A EgyptAir no le quedaban billetes de tarifa económica para aquella noche. Tampoco de los de clase preferente. Por consiguiente Jalifa no tuvo otro remedio que vaciar la exigua cuenta familiar y comprar un billete en primera clase. En otras circunstancias, el sentimiento de culpabilidad lo hubiera corroído. Aquella noche no lo dudó ni un instante. Su hijo asesinado: era todo lo que le importaba.
Confirmó los vuelos: 19.05 en dirección a El Cairo, con conexión a las 20.20 en Alejandría y llegada a las 20.50. Siguiendo las instrucciones, envió los detalles a los de Nemesis. Recibió la respuesta de inmediato: «Llame en cuanto aterrice y le diremos qué debe hacer». De nuevo la lucecita de aviso parpadeó en el fondo de su cabeza. De nuevo no le hizo ningún caso. Llamó a casa y volvió a liar a Zenab con la excusa manida de que tenía que trabajar hasta tarde. Le quedaba algo de tiempo antes de marcharse hacia el aeropuerto, por lo que decidió consultar un mapa del delta y pasó un cuarto de hora familiarizándose con el terreno en el que iba a aventurarse.
Rosetta, o Rashid, nombre por el que era más conocida la localidad, se encontraba cerca de la desembocadura de uno de los dos brazos en que se dividía el Nilo al acercarse a la costa. Estaba formada por la ciudad propiamente dicha, apiñada a lo largo de la orilla occidental del río, y el fuerte medieval de Qaitbay, unos kilómetros Nilo abajo, donde en 1799 las fuerzas invasoras de Napoleón habían descubierto la célebre piedra de Rosetta. Todo aquello dejaba frío a Jalifa. Su interés se centraba en el desnudo y arenoso promontorio situado al norte de Qaitbay, donde el Nilo ponía fin a su recorrido de seis mil setecientos kilómetros y afluía en el Mediterráneo. La zona estaba señalada como reserva natural y territorio militar, lo que significaba que solo se podía acceder a ella con autorización previa. Allí tenía que estar el puerto de Zoser, lejos de miradas indiscretas. Y solo se accedía a él por una carretera. O bien tendrían que llegar a pie o él ganarse el acceso con su placa. Ya tomarían la decisión cuando estuvieran sobre el terreno. De momento, lo que necesitaba saber era a qué tendrían que enfrentarse.
Mientras estudiaba el mapa recibió cuatro llamadas de Ben Roi. Cada vez dejó que se activara el buzón de voz y borró los mensajes sin escucharlos. Estaba clarísimo que el israelí tenía sus razones ocultas y a él no le interesaba oír más mentiras y excusas. Ya había tenido su oportunidad. Él iba a resolver lo que Ben Roi había empezado y había dejado a medias. Con la ayuda de los de Nemesis Agenda. Que se jodiera Ben Roi. Aquel judío maquinador y cobarde.
Echó un último vistazo al mapa y poco antes de las seis cogió el cuaderno de Samuel Pinsker y se fue hacia abajo. A medio camino oyó, en el vestíbulo, la voz de Hassani, que estaba abroncando a alguien sobre algún detalle de la apertura que tendría lugar la noche siguiente en el Valle de los Reyes. Como no quería una repetición de la conversación anterior, Jalifa se vio obligado a hacer tiempo en el rellano de la primera planta hasta que la voz del jefe se apagó, lo que parecía indicar que había abandonado el edificio. Para más seguridad, esperó otros treinta segundos. Luego, aún con tiempo suficiente para coger el vuelo, salió a la calle. Se dirigía hacia la izquierda, a Medina al-Minawra, dispuesto a tomar un taxi para ir al aeropuerto, cuando oyó que lo llamaban. Una voz familiar.
Zenab.
Estaba en el lado opuesto de la calle, junto a un terreno baldío frente a la comisaría. Jalifa miró el reloj —las seis y diez, buena hora— y se acercó a ella.
—¿Qué haces aquí?
El hijab se le había deslizado un poco hacia atrás y tenía la frente cubierta de sudor. Como si hubiera llegado corriendo.
—¿Zenab?
—Me has dicho que trabajabas hasta tarde.
—Y es verdad. He… he salido a por algo.
Llevaban veinte años casados y nunca le había mentido. En las últimas treinta y seis horas parecía haber cambiado de hábito. Ella alargó la mano y le tocó el brazo, mientras buscaba su mirada. No hacía falta que dijera nada: sus ojos lo expresaban todo. Zenab sabía que no le decía la verdad. Pasaron un par de segundos. Luego apartó la mano, dio un paso hacia atrás y bajó la vista.
—¿Es bonita?
A Jalifa le costó un poco comprender qué le preguntaba.
—¡Oh, Zenab! —Su tono transmitía horror y al tiempo un cierto humor—. ¡Zenab!
Se acercó a ella, la tomó del brazo y la llevó un poco más hacia el yermo, lejos de la gente que se encontraba en la calle.
—¿Cómo puedes pensar algo así?
