Alejandría

SI Jalifa hubiera levantado la vista al entrar, poco después de las nueve de la noche, en la terminal de llegadas del aeropuerto de El Nohza de Alejandría habría visto una silueta conocida que protestaba frente a los agentes de seguridad en el extremo del vestíbulo. Y de haberse acercado al hombre para hablar con él, se habría ahorrado la mayor parte de los quebraderos de cabeza subsiguientes.

Pero no levantó la vista. Estaba demasiado atareado con el móvil, con escuchar a la mujer de Nemesis, que le daba los detalles sobre dónde iban a recogerlo. Cuando acabaron las explicaciones, Jalifa ya salía por la puerta del aeropuerto, con lo que había perdido la efímera oportunidad de evitar la tragedia.

Afuera cogió un taxi y dijo al conductor que lo llevara hacia el este, en dirección a Rosetta. El hombre intentó entablar conversación con él, le preguntó por su familia, se interesó por lo que hacía en la parte del mundo de la que venía y por lo que opinaba del nuevo gobierno. Jalifa iba respondiendo de mala gana, con murmullos, y transcurridos unos kilómetros, harto de las preguntas de aquel hombre, se sacó la placa y se la mostró. A partir de entonces el taxista condujo en silencio.

Les costó un poco salir de la ciudad. Tuvieron que cruzar una larga carretera elevada por encima de un lago flanqueado por cañizares para empezar a dejar atrás los edificios, las fábricas y las refinerías de petróleo y ver cómo se abría ante ellos un mosaico formado por matorrales en terreno arenoso, plantaciones de algodón, de palmeras y cítricos. Jalifa iba fumando, mirando por la ventana y pensando en su hijo.

A medio camino entre el aeropuerto y Rosetta —tal como le había dicho la mujer de Nemesis— pasaron por delante de una estación de servicio de Mobil con luces fluorescentes y seguidamente encontraron dos vallas gigantescas: en una se anunciaban zapatos Pierre Cardin y en la otra el KFC. Jalifa dijo al taxista que se detuviera, le pagó, salió del coche, anduvo cincuenta metros carretera abajo y se paró junto a una pila de cañas colocadas en forma de tienda de campaña. Pasó media hora. De pronto apareció como caído del cielo un Toyota Land Cruiser que, con un viraje brusco, se apartó de la carretera y se detuvo frente a él. Simultáneamente oyó pasos en el palmeral que tenía detrás y vio a una joven que salía de las sombras.

—Vamos, adentro —dijo ella, señalando la puerta trasera del vehículo, que estaba abierta.

Jalifa obedeció. La mujer se sentó delante y el conductor —un hombre delgado, de aspecto árabe, con un cigarrillo colgado de la comisura de los labios— emprendió de nuevo el camino por la carretera.

—Ya pensaba que no apareceríais —dijo Jalifa cuando empezaron a ganar velocidad.

—Teníamos que controlar un poco —le explicó la mujer, dándose la vuelta para mirarlo—. Asegurarnos de que no te seguían.

Le tendió la mano.

—Me llamo Dinah. Y él es Faz. Nos alegramos de tenerte entre nosotros.

Jalifa le estrechó la mano.

—Yusuf Jalifa.

—Ya lo sé —respondió ella—. Hemos escuchado tus llamadas, ¿te acuerdas? ¿Es el cuaderno del que hablamos?

Señaló la libreta con tapas de cuero que asomaba en el bolsillo de la chaqueta de Jalifa. Él asintió.

—Guárdala bien. Decidiremos qué hacer con ella más tarde.

—¿Solo sois vosotros dos?

—Los otros están en la costa. Haciendo un reconocimiento del puerto.

—¿Cuál es el plan?

Ella se encogió de hombros con aire indiferente.

—Ahora mismo no hay plan. El barco llega a medianoche. Por lo que vimos en el sistema de Zoser, atraca aquí una vez al mes, descarga los residuos y se va a recoger más mientras las barcazas de Zoser trabajan por turnos trasladando lo que ha llegado a través del Nilo. Ahora bien, cómo se lleva a cabo exactamente la operación sobre el terreno… —Hizo otro gesto de indiferencia—. Lo veremos cuando estemos allí.

Se giró hacia delante, buscó en la guantera y pasó un arma a Jalifa.

—¿Sabes cómo funciona?

—¡Pues claro!

—Espero que no tengamos que utilizarla, pero no podemos correr riesgos. No sabemos con lo que nos encontraremos.

Jalifa sopesó el arma. Una Glock, por su aspecto. Ella lo observó; aquel rostro pálido, de mirada intensa, iba y venía ante su vista según las luces de la carretera. Después de un rato de silencio, ella prosiguió:

—Te has arriesgado bastante viniendo hasta aquí. Juntándote con nosotros. Como ha dicho tu amigo, somos peligrosos. Estamos pirados.

—Ex amigo —rectificó Jalifa y dejó el arma en el asiento para sacar el paquete de Cleopatra—. Y yo corro mis propios riesgos.

Se miraron a los ojos un momento. Luego, con un gesto de asentimiento, ella volvió la cabeza hacia la carretera. Jalifa bajó el cristal y encendió un cigarrillo. No dijeron nada más durante el resto del trayecto.

Al cabo de veinte minutos, pasadas las diez y media, entraban en Rosetta. Faz, el conductor, parecía conocer bien el camino: se metió en un enjambre de calles iluminadas y ruidosas hasta encontrar el otro extremo de la ciudad, donde enfilaron una estrecha carretera asfaltada que se dirigía hacia la costa norte. Siguieron el cauce del Nilo, que tenían a la derecha, ancho, oscuro, con algún barco y una serie de pontones de piscifactorías flotantes. Se veían casas y almacenes esparcidos junto al río, así como una sucesión de construcciones de obra vista, con los cañones de las chimeneas que se recortaban contra el horizonte nocturno como restos de un bosque alcanzado por un rayo. En cuanto hubieron pasado la población de Qaitbay, los edificios desaparecieron y no quedaron más que campos de maíz, algún palmeral y, a lo lejos, un resplandor borroso en forma de cúpula que insinuaba una concentración de luz en algún punto cercano a la desembocadura del Nilo. El muelle de Zoser, pensó Jalifa. Se le aceleró el pulso.

