LO que preocupaba más a Ben Roi no era tanto el soborno oficial para que abandonara un caso de asesinato como el hecho de que él mismo lo estaba considerando seriamente, algo que comprobó mientras volvía a la zona de inspectores de la Kishle.
Tenía que haber renunciado de inmediato. Aquello iba contra su moral, contra todo lo que había defendido, siempre se había opuesto a ese tipo de prebendas. Cierto era que no siempre se había ceñido estrictamente a las normas: a veces tenía el puño demasiado suelto o interpretaba la aplicación de la ley de una forma algo personal. Pero sabía distinguir lo bueno de lo malo. Sabía que aunque en alguna ocasión se desviara de la línea —como había hecho la noche anterior con Genady Kremenko—, la línea seguía ahí. Había establecido una clara demarcación entre los buenos y los malos. Y a pesar de todos sus defectos, siempre había permanecido en el lado correcto de la línea, nunca la había cruzado. Nunca había dejado de luchar para que se hiciera justicia.
En aquellos momentos le pedían que cogiera una goma y borrara la línea. Que hiciera como que no existía. Que diera la espalda a todo aquello en lo que había creído siempre.
Tenía que haberles mandado al cuerno. Habérselo pasado todo a Natan Tirat y que fuera él quien lo llevara a la portada del Ha’aretz.
Pero, pero…
Llegó a la sala de inspectores y se fue directo a su despacho. No vio a nadie por allí. Todo parecía extrañamente silencioso y tranquilo. Se preparó un café, apagó el móvil y se sentó.
No tenía miedo. No era eso. Era un tipo duro, más que capaz de defenderse. No le asustaba Barren, ni los políticos.
Pero tampoco era idiota. Barren tenía su peso. Un peso considerable. Y enfrentarse a ellos era buscarse problemas. Serios problemas. No solo para él, sino también posiblemente para Sarah. Y el bebé. Ya habían asesinado a una persona. Tal vez a muchos más. «Te sales del guión y vienen a por ti como chacales alrededor de una puta res muerta». No le afectaba solo a él. Había muchas más consideraciones.
Tomó un sorbo de café; fue golpeándose el muslo con el móvil.
Si lo sacaba a la luz, ¿qué iba a conseguir? Echar por la borda su carrera, ponerse él mismo como blanco y exponer también a sus seres queridos, ¿y para qué? Tenían pruebas de los vertidos tóxicos de Barren, pero no de la relación entre la empresa y el asesinato de Rivka Kleinberg, pues de esta no había más que pruebas circunstanciales. Y con el tipo de abogados con los que contaría Barren, las pruebas circunstanciales eran papel mojado. Eran capaces incluso de rizar tanto el rizo como para cargar el muerto de los vertidos a un tercero, o de salirse por la tangente y esquivar toda responsabilidad. Como mucho la cosa acabaría en una multa y en una pequeña mancha en su reputación. Tal vez perdieran la licitación del yacimiento de gas en Egipto. Algo fastidioso, pero ni de lejos catastrófico, sobre todo para una empresa de la envergadura de Barren Corporation. Para él, en cambio… Se veía en una balanza que no tenía nada de equilibrada, al contrario, todo se inclinaba contra él.
«Jaque mate. Probablemente podrás salvar algo».
Sopló el café, tomó otro sorbo, miró, desquiciado, el mapa que tenía en la pared opuesta.
Era una oferta que estaba bien, sin duda. Soborno, pago por favores, daba igual cómo se le llamara. Una oferta cojonuda si uno era capaz de apechugar con la contrapartida moral. Algo que le podía cambiar la vida. Doble salario, menos trabajo, vivienda con un alquiler económico, jubilación anticipada. Y como el centro en el que trabajaba Sarah cerraba, ella ya no estaba atada a Jerusalén. Podrían trasladarse al norte, a Kiryat Ata, donde estaba la academia, tal vez vivir cerca del mar, empezar de nuevo. Proporcionar a su hijo —a sus hijos, quizá— una vida mejor de la que habrían tenido en la olla a presión a punto de explotar de la Ciudad Santa. También estarían más cerca de sus familias: la suya vivía al norte de Hadera, en la llanura de Sharon; la de ella, cerca de Galilea… Cuanto más lo pensaba, más atractiva le parecía la oferta.
