EN el momento en que oyó los chillidos de Tamar en el walkie-talkie —«¡Sal! ¡Es una trampa!»— supo que él estaba allí, en el puerto. No habría sabido explicarlo, ni racionalizarlo. Simplemente lo supo. Notó de pronto su presencia. En el fondo de sus huesos, en la boca del estómago. Dentro de sus entrañas. Una sensación que había experimentado de niña. Reflexionando en su biblioteca, en la planta de arriba de la mansión; acercándose como una nube de tormenta por los pasillos iluminados por una luz tenue. Tantos años y volvía a tenerlo cerca. El papá amantísimo. Venía a buscar a su niña. Ella siempre supo que lo haría. La familia recoge a los suyos. El laberinto siempre te lleva de vuelta a su centro.
Había hecho lo que debía con el poli israelí, se había encaramado a las cajas y había iniciado la carrera muelle abajo y, sin hacer caso de los gritos de los estibadores, había seguido blandiendo el arma ante quien se le había acercado. Era como si hubiera entrado de repente en un sueño: todo se había desdibujado con la niebla, los motores habían callado y descendía el silencio. Intentó llamar por el walkie-talkie una y otra vez, gritó sus nombres —¡Gidi! ¡Tamar! ¡Faz!—, pero sabía que era inútil; por fin abandonó el auricular. También dejó la videocámara. No sabía por qué se había molestado en recoger el material. No sabía nada, a excepción de que los demás estaban muertos; ella huía, papá estaba allí y por fin iba a ponerse al día, como había esperado durante aquellos once años. Solo hasta cierto punto uno podía mantener el pasado a raya; no todo podía enterrarse.
«Mantenme oculta, que nadie me vea».
Ahora el pasado se había convertido en presente. Se estaba desembrollando.
En dos ocasiones habían aparecido unos hombres como caídos del cielo y la habían agarrado, y en las dos ocasiones había oído voces que ordenaban que la soltaran.
—Es ella. Dejadla.
«Tú eres la única, Rachel. Siempre has sido la única».
Se los quitó de encima, siguió corriendo.
Al final del muelle, la niebla era espesa como la leche. Saltó del hormigón hasta las rocas de abajo, buscó a tientas por donde Tamar y Gidi habían instalado la cámara, con la esperanza de encontrarlos. No podía hacer nada para cambiar los hechos, pero necesitaba verlo con sus propios ojos. Como mínimo despedirse antes de ir por él. Sobre todo decir adiós a Tamar. Con ella había transgredido la norma principal. Había intimado. Lo mismo que le había ocurrido con Rivka. Y también con su madre. Siempre que se transgredían las normas ocurría algo malo.
—No es culpa mía —decía casi sin aliento—. No es culpa mía. No es culpa mía.
Aunque en el fondo, incluso después de tantos años, aún había una parte de ella que se preguntaba si no era culpa suya. Pensaba si no habría podido hacer nada más para oponer resistencia. Se planteaba si en realidad Rachel no era una puta.
—Lo siento. Lo siento mucho.
Siguió con la búsqueda a tientas. Luego, a su derecha, lejos del río, arrancó un motor. Un motor de camión. Vio luces en la niebla. Fue dando traspiés hacia ellas, se encontró pisando un suelo pedregoso, en una especie de pista. Todo aquello le parecía irreal. La niebla se estaba desgarrando. Ante ella, a unos cinco metros, apareció la parte trasera de una camioneta. Dos hombres sentados a ambos lados, vestidos como los que la habían cogido en el muelle: vaqueros, botas de ante, chalecos antibalas. Y tendidos a sus pies en la caja de la camioneta, como trofeos de caza, tres cadáveres. Dos hombres y una mujer. Con los ojos abiertos. Mucha sangre. Oyó chillidos, le costó un poco darse cuenta de que salían de su propia boca. Estiró el brazo, pero la camioneta ya se alejaba.
Uno de los hombres señaló el barco con la mano, murmuró algo que podía ser: «Él está allí». Luego la niebla volvió a espesarse y la camioneta desapareció.
Estaba sola. Como había estado siempre. Sola en la niebla. Las tinieblas de su propia vergüenza.
