe seco, punzante, en la parte posterior del muslo izquierdo, entre la ingle y la nalga. En un instante de confusión creyó que lo había picado algún insecto enorme. No tuvo tiempo para pensar mucho en ello, pues estaban ya descendiendo hacia la oscuridad del mar. En la caída, Jalifa tuvo una fugaz fantasía: creyó encontrarse todavía en la mina. Pensó que había calculado mal el salto y se dirigía hacia el fondo del pozo. Todo lo que había pasado desde entonces —el puerto, el barco, la mujer de Nemesis, Barren— no había sido más que un sueño. Una última y caótica racha imaginativa hasta alcanzar el fondo y perder el mundo de vista.

En cuanto a Ben Roi, el fugaz pensamiento no tuvo tiempo de echar raíces. Vivió un momento de confusión en el que la niebla, la agitación del agua, el estruendo de los motores, el estampido de los disparos, el viento en sus rostros, parecía desdibujarlo todo hasta tal punto que le resultaba imposible separar cada uno de los hilos.

Luego, con un solemne planchazo cayeron al agua y se hundieron en ella. La fuerza del impacto los separó. Durante un momento, el egipcio, horrorizado, dejó que el mar se lo llevara, que su cuerpo fuera descendiendo hacia lo que notó como la inmensa profundidad; el agua lo envolvía, le cubría el rostro, la boca, los ojos, le hacía ondear el pelo, le absorbía la ropa que llevaba y parecía que tiraba de él y lo empujaba al mismo tiempo. A pesar de lo que Ben Roi le había dicho, el instinto lo llevó a pelearse con el medio. Empezó a mover brazos y piernas, a dar patadas y puñetazos contra el agua en un desesperado intento de apartarla de él, de llegar a la superficie. Las burbujas estallaban junto a su boca, sus pulmones empezaron a resentirse y el pánico se apoderó de él. Oía sus propios chillidos —un estruendo sordo que le acaparaba oídos y cabeza—, a cada movimiento de las extremidades notaba que iba perdiendo fuerza, de forma que estos se fueron haciendo más lentos. No por ello dejó de luchar, de agitar las manos en el agua, de girarse y retorcerse, tanto que ya no sabía muy bien hacia dónde debía dirigirse para conseguir respirar, hasta que llegó un momento en que perdió la fuerza y se encontró inmerso en una curiosa tranquilidad. El agua salada iba penetrando en su garganta, en la tráquea; la cabeza se le nubló; sus ojos veían oleadas de colores; las manos y los pies se alejaban de su cuerpo, que se disolvía y se desmembraba lentamente.

«Esto es lo que vivió Ali —pensó casi sin darse cuenta—. Lo que sufrió mi hijo lo estoy experimentando ahora yo. Me voy hacia él. Volveremos a estar juntos».

Aquel pensamiento le produjo una curiosa satisfacción. Se estaba abandonando a aquella sensación cuando notó que algo le agarraba del cuello. Fue un tirón brusco, como si alguien lo arrancara repentinamente de un sueño tranquilo. De golpe y porrazo se encontró con la cabeza fuera del agua, tosiendo, resoplando y boqueando.

—¡No luches contra mí, Jalifa! —La voz de Ben Roi le pareció extrañamente distante, como si llegara de muy lejos—. Relájate. Lo único que tienes que hacer es relajarte. Estás a salvo. Yo te aguanto.

Como pudo, el israelí pasó un brazo por debajo del cuerpo de Jalifa y lo mantuvo a flote con la cabeza por encima de la superficie, mientras este soltaba agua por la boca y las ventanas de la nariz y respiraba entrecortadamente.

—Suéltate. Deja que yo lleve tu peso. Confía en mí. Puedo sostenerte. Estás a salvo.

Empezaba ya a oír la voz más próxima. También le llegaba aire a los pulmones. Todo iba volviendo a su sitio.

—Aguántame, Ben Roi. ¡Por favor, no me sueltes!

Se agarró al israelí, sin importarle tener que suplicarle de aquella forma patética, frenético por evitar hundirse de nuevo.

—¡Relájate de una puta vez! Oye, tienes que relajarte y ayudarme, de lo contrario será imposible. Tú suéltate. Yo te sostengo. Estás a salvo.

Ben Roi lo hizo girar, con el brazo flexionado le rodeó el cuello y ambos quedaron flotando boca arriba de manera que él pudo nadar moviendo las piernas. El tamaño y la fuerza de aquel hombre tan corpulento tranquilizó a Jalifa, quien por fin se relajó y se dejó llevar.