Siguieron unos kilómetros más, vigilantes, con las luces apagadas, a poca velocidad; el resplandor se hacía cada vez más intenso. De pronto, al surgir frente a ellos una especie de control de seguridad iluminado, dejaron la carretera y se metieron en una pista estrecha. Avanzaron unos doscientos metros por ella y llegaron a un claro en un palmeral, donde terminaba. Parecía una acción coordinada, pues Jalifa vio que allí les esperaba otro Land Cruiser. Junto al vehículo vio a otros dos: un hombre con aire de deportista y una mujer con el pelo muy corto. Aparcaron junto a ellos y salieron del coche. Se hicieron las presentaciones.

—¿Cómo está el panorama? —preguntó la tal Dinah.

—No tan mal como podría imaginarse —respondió el hombre—, aunque hubiera ido mejor contar con más tiempo.

—No hay más tiempo. O sea que es esta noche o hay que esperar otro mes.

El hombre reconoció que era cierto y les indicó que se acercaran al portátil que tenía abierto en el capó del segundo Land Cruiser. En la pantalla se veía un mosaico formado por unas cuarenta fotografías, probablemente fruto de una misión de reconocimiento llevada a cabo por él mismo y la chica del pelo corto. Amplió la primera imagen: el control de seguridad que acababan de ver. A un lado y otro se extendía una alta valla acabada en alambre de cuchillas. Al fondo, de cara al río, una hilera de edificios que parecían almacenes, por encima de los que destacaban los extremos de unas grúas.

—La alambrada rodea todo el recinto —dijo él—, en el portal hay cuatro guardias…

—¿Ejército? —preguntó Jalifa.

El otro asintió.

—Reclutas. Cumplen órdenes.

—Es lo que parecía. Uno estaba durmiendo, otros veían la tele. Un par patrullaba dentro, pero no parecían muy interesados en nada, y hay una gran distancia entre ellos. La valla no está electrificada y no tienen cámaras de seguridad, por lo que hemos podido ver. Pasaremos sin problemas.

—¿Qué distancia hay hasta el puerto? —preguntó la tal Dinah.

—Unos setecientos cincuenta metros. Campo abierto, pero con dunas y matorral, que proporcionan una cierta cobertura. Podemos avanzar tranquilamente.

Reclamó otra foto. Un gran embarcadero de hormigón y en uno de sus costados, almacenes, y en el otro, las aguas del Nilo, agitadas e iluminadas por la luna, que iban a su desembocadura. A unos metros de allí habían hundido una serie de enormes cubos de hormigón para crear un rompeolas de protección. En el propio puerto destacaban por encima del agua tres grúas de pórtico con brazos voladizos.

—Ya veis que está muy iluminado y que circula gente. Trabajadores del muelle, básicamente, aunque también hay personal de seguridad.

Volvió a centrarse en el ordenador. Pinchó la imagen de un hombre corpulento, con chaqueta de cuero y una metralleta MP5 Heckler & Koch.

—Un contratista privado, por el aspecto. Sin problemas. Aquí hay buenas posiciones para filmar, en el extremo más próximo del puerto… —Volvió a la imagen anterior—. Y ahí, desde estos almacenes.

Pasó más fotos: una amplia perspectiva de un montón de cajas apiladas entre dos almacenes; un primer plano de las cajas; una vista tomada desde detrás de las cajas en la que se veía la parte del centro del puerto en dirección al agua.

—Es totalmente factible. El problema será acercarse al barco. Podemos filmar de lejos, pero lo de subir a bordo, pillar a alguno de la tripulación… será algo complicado, pues hay mucha luz. Tenemos que encontrar la forma, aunque no lo veremos claro hasta que el barco no esté ahí y nos hagamos una idea de todo. Hasta entonces no podemos hacer más que conjeturas.

La tal Dinah asintió. Echó una ojeada al reloj, se inclinó hacia el capó y empezó a pasar las imágenes, de una en una, para irse familiarizando con todo. Sus amigos también se acercaron. Jalifa se mantenía un paso apartado. Los expertos eran ellos. Él había aprovechado la coyuntura.

Pasaron unos minutos. Una ráfaga momentánea de viento hizo vibrar las hojas de las palmeras; la atmósfera olía a sal. De pronto se dispusieron a salir.

—Vale, vámonos —dijo Dinah.

Se volvió hacia Jalifa.

—Alguien tendrá que quedarse cerca de la valla, cubrirnos en caso de problemas. ¿Estás dispuesto?

—Me apunto al puerto —dijo Jalifa, consciente de que hablaba como un niño caprichoso, pero deseoso de encontrarse en medio de la acción. En realidad, necesitaba encontrarse en medio de la acción. Le sorprendió ver que ella sonreía.

—No sé por qué, pensaba oírtelo decir. Muy bien, Faz, tú te quedas en el puesto de protección. Gidi, Tamar, hacia el extremo del puerto. Nuestro nuevo fichaje y yo nos situaremos en la posición del almacén. Es todo lo que podemos planificar por el momento. A partir de aquí, habrá que actuar de oído.

Descargaron el equipo —cámaras, walkies-talkies, un par de metralletas Uzi— y lo repartieron. Después, cada uno con su mochila en la espalda, con las manos y la cara manchadas con un rudimentario material de camuflaje a base de tierra húmeda para pasar desapercibidos —Jalifa se hubiera reído de sí mismo en caso de no habérsela jugado tanto—, cerraron los coches y emprendieron la marcha. En algún punto del río sonó la sirena de una barcaza. Afianzó el dedo en el gatillo de la Glock y apretó los dientes, convencido de que hacía lo correcto.

Veinte minutos después estaban ya en posición. Habían salvado la valla sin problemas, habían dado la vuelta a los almacenes, habían trepado por la pila de cajas y habían montado la videocámara. Ante ellos, el puerto inundado de luz. Las cajas quedaban sumidas en la sombra. Curiosamente, Jalifa se sentía seguro. Como si no estuviera allí en carne y hueso, como si viera la escena por televisión. Los otros dos los contactaron por radio para comunicarles que estaban en su posición, en el extremo más alejado del puerto. Según el reloj de Jalifa eran las 23.42. Todo lo que tenían que hacer era esperar.

—¿De verdad crees que vamos a pescarlos? —preguntó, mirando a través del muelle—. ¿Y que todo esto tendrá algún efecto?

—De no estar segura, no lo haría.

Se agacharon cuando pasó con gran estruendo un camión con un gigantesco elevador. Al ponerse otra vez de pie, Jalifa notó la mano de ella en su brazo.

—Tenía que habértelo dicho antes: siento lo de tu hijo.