Con el piloto automático puesto, volvió sobre sus pasos. Desandó el camino hacia las rocas, hacia el muelle, hacia el barco, con la Glock siempre en la mano. Todo parecía transcurrir en cámara lenta, como si ella fuera el personaje de una película que iba proyectándose a media velocidad. Llegó a la pasarela de proa del barco, subió a la cubierta, siguió la plataforma hacia el centro del barco; a un lado y a otro se abrían, como negras charcas, las bodegas de carga.
Más fuerte, la presencia de él se iba haciendo más fuerte a cada paso que daba. Una oscura gravedad que la arrastraba inexorablemente hacia allí.
Luego, de repente, lo encontró. Avanzaba despacio con un andador por delante de un gran contenedor. Una sombra hinchada, torpe, que destacaba en la neblina. Exactamente como lo recordaba.
Lo más probable es que él también notara su presencia, pues se detuvo y se volvió. Sus miradas se encontraron. El rostro de oso con pelo canoso dibujaba una sonrisa, y en aquel punto la película arrancó a velocidad normal y el sueño se desvaneció. De golpe y porrazo, todo se convirtió en inmediato, en real. El corazón le pegó una sacudida, se le comprimió el estómago. Otra vez aquel dolor entre las piernas.
—Hola, papá. ¡Cuánto tiempo!
A Ben Roi y a Jalifa les pareció el saludo de una hija afectuosa. El retorno del hijo pródigo.
Lo que no podían ver —encerrados en la negrura del contenedor, separados por un muro de acero— era la expresión de su cara.
Una expresión de puro y auténtico odio. Un odio que rayaba en demencia, como si se hallara delante de algo tan asqueroso, tan soberanamente detestable, que le costara trabajo no caer arrodillada y empezar a vomitar.
Se quedó un momento inmóvil mientras se oía el eco de los puñetazos en el interior del contenedor y los gritos de «¡Mentirosa!». Luego, con el dedo fijo en el gatillo de la Glock, avanzó un par de pasos y se situó bajo el círculo de luz. Barren, frente a ella, movió el andador y también dio unos pasos, al tiempo que gesticulaba indicando a los guardias que se apartaran de cubierta, a fin de quedar allí tan solo los dos. Cara a cara. Padre e hija. Después de tanto tiempo.
—¿Qué tal, mi querida Rachel? —Aquellos ojos legañosos se veían húmedos, brillantes; la boca dibujaba una sonrisa de adoración—. Realmente ha pasado mucho tiempo. Te he echado de menos. Tanto que no sabría ni explicarlo.
Le tendió una mano temblorosa. Ella no se movió lo más mínimo. Tantos años y el terror era más intenso que nunca.
—Estás preciosa —dijo, respirando con dificultad, mirándola de arriba abajo, admirado—. Ya adulta. Toda una mujer, bellísima. Me recuerdas a tu madre. Muchísimo. Me siento muy orgulloso de ti.
Intentó avanzar un poco más, pero ella levantó el arma.
—No.
Barren se detuvo; respiraba agitadamente, luchaba por conseguir que entrara algo de aire en aquellos pulmones tan enfermos. Durante una fracción de segundo se le endurecieron los rasgos, pero volvieron a relajarse casi en el acto.
—Siento lo de tus amigos —dijo, y la sonrisa se transformó en una expresión comprensiva—. Lo siento de verdad. Sé que tiene que haberte afectado. Pero había que hacerlo. Ha llegado la hora. Es hora de que vuelvas a casa. Papá te necesita. Tu familia te necesita.
Ella se limitó a mirarlo fijamente con un rostro tan pálido como la neblina que los rodeaba. Le llegaba el perfume de la loción para después del afeitado. Denso, empalagoso, con un toque metálico. Un olor que llevaba aparejadas muchas más cosas. Sonidos: pasos en la moqueta, chirrido del tirador de la puerta; sensaciones: peso, presión, entrada. Los elementos de sus pesadillas. Aquello de lo que había huido toda su vida.
—No ha sido fácil —iba diciendo él—. Lo de no tenerte allí. La casa tan vacía. Sobre todo desde que tu querida madre falleció…
—No falleció. —Lo dijo con una voz apagada, sin expresión—. Se suicidó. Lo sabes perfectamente.
Frente a ella, Barren se inclinó, apoyado en el andador, moviendo la cabeza con aire triste.