—Así está mejor. Tú tranquilo. Sigue respirando.

Aún oían el ruido del motor y de vez en cuando algún disparo, pero todo se iba haciendo más distante. Ben Roi avanzaba en dirección contraria. El agua estaba fresca, aunque no excesivamente fría; las olas eran altas, si bien el mar no estaba encrespado. Curiosamente, la niebla ayudaba. Si Jalifa hubiera visto las luces de la costa, si se hubiera dado cuenta de lo mar adentro que habían llegado, se habría muerto de pánico. Su vista alcanzaba tan solo unos metros en cualquier dirección y le tranquilizaba la idea de que estaban a un paso de salvarse.

—Creo que lo conseguiremos —dijo.

—Por supuesto. Tú y yo. El equipo A.

—Esperemos que no vuelva el barco y nos aplaste.

—Abordemos los problemas de uno en uno, ¿vale?

Fueron impulsándose durante unos minutos; luego Ben Roi bajó el ritmo, se detuvo y se limitó a mantenerse él mismo a flote sosteniendo a su compañero.

—¿Pasa algo? —preguntó el egipcio.

—Empiezo a cansarme. Si pudieras mover un poco las piernas, me ayudarías a llevar el peso.

Jalifa lo intentó, pero acabó pegando unas sacudidas que los fueron impulsando hacia abajo.

—No te preocupes —dijo Ben Roi, tosiendo y haciendo esfuerzos por volver a la superficie—. Creo que será más fácil si dejas que lo haga yo.

Siguió nadando y llevando a Jalifa, impulsándose con las piernas aunque a este le pareció que movía mejor una de ellas que la otra. Pasaron unos minutos más y Ben Roi volvió a parar. Empezaba a respirar con dificultad.

—¿Ben Roi?

—Creo que una bala me ha alcanzado al saltar. No parece muy grave. Pero me duele un poco. Tendré que tomármelo con más calma…

Hizo lo mínimo para mantenerse a flote y para sujetar al mismo tiempo a Jalifa durante un rato. Luego nadó de nuevo, aunque al cabo de un minuto las fuerzas lo abandonaron.

—Lo siento, Jalifa, necesito…

Su cabeza se hundió en el agua y salió de nuevo. Jalifa intentaba ayudarlo, agitaba las piernas, pero no conseguía más que empeorar la situación. Empezaron a resoplar y a toser los dos, lograron colocarse otra vez boca arriba, y avanzar durante otros treinta segundos, tras los cuales Ben Roi tuvo que volver a descansar. Hacía unos esfuerzos sobrehumanos.

—Suéltame —le dijo Jalifa—. Sálvate tú. Suéltame.

—No seas ridículo.

—No tenemos ninguna opción, Ben Roi. Estamos demasiado lejos. Como mínimo sálvate tú.

—Estoy bien, si pudiéramos…

Jalifa empezó a empujarlo, con la idea de obligarlo a apartarse, pero Ben Roi no se lo permitió. Lucharon un momento, ascendiendo y descendiendo, entre jadeos y sacudidas, al ritmo de las olas. De pronto Ben Roi se quedó tieso.

—¿Qué cojones es eso?

En medio de la niebla vio algo que se acercaba. Algo ancho y oscuro. Muy ancho. Iba deslizándose por la superficie. Por un instante Jalifa tuvo la terrorífica idea de que podía tratarse de un tiburón o una ballena y levantó las piernas con la idea de golpearlo. En aquel momento, una ola elevó aquel objeto y se les plantó delante.

—¡Ward-i-nil! —exclamó Jalifa, y el terror se convirtió en alegría—. ¡Hamdulillah, ward-i-nil!

Ben Roi no entendió ni palabra. Tampoco le importaba. Lo único que tenía en la cabeza era aquella alfombra de vegetación flotante que había aparecido ante ellos como un milagro. Una densa maraña de raíces, tallos y hojas que, cuando hundió su mano en ella, comprobó que era bastante sólida para mantenerse a flote. Casi como una balsa. Con esfuerzo, entre jadeos, con los espasmos de dolor que le recorrían la pierna herida, de una forma u otra consiguió colocar a Jalifa sobre aquel manto vegetal. El egipcio fue girando el cuerpo para apoyarlo hasta las rodillas. Luego Ben Roi se situó al otro lado y agarrándose e impulsándose consiguió sacar medio cuerpo del agua.

—Toda la’El.

—Hamdulillah.