Le pareció que por un momento la expresión de aquella mujer se suavizaba, si bien sus ojos seguían fríos e implacables. Luego apartó la mano y miró hacia otro lado.

En la desembocadura del río empezaba a acumularse la neblina, que iba circulando por encima del agua formando una especie de bocanadas de vapor.

Un túnel de luz. Eso es lo que veo cuando estoy más cerca del momento de la limpieza. Un largo túnel de luz en el que yo estoy situado en un extremo, mi objetivo en el opuesto y el resto, fuera. Atención total. Concentración total. Hasta que se haya llevado a cabo la tarea y pueda salir del túnel y volver a la vida cotidiana.

Claro que esta vez hay diferencias. De entrada, no estoy solo como casi siempre. Y el caos que hay que limpiar está más cerca de casa. De casa, en un sentido, a pesar de las distancias. Y evidentemente tengo tareas que llevar a cabo, y también hay distracciones, algo que no suele darse.

Aun así, dentro de mi cabeza, estoy en el túnel. Se acabaron las dudas, se acabaron las preguntas, se acabaron las preocupaciones. Veo claro el objetivo —¿cómo no iba a verlo si lo tengo al lado?—. Y avanzo sin cesar hacia él. Pronto se habrá hecho la limpieza y me encontraré sano y salvo en el otro lado. Ahora bien, lo que hay al otro lado queda por ver. Un orden distinto, eso seguro. ¿Quién sabe? Tal vez incluso habrá niños. El correteo de unos minúsculos pies. Ojalá. Siempre me han gustado los niños. Hacen aflorar mi instinto… bondadoso.

De todas formas, tengo que seguir con mi papel un tiempo más. Mantener la farsa. Por mi expresión nadie imaginaría lo que estoy a punto de hacer. Ni en un millón de años. Soy, y siempre he sido, un artista consumado.

El barco apareció por fin poco después de la una de la madrugada. Se oyeron una serie de toques de sirena lejanos y de pronto se intensificó la actividad en el puerto. Los motores cobraron vida, los trabajadores portuarios se afanaron hacia un lugar y otro.

La neblina se había ido haciendo más compacta por encima de la masa de agua. La desembocadura quedaba envuelta en un velo denso, como una gasa, de un gris impenetrable. Los cinco habían observado su avance con inquietud, temerosos de que inundara el puerto e hiciera imposible la filmación. Luego observaron aliviados cómo se retiraba, enviando hacia la orilla unas suaves hebras que rozaban el muelle, se movían en espiral alrededor de la base de alguna grúa, pero el grueso permanecía en el río. Si se levantaba viento, la cosa cambiaría, pero por el momento la visión era clara. La compañera de Jalifa se acercó el walkie-talkie a la boca y apretó el botón para hablar.

—¿Todo el mundo a punto?

A punto, fue la respuesta que le llegó.

—¿Faz?

Una voz hosca anunció que acababa de cruzar el portal principal un convoy de camiones cisterna, pero que aparte de aquello todo estaba tranquilo.

—De acuerdo, allá vamos.

Siguieron las sirenas: un inquietante rugido quejumbroso que emanaba de la niebla como la llamada de un monstruo marino primario. Pasaron cinco minutos. Luego, de repente, como hendida por un hacha gigante, la niebla se abrió y apareció a lo lejos, a su izquierda, la proa de un enorme barco. Fue deslizándose lentamente hacia la parte frontal del puerto: un imponente muro de acero negro cuya popa permanecía perdida entre las tinieblas mientras la proa se situaba al nivel de la orilla. Se iba acercando, iba descubriendo más volumen, se iba viendo anchísimo, amenazador, hasta que por fin la torre del puente superó la nube de niebla y toda la embarcación quedó a la vista. Trescientos metros de longitud y la altura de un bloque de pisos. Eclipsaba todo lo que le rodeaba y convertía a los ajetreados estibadores en algo del tamaño de una hormiga. Llevaba en la proa el dibujo de una sirena con el pelo rubio como agitado por el viento. A su lado, en letras blancas, el nombre del barco: Maid of the Ocean.

La videocámara emitió un sonido cuando la mujer empezó a grabar la escena.

El barco se situó en paralelo con el muelle; un par de remolcadores lo colocaron en su sitio. Los motores impulsaron la maniobra hacia atrás; se soltaron amarras, se fijaron; bajaron las pasarelas de proa y popa; se oyó el estruendo del sistema hidráulico al levantarse y retirarse las escotillas. Los montacargas de las grúas se colocaron en posición y bajaron.

Pasaron unos minutos más. Después, lentamente, empezaron a aparecer unos barriles metálicos, perfectamente dispuestos en enormes elevadores, un centenar en cada uno. Se levantaron en la noche, se mantuvieron en el aire y se retiraron airosamente hacia la orilla, donde fueron descargados en unos montacargas gigantescos y transportados muelle abajo.

—¿Lo captas? —resonó el walkie-talkie.

—Por supuesto —respondió la compañera de Jalifa, acercándose el auricular a los labios para que la oyeran a pesar del estruendo—. Lo único que necesitamos es que la niebla se mantenga en su sitio un rato más y luego se haga más espesa y lo cubra todo. Así tendríamos la oportunidad incluso de subir a bordo.

Mientras ella hablaba, Jalifa notó como un rumor de brisa en el rostro, que se disipó, pero volvió al cabo de poco con más intensidad, hasta tal punto que empezó a agitarle el pelo y a acumular la neblina que tenían delante, que fue apartando como una cortina que se hinchara. Luego fue trepando por el barco.

—Unos minutos más —murmuró la compañera de Jalifa—, unos minutos más y podremos…

No terminó la frase. De golpe y porrazo cayó hacia atrás desde la caja en la que se mantenían de pie. Dio media vuelta. La parte de atrás del montón de cajas estaba completamente a oscuras y Jalifa no vio qué ocurría. Entrevió un par de siluetas: la mujer y alguien mucho más corpulento, que parecía que la tenía inmovilizada en el suelo. Pegó un salto, blandió la culata de la Glock, dispuesto a golpear la cabeza del asaltante, pero quedó paralizado al oír una voz conocida.

—Atrás, Jalifa. Soy yo.

Un rostro curtido, de perfiladas mandíbulas, se volvió hacia él. Un rostro que no había visto desde hacía cuatro años, pero que reconoció al instante. Permaneció un momento en silencio y luego miró hacia la mujer.