—Lo sé, Rachel, lo sé, aunque intento…
—Se suicidó porque descubrió la verdad. Porque le conté lo que había pasado.
De nuevo, la momentánea tensión en las facciones del anciano. Esta vez duró más.
—Pertenece al pasado, Rachel. No tendríamos que volver a ello. Lo que importa es el presente. Y el futuro. El futuro de nuestra familia. Por eso ha llegado el momento de poner punto final a todo. —Trazó un círculo con un brazo—. De llevarte a casa. Te di libertad. Te permití que pudieras quitártelo de encima. Ha llegado el momento de que regreses a tu sitio. De que asumas tus responsabilidades.
La miró de hito en hito un momento, pero tuvo que bajar la cabeza porque la tos le desgarraba el pecho. Buscó a tientas la mascarilla y se la ajustó a la boca. Le costó un poco recuperarse.
—Tu padre no está bien, Rachel —carraspeó. Se le veían los ojos hinchados por encima de la mascarilla, la voz amortiguada por aquel plástico transparente—. Los médicos me han dado seis meses. Doce a lo sumo. Tengo que pensar en la sucesión. Quién se pondrá al frente de la familia. Quién asumirá la responsabilidad de la empresa. William…
El nombre le provocó otro acceso de tos; todo su cuerpo se convulsionó; parecía que los ojos iban a salírsele de las órbitas.
—William… Nada, todos sabemos lo que es tu hermano. Un drogadicto inútil, un putero fantasioso. Ese vive en un maldito mundo de sueños. Se las da de importante. Se las da de tener todo bajo su control. Quiere encabezar una especie de opa hostil. Algo así como un golpe de Estado. ¡Aquí! Todo aquí… —Con las puntas de los dedos se iba tocando con sorna la sien—. Vaya mequetrefe. Siempre lo ha sido y siempre lo será. Lo supe en el momento en que lo vi. No tiene sangre. No tiene inteligencia. En cambio tú… —Se bajó la mascarilla; su pecho ascendía y descendía bajo la americana de tweed—… tú, Rachel, eres algo auténtico. Una verdadera Barren. Con más agallas e inteligencia de las que pueda tener jamás este hermano tuyo. Lo has demostrado durante estos años. Una y otra vez. Eres la única. La verdadera heredera. La primogénita legítima. Es tuyo, Rachel. Todo. Ahora tienes que tomar las riendas. Debes regresar a casa a asumir aquello para lo que naciste.
Volvió a alargar la mano, indicándole que se acercara. Ella fijó la mirada en aquella mano, negando con la cabeza con la expresión distorsionada por un rictus que indicaba que no daba crédito.
—Estás loco —murmuró. Después, alzando la voz, insistió—: Estás loco.
Los hombros del anciano se hinchieron, parecía una cobra cuando infla el somberete.
—Sé que estás dolida, Rachel…
Ella estalló:
—¡Un puto loco es lo que eres! —De repente la voz se le inundó de emoción—. ¡Vuelve a casa! ¡Después de lo que has hecho! ¡Después de lo que hiciste! Pero ¿tú por qué crees que me largué? ¿Por qué me fui tan lejos como pude? ¿Por qué cambié de nombre, de identidad, por qué pasé mis días luchando contra gente como tú? ¿Por qué hice todo lo que estaba en mi mano para joder a Barren? Igual que tú jodiste…
—Rachel…
Ella echó la cabeza hacia atrás.
—Yo era una niña, ¡puto animal de mierda! —Hablaba a gritos, con los ojos desorbitados, despidiendo chispas de saliva—. ¡Tenía diez años! ¡Todas las noches! ¡Nuestro pequeño secreto! ¡El amor especial de papá! Solo para demostrarte lo que representas para mí. ¡No te preocupes si te duele un poco! ¡Es natural, del todo natural! Eres un asqueroso…
—¡Basta, Rachel!
—¡Vuelve a casa! ¡Toma las riendas! ¿Después de esto? ¿Después de Rivka? ¿Después de esta noche? Estás loco, eres un puto iluso… —La voz se le cortaba, las palabras se le atascaban en la garganta, respiraba con dificultad—. ¡Jamás volveré! ¿Me entiendes? Jamás. Jamás. Nunca me implicaré en nada. Nunca trabajaré para Barren. Nunca formaré parte de tu repugnante y retorcida…
Con la mano izquierda se iba arañando el cuero cabelludo. Lo mismo que hacía de niña. Cuando lo tenía dentro. Se tiraba del pelo en una especie de gesto desesperado de apartarse de él.