Se quedaron un rato allí tumbados. Recuperando el aliento, mientras aquella masa se balanceaba suavemente debajo de ellos, como una enorme colchoneta hinchable. Continuaba oyéndose el rumor del barco, pero no los disparos. Ben Roi giró un poco el cuerpo para tocarse la parte inferior del muslo. Tenía un agujero en los vaqueros y notaba que aún sangraba. No mucho, lo que le tranquilizó. Tampoco encontró agujero de salida.

—¿Cómo estás? —le preguntó Jalifa.

—Mucho mejor ahora que hemos acabado las clases de natación.

—¿Estás herido?

Ben Roi le confirmó que sí, pero dijo que no parecía nada grave.

—Creo que la bala sigue ahí, pero no pierdo mucha sangre y ya no me duele tanto. Si pudiera hacer un torniquete alrededor…

A tientas, con el rostro hundido en la alfombra de hojas, consiguió quitarse el cinturón y ceñírselo a la parte superior del muslo. Había habido un instante en el que creyó que eran hombres muertos. En aquellos momentos, fuera del agua —medio cuerpo fuera, que ya era algo— se sentía mucho más tranquilo. No podían estar muy lejos de la orilla y, en cuanto se despejara la niebla, podían intentar empujar la balsa o esperar a que alguien los rescatara. Lo único que le preocupaba era que el barco volviera y los embistiera, pero el mar era muy grande y lo más probable era que no les ocurriera nada. Tal como él mismo había dicho a Jalifa: «Abordemos los problemas de uno en uno». Por el momento estaban salvados. Notó una extraña sensación de tranquilidad. Estaba agotado, pero tranquilo. Casi un poco mareado. Se apretó un poco más el cinturón.

—Eso de Nemesis Agenda ha sido como una revelación, ¿no? —murmuró mientras dejaba listo el torniquete—. No me habría equivocado tanto ni aunque hubiera querido. No soy que digamos de las mejores recomendaciones para entrar de profesor en investigación avanzada…

Jalifa no supo de qué le hablaba, ni se preocupó por aclararlo. Se arrastró un poco hacia delante, alargó el brazo y tomó la mano del israelí.

—Gracias —le dijo— por haberme salvado la vida. Una vez más.

Ben Roi le quitó importancia con un gesto.

—Ya te tocará rascarte el bolsillo…

Se dejaron mecer un rato, con las manos unidas; la niebla los envolvía como un manto y los únicos sonidos de fondo eran el chapoteo y el borboteo del agua.

Jalifa rompió el silencio:

—Dije cosas… Ben Roi. Antes. Por teléfono. Cosas horribles. Por favor…

—Los dos dijimos cosas horribles. Ya está olvidado.

Pasó un momento y siguieron:

—Moro de los cojones.

—Hijo de puta.

Se echaron a reír. Unas carcajadas que salían de las entrañas. La risa de dos viejos amigos que han salido de juerga.

A Ben Roi empezó a dolerle otra vez la pierna. La molestia iba en aumento pero no parecía importarle. Se sentía feliz. ¿Era una locura?

—Haré lo que sea por echarte una mano —dijo—. Con Barren, con Zoser. Los pescaremos. Juntos. Te lo prometo. Por Ali.

El egipcio le estrechó con más fuerza la mano.

—Gracias, Arieh. Eres un buen amigo.

—Tú también, Yusuf, el mejor.

Hacía cuatro años que se conocían y era la primera vez que se dirigían el uno al otro por su nombre. Ni siquiera eran conscientes de ello.

Se hizo otro largo silencio; una racha de viento disipó la niebla. Una súbita idea hizo levantar la cabeza a Ben Roi.

—Oye, puede que no sea el mejor momento, pero te quería preguntar algo, quería pedirte un pequeño favor, algo que tiene que ver con el bebé. No sé si tú querrías…

No terminó la frase. Oyó un suave ronquido. El egipcio se había dormido.

—Vaya… —murmuró Ben Roi.

Agitó un poco la cabeza, dio un cariñoso bofetón a su amigo y se volvió para quedar boca arriba, con las piernas en el agua y los brazos a un costado y otro del cuerpo. Tuvo la sensación de que perdía más sangre, a pesar del torniquete, pero se quitó la idea de la cabeza. ¿Por qué preocuparse? Estaba en la balsa, con su amigo, los dos estaban vivos, el agua no estaba demasiado fría y su balanceo resultaba de lo más agradable. No iba a estropear el momento.