—Vamos, Rachel, creo que ya es hora de que digamos a nuestro amigo qué haces aquí exactamente.

El plan de Ben Roi, tal como lo había ideado él, era llegar al puerto lo antes posible, localizar a Jalifa y sacarlo de allí sin darles tiempo a que le hicieran ningún daño.

Los de seguridad del aeropuerto de Alejandría estaban por otras labores. Lo tuvieron retenido un par de horas, pues lo consideraron sospechoso por el hecho de ser israelí, de llevar un billete de vuelta para el día siguiente sin reserva de hotel, y principalmente por carecer de visado oficial. Podía haberles dicho la verdad, que era policía, que estaba allí para echar una mano a uno de sus agentes, que en aquellos momentos estaba a punto de caer a ciegas en una trampa. Intuyó que, de enfocarlo así, solo conseguiría complicar las cosas y meterse en un interminable embrollo de explicaciones. Por tanto, se hizo el tonto y se aferró a la historia que llevaba preparada: iba a ver a un viejo amigo de Luxor, un encuentro que había planificado deprisa y corriendo, y el propio amigo, que se había ocupado de acomodarlo, le había asegurado que podía conseguir el visado a la llegada. Era algo que no se sostenía, Ben Roi temía que lo echaran para atrás, que lo tomaran por algún tipo de espía. Pero por otro lado tenía una esperanza: que hicieran una búsqueda sobre el tal Yusuf Jalifa y descubrieran que, en efecto, alguien con ese nombre había tomado un vuelo aquella noche desde Luxor, con lo que se corroboraría su historia. Y así sucedió, tras una angustiosa espera. Se habían mostrado recelosos, todo eran murmullos y malas miradas —una pequeña muestra de lo que vivían en Israel los árabes que se desplazaban allí—, pero por fin le sellaron el pasaporte y le dieron el visto bueno para pasar.

—No falle en el vuelo de mañana —le dijo uno de los agentes de seguridad en tono amenazador.

—Cuanto antes salga de aquí, mejor, créame —respondió Ben Roi entre dientes.

Sacó un fajo de billetes de un cajero automático, cogió un taxi hacia Rosetta y de allí siguieron hacia el norte, en dirección a la desembocadura del Nilo, donde la mujer de Nemesis había dicho que se encontraba el puerto. Al acercarse a la costa, el taxista empezó a acribillarlo con palabras en árabe, con gestos que indicaban que aquello no tenía salida, que la carretera no seguía y que tendrían que dar la vuelta y regresar. Ben Roi le mostró un puñado de billetes y le dijo que siguiera. Llegaron al punto desde el que se divisaba el control de seguridad del ejército. Allí el taxista se negó en redondo a continuar el viaje.

—Final —dijo—. Soldado. No bueno.

Ben Roi le pagó la carrera y salió. Mientras el taxi giraba y el conductor iba moviendo la cabeza como diciéndose que aquel estaba chiflado, Ben Roi vio a través de los faros unas rodadas que se dirigían hacia un palmeral. Y en el interior de este, algo blanquecino. Se dirigió hacia allí y descubrió dos Toyotas Land Cruiser aparcados bajo los árboles. Eran los mismos que había encontrado en Mitzpe Ramon, aunque en esta ocasión llevaban matrícula egipcia.

Nemesis estaba allí.

—Dios mío, no dejes que llegue tarde —murmuró.

Pasó por el palmeral y llegó a unos veinte metros de una alta alambrada con cuchillas en su extremo superior, lo que iba a convertir encaramarse a ella en una empresa endiablada. A buen seguro que los de Nemesis habían encontrado la forma de superarla, pero él no podía pasar un siglo buscando una abertura y el tiempo ya se le había echado encima. Siguió el extremo del palmeral hasta el control de seguridad con mucho cuidado, con la idea de intentar pasar inadvertido. Allí empezó a oír el ruido de los motores y vio un convoy de diez camiones cisterna que avanzaban pesadamente por la carretera. Se detuvieron frente a la alambrada. El último quedó muy cerca de él, lo que le dio una idea. Se deslizó entre las sombras, se colocó detrás del camión, subió la escalera que llevaba en la parte trasera y se colocó contra la curva de la superficie del depósito. Oyó un bocinazo y el convoy se puso en marcha.

Ya estaba en el otro lado.

En cuestión de minutos aparcaban junto a unos almacenes. Ben Roi descendió por la escalera y desapareció entre las sombras. Aquello era mucho más grande de lo que había imaginado; empezó a temer que le costara horas localizar a Jalifa, y encima conseguirlo demasiado tarde.

En realidad, no tardó ni veinte minutos en situarlo. Primero se dirigió a un extremo del puerto, desde donde observó cómo entraba el barco desde detrás de un montón de cadenas oxidadas; luego se dirigió hacia el otro lado. Encontró una puerta en la parte posterior de uno de los almacenes, la abrió y echó un vistazo a su interior: negro como el fondo de un pozo y con un fuerte olor a aceite de motor. Cerró la puerta y se fue hacia al otro extremo del almacén. El siguiente estaba a unos cinco metros. Entre los dos edificios se abría un amplio camino cubierto de hierbas que desembocaba en el puerto y cuyo final quedaba bloqueado por un montón de cajas. Allí, de pie sobre estas, vueltas hacia el otro lado, distinguió dos siluetas. En la distancia era difícil establecer con toda seguridad de quién se trataba, y más teniendo en cuenta que con las luces del puerto solo veía los perfiles, pero algo le decía que había dado caza a su presa. Pensó en empezar a gritar, en advertir a Jalifa desde allí, pero era consciente de que ella iba armada y el riesgo le pareció excesivo. Así pues, avanzó con cuidado hacia ellos, aprovechando el traqueteo y el ruido de la maquinaria, que disimulaban sus pasos. Cuando se encontraba a unos veinte metros, una de las siluetas se volvió hacia la otra y él comprobó que en realidad era la mujer. Quedó un momento paralizado, se arrimó a uno de los lados del almacén. Cuando ella se giró otra vez hacia delante, Ben Roi siguió acercándoseles. Ninguna filigrana. Ningún discurso grandilocuente. Nada de vacilaciones. Alargó el brazo y, agarrándola por el cinturón, tiró de aquella zorra hacia atrás y la echó al suelo.

—Pero ¿qué haces, santo Dios, Ben Roi? ¡Déjala! ¡Fuera de aquí!