Al mismo tiempo, con la otra mano apuntó con la Glock a la cabeza de él, con la intención de llevar a cabo lo que tenía intención de hacer. Lo que tenía que haber hecho mucho tiempo atrás. Lo proyectado en aquellos últimos once años, entre las marchas, las protestas y los disturbios organizados por Nemesis. Un traslado. Una sustitución. Como se le quisiera llamar. Posponer lo inevitable.
Y había llegado la hora. Como decía papá. La hora de hacer lo único importante. La hora del castigo.
Frente a ella, Barren se había vuelto a pegar la mascarilla al rostro. Empezó una serie de respiraciones lentas, trabajosas, sin apartar ni un instante la vista de ella, mientras el plástico se empañaba alrededor de su boca. Luego, lentamente, la mascarilla se deslizó hacia abajo.
—Mi Rachel —dijo—. Mi querida, mi queridísima Rachel.
Ni un ápice de sentimiento de culpabilidad en aquella voz, aunque ella tampoco la hubiera esperado: su padre no era un hombre que se reprochara nada a sí mismo. No hacía ningún examen de conciencia. Tampoco temía nada, ni en aquellos momentos en los que un arma apuntaba entre sus ojos. Lo único que transmitía era una especie de espantosa indulgencia llena de recriminaciones. Era como el padre de un niño que se hubiera portado mal, pero a quien quería demasiado para disgustarse excesivamente con él.
A Rachel se le revolvía el estómago.
—Sé lo difícil que es todo esto para ti, Rachel. El peso que puede conllevar. El deber. El destino. Siempre has sido un espíritu libre. En ningún momento he pensado que podía ser fácil. Pero tienes que comprender que ese es tu destino. Guiar la familia. La empresa. No puedes escaparte de ello, de la misma forma que no puedes hacerlo de la sangre que llevas en las venas. Eres una Barren. Te guste o no, formas parte de todo. Estás implicada. Esta es tu vida. En cuanto a lo de trabajar para nosotros… —Sonrió—… pues ya lo estás haciendo, o sea que no supondrá un gran cambio.
Ella parpadeó, sin acabar de entender lo que quería decir con aquello. Barren estiró el cuello hacia ella; le brillaban los ojos.
—Mensaje recibido —dijo despacio—. Oferta aceptada. Lucharemos juntos.
A pesar de que ya estaba muy pálida, su rostro adquirió un tono casi cadavérico. Le costaba articular las palabras.
—Pero ¿qué… cómo hicisteis…?
—¿Es que no lo ves, Rachel? —De nuevo aquel tono indulgente, de recriminación—. Nemesis Agenda somos nosotros. Barren Corporation. Nosotros lo dirigimos.
Se hizo un breve silencio marcado por el horror. Luego a Rachel le pareció que las piernas no la sostenían. Dio un traspié hacia atrás mientras emitía una especie de gorgoteo a medio camino entre un gruñido y un grito ahogado.
—No —murmuró—. Mientes. Mientes.
Sin embargo, veía en el rostro de él que no mentía. Aquella risita tranquila, aquellos labios abultados. La dureza triunfal en los ojos. Igual que cuando iba a su habitación de noche, que cuando apartaba la ropa de su cama, el dominio absoluto…
—Dios mío, no —murmuró ella—. Por favor, Dios mío, no.
Él extendió las manos. Unas manos plagadas de manchas, apergaminadas, enormes como guantes de béisbol.
—Lo poseemos todo, Rachel. Lo controlamos todo. Absolutamente todo. Así es Barren. Somos los dueños.
—Dios mío, no.