Pasaron unos minutos más, tal vez horas, no tenía ni idea de cuánto tiempo, ni le importaba. Llegó otra ráfaga de viento, esta vez más fuerte; soltó una carcajada al ver que se abría una rendija entre la niebla que le permitía ver unas estrellas. Racimos de estrellas azules, refulgentes, mágicas, bellísimas, grandes como luciérnagas. Lo más bonito que había visto en su vida.

—Estaré a tu lado —murmuró—. Te lo prometo. A tu lado para todo lo que necesites, hijito, o hijita. Nunca te abandonaré. Te lo prometo.

Sonrió al comprobar que cada vez veía más extensión de cielo, más estrellas resplandecientes, centelleantes, una senda de luz que lo llamaba hacia sus seres queridos.

Empezó a tararear.

A la mañana siguiente, ya tarde, Jalifa emprendió el viaje de regreso a Luxor.

Ben Roi había cogido un vuelo directo a Houston para empezar a mover las cosas contra Barren, pero el egipcio quiso ver antes a la familia y le dijo que iría en otro avión más tarde.

En cuanto vio a Zenab delante de la puerta del bloque de pisos donde vivía sospechó que algo había pasado durante su ausencia. Intentó preguntarle qué ocurría, pero ella lo hizo callar y le indicó que subiera.

—Deprisa —dijo Zenab—. Tienes que verlo.

La siguió hasta el piso. En la sala de estar estaba puesto el DVD de Mary Poppins de Ali. Con el volumen al máximo. «Vamos a enviar la cometa al cielo». Iba a decirle que lo pusiera más bajo para no molestar a la del piso de abajo, pero ella lo mandó callar de nuevo.

—Tienes que verlo —repitió—. No te lo vas a creer.

Llegaron a la puerta del baño. Oyó el ruido de agua.

—Vamos, Zenab, basta de tonterías. ¿Qué es lo…?

Aquellas palabras se helaron en sus labios en el momento en que ella abrió la puerta. La ducha funcionaba, el agua salpicaba el suelo de hormigón. Y bajo la ducha, con la piel brillante por la humedad, la cabeza echada hacia atrás, riendo…

—Ali —dijo Jalifa con voz ahogada, apoyado en el marco de la puerta—. ¡Hijo mío! ¡Mi pequeño!

Soltó un grito salvaje, eufórico, entró en el baño, se metió bajo la ducha, vestido, y abrazó a su hijo, exaltado, sollozando de alegría. El agua descendía por su pelo, le bañaba el rostro, le entraba en los ojos, en la nariz, en la boca, lo hacía toser y resoplar, pero a él le daba igual.

—¡Ali! —gritaba— ¡Ali! ¡Ali!

Era de día. Notaba un sabor salado en la boca. Llevaba la ropa empapada. A su alrededor, mirara hacia donde mirara, solo veía un mar de color turquesa. Permaneció tumbado unos segundos, perplejo. Al recuperar la memoria, cambió de postura y estiró el cuello. Con el movimiento, el ward-i-nil ascendió con una ola y distinguió una línea de costa amarillenta. Aproximadamente a un kilómetro de allí. Quizá más cerca. Ni rastro del barco. Tampoco del muelle. Probablemente la corriente los había llevado a lo largo de la costa, aunque no sabía en qué dirección.

—Hola, Arieh.

Se volvió hacia el israelí.

No estaba allí.

—¿Arieh?

No obtuvo respuesta.

Pensó que su amigo estaba entre las hojas del ward-i-nil, enredado como Ali. Se incorporó un poco y escrutó aquella alfombra de vegetación.

Ni rastro. Notó un escalofrío de pánico.

—¡Arieh! ¡Ben Roi!

Nada.

Intentó levantarse un poco más, pero el peso añadido le empujó los brazos entre la maraña de tallos, cayó boca abajo y notó el sabor del agua salada. Tal vez el israelí se había acercado a la orilla nadando. Podía haber ido en busca de auxilio al ver que se despejaba la niebla. En efecto, tenía que ser eso. Lo había dejado durmiendo y se había ido nadando hasta la costa. ¡Estaba chalado! Hizo un nuevo intento por incorporarse y de nuevo los brazos se le hundieron en el agua. En aquel preciso instante, el ward-i-nil se elevó de nuevo y Jalifa vislumbró algo a su derecha. A unos veinte metros. De entrada no distinguió de qué se trataba, pero al llegar la ola siguiente consiguió reconocer los vaqueros y la cazadora de Ben Roi. Le pareció que su amigo flotaba allí, con los brazos extendidos, contemplando las profundidades.