Siempre que fuera capaz de apechugar con la contrapartida moral, con el hecho de dejar que un asesino se soltara del anzuelo.
Pero ¿podría? Al fin y al cabo, aparcar un caso no era lo mismo que descartarlo. Leah Shalev había dicho que las circunstancias cambiaban. La influencia de Barren podía decaer, tal vez era simplemente cuestión de posponer la justicia y no de renunciar a ella. Siguiendo con la analogía del anzuelo, sacaba algunos peces enrollando el sedal en el momento en que picaban y a otros les daba hilo, los dejaba circular un poco antes de pescarlos. El resultado final era el mismo. La trucha para la cena no se la quitaba nadie. Era cuestión de oportunidad.
¿O tal vez se engañaba a sí mismo? ¿Y si intentaba endulzar lo de que quería hacer como Fausto y vender su alma al diablo?
No lo sabía, realmente no lo sabía. Giró en redondo, empezó a explorar los distintos ángulos, a sopesar las cosas. Todo el tiempo oía la voz de Sarah en el fondo de su cabeza, oía algo que le había dicho ella el día en que habían roto: «En alguna faceta hay que ceder, Arieh». Nunca le había parecido más cierta aquella afirmación. Habría que ceder en algo fundamental, tendría que renunciar a una parte esencial de sí mismo. El dilema de los últimos cuatro años reducido a la más descarnada ecuación binaria: dar prioridad a los seres queridos o a las exigencias de su conciencia. Blanco o negro. Cara o cruz. No había opciones alternativas. Se trataba de lanzar la moneda.
Pero aún podía decidir, notaba que tiraban de él en distintas direcciones, que se inclinaba ahora a este lado, ahora al otro, que era incapaz de determinar hacia dónde ir. Hasta que finalmente, como si se hubiera hartado de tantas dudas, fue su mano la que tomó la iniciativa. Cogió el móvil espontáneamente y lo encendió de nuevo. Tenía mensajes, pero en vez de escuchar el buzón de voz, su dedo fue directo a un número. Se acercó el móvil a la oreja. Contestador. La voz de Sarah. Levantó las cejas, como si aquello le sorprendiera, como si le acabaran de pasar inesperadamente el aparato.
—Sarah —dijo cuando terminaron los pitidos—. Hola, soy yo. Me… ejem… ejem… me sabe muy mal lo de anoche… Quisiera… ejem…
Titubeó un poco, volvió a disculparse, dijo que se lo había pasado muy bien en la cena, que ella estaba guapísima… Hasta que de golpe y porrazo algo hizo clic y se disolvió el atasco.
—Oye, Sarah, tenemos que hablar. Pero no por teléfono, cara a cara. Quiero contarte algo. Me han ofrecido un trabajo. Un buen trabajo. Un trabajo realmente bueno. En Haifa. Me apartaría de las responsabilidades de ahora, podría significar un nuevo comienzo para los dos. Para los tres. Creo que voy a aceptar. Quiero estar contigo, Sarah. Lo quiero más que nada en el mundo. Contigo y con Bubu. Una familia como Dios manda. No hay nada más importante para mí. Nada. ¿Puedo pasar más tarde?
Dudó un momento y luego, antes de colgar, añadió:
—Te quiero tanto…
Había hecho lo correcto. Estaba convencido de ello. Una parte de él siempre se sentiría mal, pero aquella era la contrapartida. En resumidas cuentas, lo que importaba eran Sarah y el bebé. Tendría que convivir con el sentimiento de culpabilidad. Pensó que ojalá pescaran a Barren algún día. No podía ser hoy. Como había dicho Leah Shalev: «Somos subordinados, recibimos órdenes. Y la orden es esta». En definitiva, hacía lo que le ordenaban.
Se apoyó en el respaldo, se sentía curiosamente tranquilo, como si le hubieran quitado un peso de encima. Pero no tardó ni un minuto en inclinarse hacia delante al oír el teléfono. Dando por supuesto que era Sarah, respondió sin mirar el número entrante. No era Sarah.
—Soy yo, Ben Roi. He intentado localizarte. Tenemos que hablar.
De repente le volvió a caer el peso encima. Era la conversación que menos le convenía en aquellos momentos.