—Nunca imaginé que llegaría a tal envergadura. Tenía que ser una vez y basta. Una pequeña estratagema para dar el toque a algunos de la competencia. Uno de la casa sugirió la creación de una web, planteó sacar a la luz algún trapo sucio, mostrarlo al mundo bajo la apariencia de uno de estos grupos chiflados anticapitalistas. —El anciano iba moviendo la cabeza—. La cosa empezó a crecer. Explotó una especie de disparatada tendencia. Contamos con un par de genios que coordinan todo desde Houston. Y con una red de activistas que nos proporcionan material con la ingenua creencia de que ayudan a derribar el sistema. Pagamos un ojo de la cara a nuestros muchachos para que mantengan la boca cerrada, pero te juro que vale la pena. Con Nemesis podemos joder al rival que sea con solo apretar un botón. Es coser y cantar. ¡No se lo creería ni Dios!
Siguió moviendo la cabeza. El ganador de la lotería intentando hacerse a la idea de la inmensa suerte que ha tenido.
—Evidentemente hemos tenido que andar con pies de plomo. No podíamos elegir solo la competencia. Habríamos dejado demasiadas pistas. Está claro que en alguna ocasión nosotros mismos hemos sido el blanco. Nada del otro mundo, lo suficiente para despistar. E, ironías de la vida, Agenda se convirtió en una especie de retorcido patrón de rectitud empresarial. Ya nadie confía en esos organismos de regulación que de nada sirven; en cambio, todos consideran que Nemesis Agenda… ¡está en el bando de los buenos! Lo que digan ellos va a misa. Y el hecho de que Agenda nunca haya sacado a la luz nada de Barren… ¡santo cielo! Es como haber obtenido la aprobación del propio Dios. ¡Nunca había pensado en el bien que podía hacer internet!
Soltó una carcajada rasposa como el papel de lija. Ella iba moviendo la cabeza con la expresión desencajada.
—Y mira por dónde que cae como del cielo un mensaje de mi niñita en la web de Nemesis. Un mensaje de mi princesa Rachel. Pide integrarse al grupo. Desea trabajar para Agenda. No podía ser más perfecto si hubiera escrito yo el guión. El escenario del sueño. Uno tiene que desahogarse, vivir alguna aventura, luchar por lo que hace falta y mientras tanto trabajar para la empresa. Para volver de nuevo al redil. Volver al lugar que le corresponde.
Rachel temblaba, estaba lívida; dejó caer la mano con la que sujetaba la Glock, como si no tuviera ya fuerza para mantener el arma en alto. Le hizo el efecto de haber vuelto a la mansión. Se veía acurrucada en la cama. Pequeña, débil, indefensa, con su padre encima, imposible resistirse.
—De todas formas, lo cierto es que puedes pensar lo que quieras, pero nunca has salido del redil —prosiguió. Avanzó medio paso con el andador haciendo chirriar la ruedecita—. En realidad nunca he dejado de vigilarte, Rachel. Desde el momento en que saliste de casa no ha habido un solo momento de un solo día en el que no haya sabido exactamente dónde estabas, lo que hacías y con quién te relacionabas. En todos los grupos en los que has participado, en todas las manifestaciones a las que has acudido, en todo lugar he tenido a gente alrededor controlando de cerca. En tus aventuras en Nemesis siempre he contado con especialistas dispuestos a intervenir en caso de que las cosas se torcieran. En tu escondite del Néguev tenías micrófonos y cámaras por todas partes. Así localizamos a Rivka Kleinberg. No has hecho ni dicho nada que yo no haya visto u oído. Todo, Rachel. Absolutamente todo. Tú y tu amiguita bollera…
Se le hinchó el pecho, pareció agitar los párpados.
—¡Madre mía, qué bonita eres! Qué preciosa, cariño… No puedes ni imaginar lo que deseo abraz…
Rachel se dobló por la cintura, sentía arcadas. El vómito salpicó el acero de la cubierta. Él intentó avanzar de nuevo, pero se encontró frente al arma.
—¡Atrás! —gritó ella—. Atrás, gusano asqueroso… —Otra bocanada agria le impidió terminar.
—Deja que te ayude, Rachel, por favor.
—¡Atrás!
Él movió la cabeza en una grotesca parodia del padre apenado.
—Sé que es duro, cariño. Pero las cosas son así. Tal como te he dicho, somos los dueños de todo. Lo controlamos todo. No tiene ningún sentido pelear, resistirse. Es tu destino. No hay otra salida. Te vienes a casa, Rachel, no te lo hagas más difícil. Acepta quién eres. Asúmelo.