A buen seguro Jalifa estaba aún aturdido tras el sueño, pues lo primero que se le ocurrió fue que el israelí buscaba peces. Le costó un poco darse cuenta de qué se trataba. Cuando lo vio soltó un alarido de desesperación.

—¡No, Dios mío! ¡No, Señor, te lo suplico! ¡Arieh! ¡Arieh!

Intentó agitar las piernas y mover un brazo para llevar el ward-i-nil más cerca, pero fue en vano. Todo lo que podía hacer era quedarse allí tumbado observando cómo el cuerpo de su amigo aparecía y desaparecía de su vista mientras él lo llamaba una y otra vez.

—¡Arieh! ¡Arieh!

También llamaba a su hijo: los dos estaban entrelazados en la misma urdimbre de aflicción insoportable.

—¡Arieh! ¡Ali! ¡Arieh! ¡Ali!

Permaneció al menos una hora flotando, chillando hasta perder la voz. De pronto surgió una ola especialmente impetuosa y el cuerpo de Ben Roi se acercó mucho más a él. Le quedó a unos metros. Lo vio flotar y le pareció que con un brazo quería alcanzarlo —«Como si se despidiera de mí», así lo describiría más tarde—, pero luego, lentamente, plácidamente, su amigo fue deslizándose bajo las olas y desapareció para siempre.

—¡Arieh! ¡Ali! ¡Arieh! ¡Ali!

Lo recogió ocho horas después, a principio de la tarde, un pequeño barco de pesca de Rosetta. Los pescadores le hicieron mil preguntas sobre qué hacía allí aferrado a una isla de ward-i-nil, A modo de respuesta, se sacó la cartera, toda empapada, y les enseñó la placa.

Le proporcionaron ropa seca y lo dejaron tranquilo.

La corriente lo había empujado muy hacia el oeste y tardaron casi una hora en llegar a la desembocadura del Nilo. Permaneció todo el tiempo sentado sobre un montón de redes, fumando sin parar tabaco que llevaba aquella gente, con la vista fija en la costa, mientras sostenía en las rodillas el destrozado cuaderno de Samuel Pinsker, cuyas páginas el agua había convertido en una pasta indescifrable. Tenía que haberse sentido culpable por ello. Tenía que haberse sentido culpable por un montón de cosas. Pero no era aquel su estado de ánimo. Solo se sentía vacío. Como si alguien le hubiera restregado las entrañas con un cepillo de alambre.

Solo le quedaba una cosa: el firme convencimiento de lo que había que hacer.

«Solo le recuerdo cómo funcionan las cosas en este país. Y que, con revolución o sin ella, hay gente intocable».

Ya se encargaría él de todo.

Llegaron al estuario del Nilo, siguieron hacia el sur, sin abandonar nunca la vía de en medio del río. El muelle de Zoser quedaba claramente destacado en el promontorio de la orilla occidental. No se veía ni rastro del barco de carga. En cambio sí había un par de barcazas frente al embarcadero que iban cargando con barriles las gigantescas grúas de pórtico. Jalifa lo observó un momento, curiosamente alejado de todo. Luxor era el lugar en el que tenía que estar. Pidió uno de los móviles de la tripulación e hizo tres llamadas.

La primera a Zenab para decirle que estaba bien. La voz de ella le transmitió tanto el enojo por la forma en que la había tratado como el alivio de saber que estaba sano y salvo. No habría sabido precisar cuál era el sentimiento dominante, ni se molestó en averiguarlo. Le dijo que volvería a casa tarde y colgó.

La segunda llamada, anónima, la hizo a la embajada israelí. Uno de sus ciudadanos había muerto en un accidente, les informó. Un policía llamado Arieh Ben Roi. De Jerusalén. Lo dejó así, añadiendo que volvería a llamar para darles más detalles.

La tercera y última la dirigió al cabo Ahmed Mehti de la galería de tiro de la policía de Luxor. Le explicó lo que necesitaba y le dijo que intentaría pasar alrededor de las siete de la tarde. Añadió que si podía proporcionarle también una bolsa se lo agradecería.

Luego se sentó en silencio, reflexionando sobre todo en general e intentó recordar los mapas que le había mostrado Hassani en aquellas últimas semanas, donde figuraban los despliegues precisos. Había un punto débil, estaba convencido de ello. Arriba, hacia Tutmosis III. Y también un camino para llegar, procedente del extremo sur del macizo. Era posible que las cosas se hubieran ajustado en el último momento, que se hubiera cerrado aquel claro, pero él tenía que arriesgarse.

