—¿QUÉ caraj…?
Ben Roi apartó el teléfono de la oreja, horrorizado, y lo volvió a acercar a ella. Había reconocido la voz al instante. La mujer de Nemesis Agenda. La hija de Rivka Kleinberg. Dinah Levi o como demonios se hiciera llamar entonces. Estaba al otro lado de la línea. Había irrumpido en su conversación como si los dos se hubieran encontrado charlando a solas en una habitación y ella hubiera salido de un armario.
—¿Cómo…?
—Te hemos pinchado el teléfono —lo interrumpió ella, anticipándose a la pregunta—. En Mitzpe Ramon. Un pequeño dispositivo de lo más inteligente. Aparte de permitirnos oír tus llamadas, nos deja escuchar también todo lo que se encuentra a un radio de cinco metros de tu aparato.
Le costó un poco comprender todas las implicaciones que conllevaba aquello. Cuando lo consiguió, su rostro perdió toda expresión.
—Cuelga, Jalifa. Cuelga ahora mismo.
El egipcio no le hizo caso.
—¿Quién es usted? —saltó—. ¿Qué quiere decir con eso de que no se acabó?
Ben Roi insistió en que colgara, pero el otro no le hacía caso. Como un niño al que han echado de la pandilla, no podía hacer más que quedarse allí escuchando, impotente, a la mujer, que contaba a Jalifa lo de Nemesis Agenda y lo que hacían.
—Barren ha tocado alguna tecla —explicó—. Los israelíes están tapando la investigación. A su amigo lo han untado para que lo deje.
—¡Eso es una puta mentira! No la escuches…
—Como te dije cuando nos vimos hace unos días, la justicia no va contra empresas como Barren. O Zoser. Cualquiera de ellas. La única forma de hundirlas es jugar tan sucio como ellas.
—¿Y eso cómo se hace? —De pronto se notó emoción, apremio, en la voz de Jalifa—. ¿Qué puedo hacer yo?
—¿Te has vuelto loco, Jalifa? No pienses ni por un momento…
—¡Dígame qué puedo hacer!
—Ayudarnos —dijo la mujer.
—Vale. Lo haré. Haré lo que sea.
—¡Por el amor de Dios, Jalifa!
—Esta noche llega un cargamento de residuos. Hemos entrado en el ordenador central de Zoser, tenemos todos los detalles. Cuentan con un muelle al norte de Rosetta, en la desembocadura del Nilo. El barco tiene que llegar hacia las doce de la noche. Nosotros vamos para allá ahora mismo. Vamos a filmarlo todo, tal vez interrogaremos a alguno de la tripulación. Luego tenemos que ir a la mina. ¿Puede acompañarnos?
—¡Pues claro!
—¡Jalifa!
—Vamos a mandarle un mensaje de texto con un número de seguridad. Llámenos y decidiremos dónde…
—¡Voy a Rosetta! —exclamó Jalifa—. Mataron a mi hijo. Quiero participar.
—Lo siento, pero no trabajamos…
—¡Voy a Rosetta! Ese es el trato. Quiero verlo con mis propios ojos. Me desplazo a Rosetta y luego los llevo a la mina. Lo toma o lo deja.
Se oyeron unos murmullos apagados, como si la mujer consultara algo a alguien, y luego dijo a regañadientes:
—De acuerdo. Rosetta. ¿Tiene el cuaderno? ¿El de la mina?
La respuesta fue sí.
—Pues tráigalo. Puede que tengamos que consultarlo. Ahora le mando un mensaje.
—Por Dios, escúchame a mí, Jalifa, esta gente es…
—¿Qué? ¿Qué es esta gente?
Por primera vez en un par de minutos alguien reconocía la presencia de Ben Roi.
—¡Dime qué son, Ben Roi!
—¡Pirados! ¡Terroristas!
—¿Y sabes lo que eres tú? ¡Un embustero y un cobarde! Y ahora ya sé con quién tengo que trabajar. Tú has tenido tu oportunidad, Ben Roi, y has optado por el soborno y por desentenderte de todo. Ahora ya no te incumbe. La llamo en cuanto reciba el mensaje.
Se lo había dicho a la mujer. Ben Roi empezó a gritar, dijo a Jalifa que no lo hiciera, que aquello era una locura, que nunca atraparían a Barren, que intentara aceptar los hechos. En realidad, se lo decía a sí mismo. La conversación se había cortado. Arrojó el móvil al otro lado del despacho. Mientras lo hacía vio una silueta en la puerta. Tenía un pie dentro y otro fuera, y las mandíbulas apretadas.
—¿Escuchabas a escondidas, Dov?