Tras una última arcada, se irguió y se secó la boca con la manga. Se quedaron unos momentos frente a frente: Barren sonreía, benévolo; su hija estaba destrozada, tenía el rostro hundido. Luego, con un gesto de asentimiento, Rachel levantó el arma, apuntó y disparó.
Al hacerse añicos el candado de seguridad del contenedor se produjo una lluvia de metal.
—Pero ¿qué…? —Barren empujó el andador, intentando ver qué ocurría. Ella se dio la vuelta, se acercó al contenedor, quitó la cadena y abrió las puertas. Ben Roi y Jalifa estaban de pie junto a estas, con aire desconcertado.
—¡Fuera! —les ordenó.
Los dos dudaron.
—¡Fuera!
Obedecieron.
—Pero, Rachel, ¿tú qué crees que…?
Se oyeron los decididos pasos de dos guardias que llegaban corriendo, alertados por el disparo. Ella se apartó, apuntó hacia el lugar de donde venía el ruido y disparó contra aquellos hombres en cuanto salieron de la niebla. A uno en la frente, al otro en el ojo. Una precisión espectacular. Los dos cuerpos se desplomaron. Se acercó a ellos, les arrebató las Heckler y las lanzó hacia los inspectores. Empezaron a oírse gritos abajo y el ruido de las botas de los que subían por la pasarela.
—Marchaos de aquí —dijo entre dientes—. Por aquel lado. No hay guardias.
Con gestos, les indicó la parte de proa. Ellos dudaron otra vez, pero Rachel repitió la orden.
—Vente con nosotros —exclamó Ben Roi.
—¡Lárgate, gilipollas!
Lo agarró por la camisa y lo empujó hacia el otro lado de la cubierta. Jalifa lo siguió. Al pasar frente a Barren, levantó con gesto instintivo la Heckler. Rachel le leyó el pensamiento y apartó el cañón.
—Es asunto mío —dijo—. Vete. Ahora mismo.
Sus ojos coincidieron durante una fracción de segundo. Luego, con un gesto de asentimiento, murmurando «gracias» se fue hacia el israelí. Ella los siguió observando hasta que la niebla se los tragó. Entonces se volvió hacia su padre.
—Rachel, de verdad que no tenías que…
—Cállate.
Se acercó a él con el brazo en el que llevaba el arma extendido. El ruido de las pisadas se iba acercando. Para ella no tenía ninguna importancia. Se aproximó a su padre, puso la boca de la Glock contra aquella frente de monstruo. Él no se inmutó; apoyado en el andador mantenía una expresión más de disfrute que de miedo.
—Oh, Rachel, Rachel, ¿de verdad que es eso lo que quieres?
Aquella voz suave, tranquilizadora. La voz con la que se dirigía a ella cuando la violaba. La banda sonora de los abusos.
—¿Es eso, Rachel? Pues vale, adelante. Si eso tiene que hacerte sentir bien, amor mío… Si te compensa por los pecados que tú creas que pueda haber cometido yo… A mí no me importa. No me importa nada. Ya te he dicho que en definitiva me queda muy poco tiempo. La familia, eso es lo que importa. Y contigo sé que la familia queda en buenas manos. En las mejores manos. Realmente las mejores. De modo que adelante, Rachel. Calma el dolor que siente tu corazón. Exorciza tus demonios. Yo moriré feliz sabiendo que en ti lego un gran futuro para el glorioso nombre de Barren. ¡Estoy tan orgulloso de ti…!
Sonreía mientras la miraba.
Hubo un corto silencio durante el cual ella se armó de valor. Aceptó que no había otra salida. Luego, de forma inesperada, le devolvió la sonrisa.
Una sombra de duda apareció en los ojos del anciano.
—Rachel, ¿qué…?
—Adiós, querido papá.
Por un momento el hombre quedó perplejo. Luego, de golpe sus ojos se abrieron de par en par por el horror al ver que su hija apartaba el cañón de su frente, doblaba el brazo y con la boca de la Glock se apuntaba al paladar.
—Dios mío, Rachel, no te atrevas…
Se produjo una ensordecedora explosión; aquel rostro del anciano y todo su pelo cano quedaron salpicados por una lluvia de fragmentos de hueso y de sangre.
El cuerpo de ella cayó hacia atrás y golpeó contra el suelo de la cubierta con un ruido sordo.