—Sé que no he sido una buena esposa, Yusuf. En estos últimos nueve meses… Desde… —Pestañeó para contener las lágrimas—. No te lo reprocho. Sinceramente.
—Basta, Zenab. Déjalo ya.
Se metió el cuaderno en el bolsillo interior de la chaqueta y le tomó las dos manos. Unas manos tan bonitas, unos dedos largos… Manos que mientras viviera no se cansaría de estrechar.
—Eres el amor de mi vida. Desde que estamos juntos, nunca he mirado a otra mujer. ¿Por qué iba a hacerlo si tengo a mi lado a la mujer más bella del mundo?
—Entonces ¿por qué, Yusuf? ¿Por qué me mientes así? Lo oigo en tu voz, lo veo en tu cara. Te conozco demasiado.
Quien bajó la vista entonces fue Jalifa.
—¿Dónde estuviste anoche? —insistió ella—. No llamas. Vuelves a casa con la ropa sucia, sin haber dormido, con sangre en un brazo, con el aire de un espectro… —Le temblaban las manos—. ¿Qué pasa, Yusuf? Cuéntamelo.
—Nada… cosas de la comisaría —murmuró, cambiando de postura y girando un poco la muñeca para ver el reloj—. Eso del Valle de los Reyes, Hassani…
Zenab se soltó de sus manos y se cubrió el rostro con las suyas.
—¡Por favor, Yusuf! Basta de mentiras. Sé hasta qué punto me he apoyado en ti desde que perdimos a Ali, sé todo lo que has tenido que aguantar además de tu propia pena, el peso que he…
—¡No digas eso, Zenab! ¡Nunca has sido un peso! ¡Nunca! Eres mi mujer…
—¡Pues dile a tu mujer lo que pasa! ¡Por favor, te lo suplico! ¡Te lo suplico! —Las lágrimas se le agolpaban en las pestañas y le iban resbalando por las mejillas—. En estos últimos días, por primera vez me ha parecido… He pensado que tal vez había una luz al final del túnel. Pero sin ti no lo conseguiré, Yusuf. Hay algo que no va bien, lo noto. Tengo que saberlo. Porque si perdiera a un marido además de… además de…
No pudo terminar la frase. Jalifa la cogió por los hombros al tiempo que echaba otra mirada de soslayo al reloj, algo que no habría querido hacer, pero tenía poco tiempo y le faltaba un buen trecho para llegar al destino…
—No vas a perder un marido, Zenab. Te quiero y puedes contar conmigo. Siempre. Lo que ocurre es que esta noche… esta noche tengo que ir a Alejandría.
—¡Alejandría!
—No es nada que deba preocuparte…
Zenab apartó las manos del rostro de Jalifa y volvió a alejarse un poco de él.
—¿Qué es lo que me escondes, Yusuf?
—Nada…
—¿Qué es lo que me escondes?
—Es complicado.
—¡Pues cuéntamelo!
—Hay algo que tengo que… Unas personas… Es un caso que Ben Roi…
—¡Dímelo!
—¡Ali! ¡Es sobre Ali!
Le salió en un tono más alto de lo que hubiera querido, casi como un grito. Detrás de ellos, la gente de la calle se volvió para ver qué era aquel escándalo. Jalifa no les hizo caso.
—Es sobre nuestro hijo —repitió, luchando por mantener un tono tranquilo—. Nuestro hijo. No tengo tiempo para entrar en detalles, y en realidad no hace falta. ¡Todo lo que tienes que saber es que conseguiré que se haga justicia con Ali!
Zenab no respondió; lo miró de hito en hito, con la mano sobre la garganta, con aquellos ojos castaños, inundados de lágrimas por el temor.
—Lo mataron, Zenab. Los de Zoser. Y otra empresa como esta. Ellos asesinaron a Ali. Y yo voy a atraparlos. A castigarlos. Unas personas me ayudarán. Buena gente. Tú no tienes nada que temer. Todo irá bien. Conseguiremos justicia para nuestro hijo. ¡Cogeremos a esos cabrones!
Ella lo iba negando con la cabeza.
—No te reconozco, Yusuf —musitó—. Veinte años y de repente no reconozco a mi marido.
—¿Qué es lo que no reconoces? —La voz se le disparó de nuevo, algo comenzaba a hervir en su interior—. ¡Mataron a nuestro hijo y quiero que se haga justicia! ¿Qué es lo que no reconoces en mí?
—Esa ira. Esa… esa… locura.
—¿Es una locura querer que se haga justicia?
—Dejar a tu mujer, a tu familia, para emprender una misión disparatada…
—¡No es una misión disparatada! ¡No digas eso! ¡La ley no les va a hacer nada, soy yo quien tiene que moverse! ¡Deberías agradecérmelo! ¿Me oyes? Agradecérmelo, ingrata…
Se interrumpió bruscamente, mirando horrorizado el puño que había levantado en dirección al rostro de su esposa, la primera vez en tantos años de convivencia que hacía algo así. Pasaron unos segundos, Jalifa observaba el puño como si no supiera de dónde había salido. Luego su mano cayó como una piedra.