Jalifa clavó las uñas en la cara del israelí. Ben Roi se lo quitó de encima de un manotazo. Arrebató el arma de la mujer, la lanzó hacia atrás, la obligó a levantarse y la empujó hacia el camino entre los almacenes, lejos del puerto, entre las sombras. Jalifa los siguió e intentó sujetar a Ben Roi. Este impulsó un pie, que tocó la rodilla del egipcio y lo hizo caer.

—Atrás, gilipollas. Ya te lo contaré todo. De momento, apártate.

La mujer luchaba, pataleaba, pero Ben Roi la sujetaba con fuerza, con una mano le agarraba el cuello y con la otra le inmovilizaba el brazo derecho atrás. La empujó unos veinte metros y luego la tumbó de nuevo en el suelo. Jalifa se había puesto de pie.

A trompicones, consiguió acercar la boca del cañón de la Glock a la nuca del israelí.

—¡Suéltala! —chilló—. ¿Me oyes? Suéltala o, que Dios me ampare, ¡disparo!

—¡No es lo que tú crees, Jalifa!

—¡Suéltala!

—¡Trabaja para Barren!

En el suelo, la mujer forcejeaba y daba patadas.

—¡Mátalo! —exclamó ella con voz ahogada—. ¡Por el amor de Dios! ¡Nos va a delatar!

—¡No te lo volveré a decir, Ben Roi!

—¡Escúchame un momento! —murmuró el israelí—. ¡Esa ha embaucado a todo el mundo! A ti, a los de Nemesis… es una infiltrada. ¡Es la persona que Barren tiene dentro!

—¡Este está como una regadera!

La mujer hacía unos esfuerzos frenéticos por zafarse de él, pero Ben Roi tenía una fuerza extraordinaria. La aplicó toda en mantenerla tumbada y, respirando con dificultad, volvió el rostro. La boca del cañón de la Glock siguió la línea de su mandíbula al girar y acabó apoyada en la barbilla. Sus ojos echaban chispas en la oscuridad.

—Esto ya lo hemos vivido antes, Jalifa —gruñó—. ¿Te acuerdas? ¿En Alemania? Allí también pretendías matarme. ¿Y quién tenía razón entonces? —Le dirigió una mirada desafiante—. Escúchame. Solo te pido esto. Escúchame un minuto. Tienes que saber de qué va. Quién es ella. Si luego quieres matarme, adelante.

A Jalifa le temblaba la mano. No hizo el menor movimiento para apartar el arma, pero tampoco para hundirla más en el rostro de Ben Roi. No se fiaba del israelí, no se fiaba ni un pelo de él. Había abandonado la investigación y había aceptado el soborno para apartarse del caso. Pero notaba algo en su tono, en la expresión de aquel rostro de facciones marcadas, desproporcionado, que le daba que pensar. Ya le había ocurrido antes. Se hizo un silencio durante el que los tres quedaron bloqueados como en una imagen congelada: Ben Roi sujetaba a la mujer, Jalifa apuntaba a Ben Roi. Luego, con un levísimo gesto, Jalifa le dio a entender que estaba dispuesto a escucharlo.

—Todo es una cuestión familiar —empezó Ben Roi, bajando la vista y levantándola de nuevo—. El caso es que he errado el tiro en el árbol genealógico. Me emperré en que ella era hija de Rivka Kleinberg. Un inspector mejor que yo descubrió la verdad. No es su hija, ni de lejos. Es la ahijada de Rivka Kleinberg. ¿No es así, Rachel?

La empujó de nuevo, para subrayar el nombre, sin apartar la vista de Jalifa.

—Su madre y Kleinberg eran íntimas amigas. Hicieron el servicio militar juntas. Nunca perdieron el contacto. Ni cuando su madre aceptó un trabajo en el extranjero. En la embajada israelí. En Washington. En el departamento de cultura. Allí es donde le echó el ojo un empresario estadounidense multimillonario. Un hombre bastante desagradable llamado… —Se calló un momento, esperando el efecto que surtían sus palabras—… Nathaniel Barren.

Notó la tensión de la mujer bajo su control; luego captó que perdía las fuerzas. Jalifa tenía el dedo firme en el gatillo mientras su cabeza trabajaba, intentando hacerse una idea de lo que acababa de oír.

—Ella es…

—Exactamente. La hija de Barren. Rachel Ann Barren es su nombre completo, aunque, al igual que su hermano, fue educada con un seudónimo, siempre apartada de la atención pública. Lo que no impidió que siguiera siendo una Barren. La hija diligente. Y como toda hija diligente, lo que busca es el interés de su familia.

Jalifa se fijó en que la mujer había cerrado los puños y los mantenía como dos pedernales.

—¿Es cierto? —preguntó con voz ronca.

La otra no respondió. Efectivamente, era la respuesta que le hacía falta. De repente notó la garganta completamente seca. Apartó un poco el dedo del gatillo. Ben Roi se apartó del cañón que le apuntaba la barbilla moviendo un poco la cabeza. Jalifa se quedó quieto. El ajetreo del muelle pareció desvanecerse, como si se hubiera cerrado una puerta tras ellos.

—Es curioso, ¿verdad? —prosiguió el israelí, dirigiéndose tanto a la mujer como a Jalifa—. Todas esas sospechosas multinacionales sobre las que ha informado Nemesis Agenda a lo largo de los años, los pirateos con sofisticadas tecnologías, los arrojados ataques de guerrilla urbana, y la empresa de la que nunca han sacado nada a la luz es Barren Corporation. ¿A qué puede obedecer? No será que no tiene nada sucio, porque eso ya lo hemos comprobado. ¿Por qué, entonces? ¿Por qué será que Barren es la única empresa que al final siempre se va de rositas? ¿Por qué siempre ha conseguido mantenerse en una posición de ventaja?

No hubo respuesta. Era como una obra con tres actores en el escenario y dos de ellos hubieran olvidado el papel.