«A una empresa como esta, a cualquiera de su calaña, solo se la derriba jugando sucio como ella».

Llegaron a Rosetta poco antes de las tres de la tarde. Se quedó solo con los zapatos que le habían prestado y se quitó la ropa para ponerse de nuevo la suya, ya seca. Saltó a la orilla y ni siquiera se tomó la molestia de dar las gracias a la tripulación. Iba como un zombi. Compró un paquete de Cleopatra a un vendedor callejero, se dirigió hacia el centro y cogió un taxi hacia Alejandría. Una hora más tarde estaba en el aeropuerto. Tres horas antes de la hora del billete de vuelta que le llevaría a Luxor.

No paraba de pensar en Ali, en Ben Roi, en la mina repleta de residuos de arsénico y en el punto débil cerca de Tutmosis III, el eje en el que en aquellos momentos parecía girar todo su mundo.

A las siete y veinte se plantó en la galería de tiro de la policía.

—En principio, esto no tendría que salir de aquí sin una autorización oficial —le advirtió el cabo Mehti al entregarle una voluminosa bolsa de lona—. Pero teniendo en cuenta que es usted…

Jalifa cogió la bolsa, metió el cuaderno de Pinsker en uno de los bolsillos de esta y firmó la solicitud pertinente. No explicó nada, Mehti no le preguntó nada. Hacía mucho que se conocían; el cabo confiaba en él. Jalifa esperaba que aquello no le creara problemas, aunque si se los creaba… era algo inevitable. Ya nada podía cambiarse. Nada importaba. Aparte del punto débil. Dios mío, pensaba, que no estrechen el cordón.

Asiendo bien la bolsa, se fue en taxi al río, donde tomó una motora para cruzar hasta la orilla occidental, y de allí, otro taxi que le llevó hasta el pie de las colinas de Tebas. En la parte más alejada de estas, se abría el Valle de los Reyes como trazado con una enorme horca. Con la apertura del museo aquella noche, todos los caminos que llevaban al valle estaban iluminados y controlados de cerca. Sin embargo, él pensó que podría flanquear el cordón si seguía la base de la elevación, pasaba por Medinet Habu, las ruinas de Malqata, en las que había tanta cerámica esparcida, y el monasterio de Deir el-Muharrib, con sus cúpulas que parecían colmenas y sus muros de adobe. No se equivocaba. Tomó un camino poco conocido situado en la parte superior de las colinas, fue rodeándolas y siguió la ruta hacia los riscos del pie del valle. Su objetivo era la hendidura en la que se encontraba la tumba secreta de Tutmosis III. Justo a la izquierda de la hendidura sobresalía entre los riscos, como una enorme pata de elefante, un promontorio alto, liso en su parte superior, que ofrecía una vista directa y sin obstáculos sobre el valle y el museo, situado en el centro. El punto débil. El lugar en el que nadie había pensado, pues, una vez cubiertos todos los caminos de las colinas, nadie podría acceder a él. Pero Jalifa lo había conseguido. E iba a aprovecharlo.

Permaneció un momento controlando las pendientes, satisfecho de que el promontorio no estuviera vigilado, y siguió adelante. Una pared más bien baja, de roca, rodeaba el borde del promontorio: era una barrera contra el viento que tenía tres mil años y que ya habían utilizado los antiguos guardianes del valle. Se agachó detrás. Ante él se extendían, a menos de trescientos metros, una serie de focos que iluminaban la fachada de cristal y piedra del nuevo museo. El Museo Barren de la necrópolis de Tebas.

Y frente al museo, claramente visible, el estrado de madera en el que se habían reunido los dignatarios que habían llegado para la ceremonia de inauguración.

En algún lugar entre aquellos dignatarios…

En cuclillas, abrió la cremallera de la bolsa y sacó el fusil. El fusil de francotirador Dragunov SVD de 7,62 mm. Diseñado por los rusos, fabricado en Egipto. Tenía un alcance efectivo de mil trescientos metros. Mil más de los que necesitaba. Le introdujo el cargador de diez cartuchos —nueve más de los imprescindibles—, se incorporó y buscó la posición. Con el brazo izquierdo apoyado en la parte superior de la pared, se asentó la estilizada culata de madera en el hombro derecho. Curvó un dedo alrededor del gatillo y acercó el ojo a la mira. De repente desapareció la distancia de en medio y se encontró directamente en la plataforma, con las autoridades.