—Dios mío, lo siento —dijo—. Por favor, no quería… Lo siento tanto…
Zenab lo miró fijamente, conmocionada, mientras se oía el eco de la llamada al rezo de la noche del minarete de la mezquita El-nas, al final de la calle. Entonces ella hizo algo que no había hecho nunca en todos aquellos años que llevaban juntos: dio unos pasos adelante, cayó de rodillas frente a Jalifa y juntó las manos en un gesto de súplica.
—Esposo mío —murmuró—, mi amor, mi luz, mi vida. Nunca me he interpuesto en tu camino. Jamás te he pedido nada, pero esta noche te suplico, te suplico: sea lo que sea lo que pensabas hacer, déjalo. Te ruego que lo dejes.
Él se inclinó hacia delante e intentó levantarla, consciente de que la gente los miraba y los señalaba. Zenab apartó la mano que le tendía y se acercó un poco más, hasta apoyarse en él, mientras se deshacía en lágrimas.
—Si hubiera una forma de hacer volver a nuestro hijo, tendrías mi bendición para ir donde quisieras —dijo con voz ahogada—. Yo misma te acompañaría. Hasta los confines de la tierra, incluso más allá. Pero nadie nos devolverá a Ali. Buscas venganza para algo que fue un terrible accidente…
—¡No fue un accidente, Zenab! Lo mataron, tú no conoces la historia.
—¡Sé que mi hijo está muerto! ¡Y que si mi marido se va esta noche, él tampoco volverá! ¿No hemos sufrido bastante en esta familia? Si no lo haces por mí, hazlo por tus hijos… por Yusuf y Batah. Ya han perdido a un hermano. Por favor, por favor, ¡que no tengan que perder ahora a su padre!
—No van a perder…
—¡Sí van a perderlo, Yusuf! Lo sé, ¡lo presiento! En todas las locuras, en las cosas tan peligrosas que has hecho en estos años que hemos estado juntos… yo siempre te he apoyado, porque eres el hombre más bueno del mundo, y sé que si haces algo es porque tienes un corazón de oro… —Se golpeó el pecho con la mano—. Pero eso, Yusuf, eso… Lo que estás planeando no te lo dicta la bondad de tu corazón. Lo veo en tus ojos. Nace de la ira, del odio, y eso solo puede traer más aflicción. Si lo que dices es cierto, Alá se erigirá en juez de esas personas. Él es quien debe imponer el castigo, no tú. ¡Acabará en tragedia, Yusuf, lo sé, lo sé! Y no podré soportar más tragedias en mi vida. Ninguno de nosotros podrá. —Lo decía entre sollozos, agarrada a sus piernas—. Te lo ruego, Yusuf: de esposa a marido, de madre a padre, de amiga a amigo, no vayas esta noche. Te lo imploro. No vayas. No me dejes. ¡Quédate! ¡Quédate!
A unos diez metros de allí se había congregado un grupo de gente para observar el desarrollo del drama. Uno incluso filmaba la escena con un móvil. Jalifa no les prestaba ninguna atención. Soltó los brazos de Zenab, se arrodilló y la abrazó.
—Tranquila —susurró—. Tranquila, mi amor. Todo irá bien.
Zenab fue calmándose poco a poco. Él se echó un poco atrás, le sujetó el rostro, se sacó un pañuelo del bolsillo y le secó las lágrimas de las mejillas. Pasaron unos momentos, los dos seguían arrodillados, abrazados, todo lo que se apartaba de su mundo inmediato parecía desvanecerse, desaparecer, de modo que solo estaban los dos en su burbuja particular. Luego, con gesto cariñoso, la ayudó a ponerse de pie. Zenab dibujó una sonrisa, convencida de que su marido había cedido. Pero vio que miraba el reloj.
—Dios mío, Yusuf, pensaba…
Él acercó un dedo a sus labios para que no siguiera. En cualquier otro momento de aquellos veinte años, si ella le hubiera implorado algo, habría retrocedido en el acto. Habría hecho lo que ella hubiera deseado. Saltar por un precipicio, de habérselo pedido. Algo le había ocurrido en la mina. Algo que lo había cambiado por dentro. Lo había convertido en otro. Lo había hecho más inflexible. Ya no era el de antes.
—Te quiero, Zenab —dijo, de repente en un tono apagado, impasible—. Te quiero más que nada en el mundo. Y a nuestros hijos. Lo eres todo para mí. Pero tengo que hacerlo. Por Ali. Nada que puedas decir tú ni otro conseguirá detenerme. Mañana por la mañana estaré de vuelta. Te lo prometo.
Se acercó a ella y le besó la frente. Luego, tras echar otra ojeada al reloj —las 18.28, ya iba con el tiempo justísimo— se sacó el cuaderno del bolsillo y echó a correr. Por detrás de él, el hombre del móvil alargó el brazo para filmar, mientras Zenab caía de nuevo de rodillas con el rostro escondido tras las manos.