—Y ahí va otra —prosiguió Ben Roi—. ¿Cómo descubrió Barren que Rivka Kleinberg estaba al tanto de sus actividades? Es algo que hace un tiempo que me tiene intrigado. No se puso en contacto con Barren, hacía las cosas sin llamar la atención, recogía pruebas a escondidas. Solo dos personas estaban al corriente de que había empezado a establecer las conexiones. Una de ellas era el macarra del que te hablé, Genady Kremenko, y este juró y perjuró que no había dicho nada. Y teniendo en cuenta que afirmó esto con un cañón de pistola ya en el interior de la garganta, no puedo por menos de creérmelo. Con lo que solo nos queda… —Dio otro empujón al cuerpo que sujetaba en el suelo—. Ella está metida hasta el cuello en esto, Jalifa. Aún no he atado cabos, no tengo la historia perfilada del todo, pero de una forma u otra, Barren la metió en Nemesis Agenda y desde entonces protege la empresa desde dentro. Por eso es por lo que estaba tan interesada en quedar contigo. Y por lo que insistió en que llevaras el cuaderno de Samuel Pinsker. Porque sin ti y sin el cuaderno nadie puede saber dónde está la mina. Y sin la mina, nadie tendrá idea de lo que Barren ha estado haciendo allí. Iba a liquidarte, Jalifa. De la misma forma que se cargó a su madrina. ¿No es verdad, Rachel? Tú la mataste. Tú mataste a Rivka Kleinberg.

Desde el suelo, ella intentó mover la cabeza para poder mirarlo.

—De verdad que eres un chorra —saltó—. Mucho más de lo que me había imaginado. Cuando mataron a Rivka yo estaba a cuatro mil kilómetros de aquí, en el centro del Congo. Y si hubiera querido matarlo a él… —Movió un hombro para señalar a Jalifa—… podía haberlo hecho en cualquier momento de las últimas tres horas. De la misma forma que podía haberte metido una bala entre ceja y ceja a ti en Mitzpe Ramon. No me extraña que las empresas como Barren se salgan con la suya si todo lo que la policía puede ofrecer contra ellas es un anormal como tú.

Un efímero atisbo de duda se reflejó en la expresión de Ben Roi. Se quitó de la cabeza la idea y tiró de la mujer para que se pusiera de pie.

—Como ya he dicho antes, no tengo todas las respuestas. Las respuestas pueden esperar. De momento vamos a salir de aquí. Y tú vienes…

Lo interrumpió el repentino crepitar del walkie-talkie que habían dejado sobre una de las cajas. A través del aparato oyeron un sonido parecido al de un disparo y luego una voz. Femenina. Frenética, ronca por la alarma.

—¡Fuera, Dinah! Es una trampa. ¡Nos están esperando! ¡Sal! ¡Fuera! Saben que…

Otro estallido de fuego se tragó la voz. Sorprendido, sin saber qué pasaba, Ben Roi aflojó un poco la mano con la que la agarraba. Fue un momento, pero ella tuvo tiempo suficiente. Le dio un golpe certero con el pie en el tobillo, al tiempo que se soltaba. Giró sobre sí misma y le pegó un rodillazo en la ingle que lo dobló en dos, momento que aprovechó para empujarle la parte inferior de la mandíbula con la palma de la mano con tal fuerza que lo tumbó. Jalifa quiso agarrarla, pero ya había echado a correr por el camino, hacia las cajas del fondo.

—Dispara —consiguió decir Ben Roi, intentando apoyarse en las rodillas, con la cara ensangrentada—. ¡Dispara a la zorra esa!

Jalifa levantó la Glock con gesto instintivo y se sujetó la muñeca derecha con la mano izquierda para asegurar el blanco. A pesar de las sombras, era fácil acertar, pues las paredes de los almacenes limitaban el campo y la iluminación del muelle perfilaba su silueta a contraluz, de modo que el objetivo quedaba claro. Apuntó por debajo del barril, siguiendo el movimiento de ella, sin abandonar el dedo del gatillo. Se vio incapaz de accionarlo. Ella llegó al extremo del camino, recogió la Glock que Ben Roi había lanzado al suelo y trepó por las cajas como si subiera una escalera.

Se detuvo en lo alto y se volvió. Durante un breve instante, sus ojos coincidieron con los de Jalifa. El egipcio no lo vio claro, pero le pareció vislumbrar un gesto de negación en la cabeza de ella, lo que, de ser verdad, tampoco habría podido interpretar. Luego recogió el walkie-talkie y la videocámara, saltó al suelo y echó a correr. Jalifa bajó el arma.

A su lado, Ben Roi se había puesto de pie.

—¿Por qué cojones no la has disparado? —le preguntó, tosiendo, con una voz espesa y pastosa, como si le hubieran hundido una esponja mojada en la garganta.

—No he podido —murmuró Jalifa—. Contra una mujer, por la espalda.

Permaneció unos segundos inmóvil, tan aturdido que no podía hacer nada; la cabeza le daba vueltas. Oyeron otro disparo, por detrás de donde estaban ellos, en la zona de la alambrada. Jalifa notó la mano del israelí en el hombro.

—Tenemos que salir de aquí.

Jalifa se volvió. No tenía ni idea de lo que pasaba, de por qué disparaban, ni sabía si Ben Roi estaba en lo cierto en cuanto a la mujer. Lo que sí veía era que el israelí había recorrido un largo camino y había corrido un gran peligro para ayudarlo; como mínimo eso debía reconocérselo. Empezó a decir algo, pero se interrumpió, incapaz de encontrar las palabras que buscaba. En lugar de ello, levantó el brazo y con la manga secó la sangre que Ben Roi tenía en la boca.

—Estás hecho una piltrafa, arrogante hijo de puta judío.

Ben Roi resopló.

—Y tú estás hecho lo que eres, moro caradura de los cojones.

Se miraron con gesto de asentimiento, se estrecharon la mano y cogieron el camino para alejarse del muelle. Habían recorrido unos metros cuando de pronto surgieron ante ellos unas oscuras siluetas. Unas cuantas balas abrieron la tierra a sus pies.

—¡Las armas al suelo y las manos sobre la cabeza! —ordenó una voz áspera, con acento americano—. No pienso repetirlo.

Las armas bajaron y las manos subieron.

A empujones les hicieron dar la vuelta al almacén, hacia el muelle.

La niebla se había intensificado en los últimos veinte minutos. Frente a ellos, el barco había quedado envuelto en un denso velo blanco que desdibujaba su perfil: aquellas sesenta mil toneladas de acero parecían desvanecerse lentamente. Unas bocanadas de vapor formaban unos remolinos como de escarcha en la superficie del muelle; los gigantescos cuadrados de las grúas de pórtico se disipaban en la oscuridad. Era una panorámica irreal, fantasmagórica. Una sensación que se acrecentó al sonar un claxon y detenerse de repente el trabajo de descarga. Se pararon los motores, los trabajadores se esfumaron, las luces se debilitaron. Todo quedó envuelto en un silencio y una quietud sobrecogedores.