Hassani fue la primera persona que vio. Con aire optimista, sudoroso, colocado en un asiento de la parte de atrás del estrado, se ajustaba el cuello de la camisa blanca que le apretaba demasiado. Con un resoplido de mal humor, Jalifa pensó si no estaría bien cargárselo también a él, ya que se le presentaba la oportunidad. Giró un poco el fusil hacia la derecha, revisando a todos los congregados. Reconoció alguna cara del departamento de antigüedades: A Moustapha Amine, jefe del Consejo Supremo de Antigüedades; al doctor Masri al-Masri, que llevaba tanto tiempo dirigiendo las antigüedades de la parte occidental de Tebas. Vio también a algunas autoridades municipales. Pero lo que le interesaba realmente era la primera fila, y fue allí donde fijó la mira, y fue siguiendo lentamente la línea de rostros. El ministro del Interior; el gobernador regional; el alcalde de Luxor; el omnipresente Zahi Hawass; un par de extranjeros, uno de los cuales creyó que podía ser el embajador estadounidense.

Y en medio de la fila, enorme, cejijunto, encorvado, con un traje de tweed a pesar del fresco de la noche y la mascarilla de oxígeno clavada como una lapa en la boca, Nathaniel Barren.

Jalifa fijó aquella cabeza canosa en el punto de mira, tensó el dedo y fue desplazando el gatillo.

Lo cogerían. Estaba clarísimo. En cuanto sonara el disparo, el cordón policial de cuatrocientos hombres se ceñiría a su alrededor como la soga en el cuello de un ahorcado. Si no lo mataban en el acto, se lo llevarían y dispararían contra él o lo colgarían más tarde. O aquello o cadena perpetua en las canteras de Tura, que era más o menos lo mismo. También su familia —Zenab, Batah y el pequeño Yusuf— acabarían pagándolo. Los echarían del piso, los condenarían al ostracismo, arruinarían sus vidas por ser familiares de un notorio asesino.

Le daba igual. No quería planteárselo. Lo único que le importaba era matar al responsable de la muerte de su hijo. Y de la de su amigo. Y de la suya, en cierta manera. El hombre que representaba a todos los de su calaña: a los ricos que vivían ajenos a todo, a los corruptos intocables, a los privilegiados que abusaban de todo, a los que provocaban sufrimiento. Al igual que el drogadicto que estaba a punto de chutarse la siguiente dosis, la idea de la degradación no significaba nada para él. Ni siquiera se la planteaba. Estaba concentradísimo en el momento de soltarse: apretar el gatillo, pinchar con la aguja, el instante en el que desaparecería la oscuridad y todo volvería a estar en su sitio en el mundo.

«Pero esto, Yusuf, esto… Nace de la ira, del odio, y esto solo puede traer más aflicción».

Se habría terminado la aflicción. Un sentimiento que en aquellos momentos le embargaba. Un laberinto de aflicción. Y aquella era la única salida que tenía.

«… Jugando sucio como ellos».

El dedo recorrió media muesca más, engañando al gatillo; el punto de mira estaba exactamente en el centro de la voluminosa cabeza de Barren. Casi oía la música de «Biladi Biladi Biladi», el himno nacional egipcio. Frente al estrado, alguien hablaba por un micrófono, alababa la empresa Barren, ensalzaba sus virtudes y les agradecía la espléndida generosidad hacia el pueblo de Misr.

«Alá se erigirá en juez de estas personas. Él es quien debe imponer el castigo, no tú».

No era cierto. Aquello era mentira. Incluso Alá, el Todopoderoso, perdía su poder frente a la gente como Barren. Al menos era lo que le ocurría a la ley. Los Barren de este mundo siempre salían vencedores. Aplastaban a los Jalifa, a los Ben Roi, a las Rivka Kleinberg —a los Attia, a los Helmi, a los Samuel Pinsker y a las Imán el-Badri— y los dejaban en los estercoleros, mientras ellos seguían impasibles. ¿Qué otra cosa podía hacer? ¿Había otro sistema para arreglarlo?

«Puedo ser pobre, pero sigo siendo un hombre».

Pestañeó para apartarse una gota de sudor de los ojos, movió el gatillo una cuarta parte de milímetro más, acercándolo al punto de disparo. Era como si se encontrara junto a una pared de cristal fino como el papel que pudiera hacerse añicos tan solo con la respiración.

Vio que Barren se levantaba con un patético movimiento de aquellas hinchadas piernas y que avanzaba con la ayuda del andador. Se oyeron aplausos, el carraspeo, la tos del anciano al bajarse la mascarilla de oxígeno; luego el crepitar del micrófono mientras lo ajustaba. Y empezó a hablar.