Ben Roi y Jalifa se miraron sin decir nada.

Los llevaron hacia la popa del barco. Al pie de la pasarela de embarque vieron una limusina negra aparcada; junto a ella, tres personajes musculosos, de aspecto duro, vestidos como los guardias que los llevaban detenidos a ellos: vaqueros, botas de ante, chalecos antibalas. Iban armados con metralletas MP5 Heckler & Koch y pistolas Sig Sauer. Sus expresiones no reflejaron interés alguno al ver que otros empujaban a los dos inspectores hacia la pasarela del barco.

Subieron por el costado del buque; los escalones metálicos resonaron bajo sus pies. Ya a bordo, recorrieron un estrecho pasillo de cubierta que daba la vuelta a la torre del puente. Allí la niebla era mucho más densa, tenían la sensación de haberse metido en una nube, y el extremo superior de la torre se perdía en la oscuridad. Oyeron voces que hablaban en una lengua que ellos no comprendían. Ruso, pensó Ben Roi. Notó que algo le rozaba la cara: vio que caía de arriba ceniza de cigarrillo. No se molestó en quejarse.

Haciendo gestos con las armas, sus captores les indicaron que fueran hacia la derecha, dando la vuelta a la base de la torre, en dirección a proa. Al fondo del puente vieron un contenedor rectangular. Sería aquel en que había viajado Vosgi y aquellas pobres chicas víctimas de la trata de blancas, pensó Ben Roi. Tenía las puertas de acero abiertas. Estaba demasiado oscuro para ver qué había en su interior, aparte de unos colchones de espuma esparcidos por el suelo. Olía a orines y a herrumbre.

Con un tenue rayo de luz de una linterna enfocada desde la torre les indicaron que se quedaran al lado del contenedor. Ante ellos, un estrecho andamio penetraba en la niebla y proporcionaba una especie de pasarela a través de las bodegas de carga, abiertas. Los guardias retrocedieron controlándolos con sus Heckler.

Pasaron unos minutos, los guardias permanecieron allí de pie, Jalifa y Ben Roi se intercambiaban alguna mirada fugaz, aunque sin abrir la boca, intrigados con lo que pasaba. De pronto se quedaron tiesos. Se oyó un ruido. No muy fuerte, pero audible. Frente a ellos. Lo situaron en la niebla, a lo largo de la pasarela. Era una especie de chirrido rítmico, espectral. Cerraron los puños con gesto instintivo, forzaron la vista en la oscuridad, intentando dilucidar qué era lo que producía aquel sonido que se iba acercando a ellos. Su eco en la noche cerrada tenía algo de desconcertante, de maléfico; daba la sensación de que se arrastraba hacia ellos algún depredador con malas intenciones.

—Todo esto me huele muy mal —murmuró Jalifa, apoyándose en uno de los costados del contenedor.

—¡No me jodas! —respondió Ben Roi.

El sonido fue acercándose, intensificándose. Luego llegó acompañado de unos pasos, golpes lentos que resonaban en el enrejado de la pasarela. Al cabo de poco surgió una forma. Una sombra desdibujada que se acercaba en medio de la bruma. Fue adquiriendo relieve y profundidad, como si fuera creándose ante sus ojos. Parecía que se solidificaba poco a poco su contorno, hasta que por fin se convirtió en la figura de un hombre. Un hombre corpulento, entrecano, obeso, que avanzaba con paso pesado tras un andador de tres ruedas.

Nathaniel Barren.

Avanzó hasta situarse bajo el círculo de luz.

—Buenas noches, caballeros.

Su voz, un gruñido profundo, áspero. Mientras los observaba se hizo un silencio, tras el que siguió:

—Un barco imponente, ¿verdad? He venido a dar un paseo por la cubierta. Tienen que arreglarme esta rueda. —Señaló una de las ruedecitas del andador—. Con unas gotas de aceite bastaría.

Murmuró algo y levantó la mano para indicar a los guardias que se retiraran. Se fueron hasta el borde de la niebla, lo bastante lejos para apartarse de la escena y lo bastante cerca para controlar a los detenidos con sus Heckler.

—Normalmente dejamos las cuestiones de seguridad para nuestros colegas egipcios —dijo el anciano, equilibrando su peso en la estructura que lo sostenía—, pero para esta noche me ha parecido mejor traer a algunos de los nuestros. Como refuerzo. Y están haciendo un trabajo extraordinario.

Hizo un gesto de aprobación. Llevaba la mascarilla de plástico colgada del cuello y un fino tubo que la conectaba al cilindro de oxígeno, colocado en cabestrillo bajo el andador.

—Tenía que ir a Egipto de todas formas —prosiguió. Se sacó un pañuelo del bolsillo y se secó los labios—. Mañana por la noche inauguran el maldito museo en Luxor. Me ha parecido razonable pasar también por aquí. Matar dos pájaros de un tiro, por decirlo de alguna forma.

Frente a él, Jalifa y Ben Roi se mantenían contra el contenedor. Los ojos del primero se clavaron en Barren, encendidos de odio. La expresión de Ben Roi era algo más burlona. Dentro de su cabeza iban moviéndose los engranajes, en un intento de atar cabos, de discernir qué ocurría exactamente.

—Acabamos de ver a su hija —dijo, tocándose con la mano la boca hinchada.

—¡No me diga! —Barren sonrió—. Una joven extraordinaria, ¿no le parece?

—¿Siempre ha trabajado para usted?

La sonrisa se amplió.

—Tal como le digo, una joven extraordinaria. Y con agallas. Estoy muy orgulloso de ella.

—¿Ella es la que lo ha montado todo? —preguntó Jalifa, pálido, con voz inexpresiva—. ¿Ha traído a los de Nemesis hasta aquí para que usted pudiera matarlos?

Barren iba cambiando de pie de apoyo, movía los hombros para ajustar de nuevo el peso de su cuerpo al chisme que lo sostenía.

—Pongamos que me tranquiliza sobremanera saber que cuando yo me vaya, tanto la familia como la empresa quedarán en buenas manos.

Soltó una risita, un sonido seco y desagradable, que recordaba el jadeo de un perro. Después de secarse de nuevo los labios, guardó el pañuelo en el bolsillo. En la cabeza de Ben Roi, los engranajes seguían trabajando. Los cabos no acababan de encontrarse. Colgaban sueltos. Algunas cosas seguían sin encajar.

—Esa gente… no eran más que una parte —dijo—. Una escisión, una célula. Nemesis Agenda sigue existiendo. No se ha librado de todos.

Otra risita.

—Poquito a poco, inspector. Paso a paso. Créame: controlamos la situación.

—¿Y qué me dice de Rivka Kleinberg? —Ben Roi pensó en recabar la máxima información posible antes de que ocurriera lo inevitable—. ¿Quién la mató? ¿Rachel?

Barren esquivó la pregunta.

—Alguien que lleva los intereses de la empresa en el corazón —dijo—. En estas circunstancias, no creo que tenga que ser más específico. Pero en honor a la verdad he de decir que, por lo demás, ha trabajado usted bastante bien. Vi una copia del informe que redactó. Un modelo de trabajo policial.

Levantó una mano hinchada, llena de manchas de vejez para dirigir a Ben Roi un irónico saludo.

—Como supuso usted, dimos con la mina cuando hacíamos prospecciones en esta parte del mundo. En su momento no le concedimos una gran importancia. Hasta que no conseguimos la concesión de Drăgeş no se nos ocurrió que disponíamos de unas instalaciones de almacenamiento para la parte de los residuos que teníamos obligación de trasladar.

Una ráfaga de viento ocultó momentáneamente aquella cara de calabaza tras un velo de neblina.

—Ese es el único detalle importante en el que se equivocó —prosiguió mientras se despejaba aquella especie de nube—. En realidad, no nos deshacemos de todos los residuos. Solo de una cuarta parte. El resto vuelve a Estados Unidos, donde se reprocesa y se entierra. Una actividad que vale un pico, como le conté la otra noche. Nos reduce bastante los márgenes. La descarga de un veinticinco por ciento, de todas formas, nos ahorra cientos de millones de dólares. Es decir, nos permite ganar cientos de millones de dólares. Porque en definitiva de eso se trata, ¿no? De aumentar las ganancias. De amasar dinero.

Arqueó aquellas cejas tan pobladas como si esperara que Ben Roi y Jalifa se mostraran de acuerdo con aquel análisis. Los dos inspectores se mantuvieron en silencio. A Barren no pareció ofenderle la falta de respuesta.

—Por cierto, había coincidido con ella unas cuantas veces —añadió—. Me refiero a Kleinberg. Era amiga de mi querida esposa, que en paz descanse. No puedo decir que me cayera bien. Y creo que yo tampoco a ella. Es curioso… las pequeñas coincidencias que nos echa encima la vida.

Sonrió, pero la expresión se hizo añicos casi en el acto por un ataque de tos. Se le encogieron los hombros, los ojos, legañosos, parecieron aún más saltones, mientras se le contorsionaban los pulmones en busca de aire. Ante él, los ojos de Ben Roi miraron fugazmente hacia los guardias, en un intento de valorar las posibilidades de superarlos. Pocas, decidió. Muy pocas.

—¿Y ahora qué? —preguntó cuando por fin Barren se hubo recuperado.

—¿Ahora? —Las manos del anciano se abrían y cerraban alrededor de las empuñaduras de goma del andador—. Ahora creo que vamos a esperar a que se despeje esta niebla y acabaremos con la descarga. Luego el capitán Kremenko y su tripulación repararán los daños causados en su pequeño negocio de contrabando de putas y los llevarán a ustedes a mar abierto, los harán picadillo y los echarán a los peces. Lo mismo que se hará con los cadáveres de esos vándalos de Nemesis, que creo que están deteniendo ahora mismo. No voy a derramar ni una lágrima por ellos, pero por si le sirve de consuelo, le diré que lo de matar policías nunca ha encajado en mi conciencia. Pero ¿qué le vamos a hacer?

Se encogió de hombros con aire impotente, como si todo aquello fuera una obligación para él.

—Tenía que haber aceptado el soborno, inspector. La primera norma en un negocio: si te ofrecen un buen trato, lánzate a él.

Le dio otro ataque de tos. Jalifa, al lado de Ben Roi, también calculaba las posibilidades de abalanzarse contra los guardias. Al igual que el israelí, valoró las posibilidades, más bien ninguna. Ante él, tan solo a unos metros, tenía al hombre que él consideraba responsable de la muerte de su hijo. El centro de la rueda en la que se había roto todo su mundo. Y no podía agarrarlo. El pecho se le encogía con la frustración que le producía aquello.

—En fin, caballeros —concluyó Barren—. Se acabó la conversación. Soy un tipo serio y he querido plantarme frente a ustedes, mirarles a los ojos y aclarar las dudas que pudieran plantearme. Hecho esto, no veo razón para alargarlo, de modo que si no les importa…

Hizo señas con la cabeza mirando a los guardias. Estos se acercaron unos pasos, con las Heckler a punto, los rostros impasibles como los de un robot. Señalaron con las armas a los inspectores que entraran en el contenedor.

—Nunca se me ha dado bien el teatro —dijo Barren mientras los policías se metían en aquel fétido interior—, pero admitirán que existe una cierta… ¿cuál es la palabra?… sincronía en todo esto. Nuestros problemas empezaron con este contenedor y será exactamente donde terminarán. Cuando menos es algo que cuadra con mi idea de la pulcritud.

Sonrió e hizo una indicación a los guardias, quienes se dispusieron a cerrar el contenedor. Jalifa sacó un pie para bloquear las puertas e impedir su cierre.

—Usted mató a mi hijo —dijo, mirando fijamente a Barren—. Mató a mi hijo y yo lo mataré a usted.

El anciano levantó la mandíbula.

—¿Lo dice en serio? Pues… —Levantó el brazo y miró el reloj—… le quedan unas cuatro horas. Después se encontrará camino del fondo del mar, y los cangrejos le sacarán los ojos. Yo que usted espabilaría.

Soltó otra risita medio ahogada, Jalifa se vio empujado hacia atrás y la puerta del contenedor se cerró en sus narices. Oyeron el sonido metálico del cierre del candado —era la segunda vez en veinticuatro horas que se encontraba atrapado en una impenetrable oscuridad— y el chirrido del andador mientras Barren avanzaba por la cubierta. Unos segundos después se acabó el ruido. Un momento de silencio y seguidamente:

—Hola, papá. ¡Cuánto tiempo!

Jalifa cerró el puño y golpeó la puerta.

—¡Mentirosa! —gritó—. ¡Mentirosa, mentirosa, mentirosa!