Pero en realidad no habló. Como mínimo, lo que oyó Jalifa no fue la voz de Barren. Allí arrodillado, con el arma contra el hombro, el dedo en el gatillo, el ojo en el punto de mira y todo su mundo concentrado en los trescientos metros que lo separaban de su objetivo, a una fracción de segundo de disparar, de repente fue otra voz la que llegó a sus oídos.

«¡Lánzame, papá! ¡Lánzame hacia arriba y cógeme al vuelo!».

Se le cerraron los ojos y se le volvieron a abrir.

«¡Hazme girar! ¡Hazme dar toda la vuelta!».

Agitó la cabeza en un intento de apartar aquella voz, con la idea de concentrarse en la mira.

«Yo paro, papá. Tú chutas».

No había forma de silenciar la voz.

«¿Podemos ir al McDonald’s, por favor? ¡Porfa, porfa!».

Bajó la cabeza con gesto involuntario, relajó el dedo. Se tomó un respiro mientras el sudor le martirizaba los ojos, el corazón le latía con fuerza y respiraba a base de jadeos rápidos y superficiales. Volvió a levantar la vista, fijó de nuevo el dedo en el gatillo y ajustó otra vez la mira.

«¡He ganado un premio en la escuela!».

Notó como una especie de espasmo en el cuerpo.

«¡Eres el mejor inspector de Egipto, papá!».

Tenía algo entre el pecho y la garganta. Un sonido que procedía de lo más profundo. No era un sollozo, ni un ahogo. Era algo que estaba más en el fondo, que ascendía desde el mismo centro de su ser. Luchó por reprimirlo, levantó la cabeza, volvió a mirar a Barren. Otras voces se agolpaban en su cabeza. Lo llamaban.

«No te reconozco. Veinte años y de repente no reconozco a mi marido».

«Para proteger a mi familia, a mis hijos. Es el principal deber de un hombre».

«Eres el mejor, papá».

«Mi amor, mi luz, mi vida».

«¡Cógeme al vuelo!».

«El mejor hombre del mundo».

«¡Hazme girar!».

«Y que si haces algo es porque tienes un corazón de oro».

«¡Puedo comerme dos Big Macs enteros!».

Seguidamente, casi un grito que eclipsaba la cacofonía:

«Él descansa en paz. Hay una luz dorada y, dentro de ella, Ali permanece en paz. Téngalo siempre presente».

Otra vez algo que empujaba desde su interior. ¿Otra vez aquel sonido? Pero ya no era tanto un sonido… como… un vaho. Oscuridad. Algo tan negro como el interior del Laberinto. Iba ascendiendo por dentro. Su cuerpo palpitaba, abrió la boca como para vomitar, pero no sacó nada. Sin embargo era una sensación como de sacar todo lo de dentro, de arrojarlo al exterior. Algo que iba en aumento: una imparable avalancha negra como el carbón, que brotaba al igual que el petróleo de un pozo.

De pronto, con la misma rapidez con la que había empezado se acabó. Se encontró arrodillado con el arma en la mano, el dedo en el gatillo y el punto de mira centrado en la cabeza de Barren, que parecía una roca redondeada y lisa. Todo como lo había dejado. Y al mismo tiempo nada como lo había dejado. Algo se había agotado. Apartó el dedo del gatillo, apartó el arma con cuidado, la dejó en el suelo y empezó a parpadear, como si acabara de despertarse de un sueño vivido sin saber si había ocurrido lo que creía que había ocurrido.

Se quedó un momento arrodillado, mientras la confusa y amplificada voz de Barren ascendía desde el valle y la luna parecía mantenerse en equilibrio en la cima del Qurn. Luego desenroscó lentamente la mira del fusil, sacó el cargador y guardó el arma en la bolsa de lona, que cerró con la cremallera antes de levantarse.

Se habían cometido crímenes horribles. Casi seguro que nunca se haría justicia, a menos que Alá se sacara algo espectacular de la manga. El mundo era un lugar tan aciago como siempre.

Aun así, surgió ante él como caído del cielo, al igual que la balsa de ward-i-nil que había aparecido para salvarle la vida —aunque no la de su querido amigo—, un pequeño rayo de luz. O de esperanza. Un faro que iba a guiarle en la noche. Sabía dónde buscar.

Se cargó la bolsa al hombro, dio la espalda al valle y emprendió el largo camino de regreso a casa.