—¿PRETENDE matarme, Jalifa? ¿Es lo que pretende? Porque resulta que dentro de veinticuatro horas tendré abierto el Valle de los Reyes, el teléfono ya echa humo y ahora me entero de que usted se dedica al pluriempleo, trabajando para los putos israelíes.
Jalifa iba cambiando de posición, sin soltar el cuaderno de Samuel Pinsker. Después de un recorrido de cinco horas a pie por el desierto y de seguir en autoestop aprovechando unos cuantos vehículos, entre los que cabía citar una camioneta de la policía, otra de la compañía telefónica Menatel y también —ironía de ironías— un camión de Zoser cargado con tuberías de hormigón, llevaba cuarenta minutos en Luxor. Lo primero que había hecho: llegar a casa, ducharse, cambiarse y hablar con Zenab. Después, impaciente por hablar con Ben Roi, con la idea de no perder tiempo preparando cómo plantear el caso a sus superiores, se había ido a la comisaría.
Allí Hassani lo había visto en la escalera y le había ordenado que subiera de inmediato a su despacho.
—¡Me llamaron a casa! —exclamó, furioso, con el rostro del color de la remolacha en vinagre—. ¡Un yehood prepotente de la central de la policía israelí! En plena noche. ¡A mi número particular!
Aquel día no andaba con pies de plomo ante su subordinado. Ni le llamaba Yusuf, ni controlaba lo que decía. Era el Hassani de toda la vida: intimidatorio, agresivo, explosivo.
—Me preguntaba si yo sabía dónde estaba usted. Le respondí: perdona, colega, pero ¿a ti qué coño te importa dónde están mis hombres?
Me dijo que estaba ayudando a un amigo suyo en una investigación y que usted podía estar en peligro. ¿Qué mierda está pasando, Jalifa? ¡Quiero saber ahora mismo lo que ocurre!
Jalifa tenía la vista fija en el cuaderno. No había dormido en treinta y seis horas y estaba destrozado. Pero al mismo tiempo, como si en su cuerpo cohabitaran dos personas distintas, se sentía especialmente vigoroso. Su hijo… ¡Conseguiría justicia para su hijo!
—Redactaré un informe —empezó.
—¡Cómo lo sabe que lo redactará! —El despacho retumbó cuando Hassani pegó un puñetazo sobre la mesa—. Y antes de que lo haga, me lo contará a mí, aquí, cara a cara. ¿Qué está pasando, Jalifa? ¿Por qué recibo llamadas de judíos en mi número particular?
—Tiene que ver con los envenenamientos de los pozos.
—¿Cómo?
—Los pozos de los que le hablé. En el desierto oriental.
—¡No me diga que estamos otra vez con los malditos abrevaderos de los coptos! Creo que habíamos quedado en dejar aparcado el asunto.
—Resulta que hay una mina de oro. Junto al Gebel el-Shalul. Un antiguo…
—¡Vaya! —exclamó Hassani—. ¡Ahí está! ¡Antiguo! No sé por qué tenía la impresión de que en un momento u otro saldría la palabrita… ¡Dios no quiera que trabaje usted nunca en un caso de despreciable importancia!
Jalifa reprimió la tentación de corregirle el adjetivo. Cuando Hassani se encontraba en aquel estado de ánimo lo peor era pasarse de listo. En lugar de ello optó por plantear a grandes rasgos, con calma y cuidado, la situación —Rivka Kleinberg, Barren Corporation, Zoser, la mina, los vertidos tóxicos—, para llegar a la cuestión israelí poniendo de relieve las conexiones con Egipto. Hubiera preferido hablar antes con Ben Roi, poner en claro las pruebas y en orden sus pensamientos, pero si Hassani le pedía explicaciones en aquel momento no podía negarse a ello. Tal vez fuera mejor así. Cuanto antes estuviera al corriente su jefe, antes podrían hacer algo contra los culpables.
Hassani lo escuchaba con expresión glacial, con los puños cerrados y apoyados en la mesa, como una especie de estatua faraónica. Cuando Jalifa hubo terminado, se levantó, se acercó a la ventana y fijó la vista en la parte trasera del edificio del Ministerio del Interior, a diez metros de allí. Pasó casi un minuto así antes de volverse.
—¿Y qué? —preguntó.
—¿Cómo?
—¿Y qué? —repitió Hassani en un tono inesperadamente suave, como si Jalifa acabara de contarle una anécdota graciosa. Ni por asomo la reacción que había esperado. Se inclinó un poco hacia delante.
—Pues que una multinacional estadounidense, con la ayuda y la colaboración de una de nuestras principales empresas, ha estado vertiendo residuos contaminados en territorio egipcio. Ha provocado una filtración de estos en las aguas subterráneas y ha causado un gran perjuicio ambiental.
Intentó explicarlo en un tono que no pareciera condescendiente. De nuevo, la reacción del jefe no fue la esperada, ni la mejor para él. Hassani se limitó a encogerse ostensiblemente de hombros y a extender los brazos como diciendo: «¿Y esto se supone que tiene que significar algo para mí?». Jalifa no pudo evitar enfurecerse.
—Se trata de un escándalo importante, de un delito mayor. Estamos hablando de miles, posiblemente de decenas de miles de barriles de residuos tóxicos. Yo he ido allí. Lo he visto con mis propios ojos.
Los recuerdos de la mina volvieron a su cabeza como destellos: la oscuridad, la claustrofobia, la espantosa peste a ajo, que suponía que tenía algo que ver con la contaminación por arsénico.
—Esta gente ha infringido la ley —insistió, procurando apartar de la mente aquellos recuerdos—. Contamos con pruebas suficientes para empezar…
Hassani levantó un dedo para mandarlo callar. Un dedo rígido, amenazador, blandido ante Jalifa como si fuera un garrote.
—Permítame que le diga unas cuantas verdades, muchacho —empezó, y cada una de sus palabras parecía temblar bajo la fuerza de la ira que iba reprimiendo—. Nosotros somos la policía de Luxor. La policía de Luxor. Tenemos un territorio, nos ocupamos de los delitos cometidos en este territorio. Si matan a una judía en Jerusalén, es algo que no nos concierne para nada, aparte de que la muerte de un sionista sea un motivo de celebración. Una mina abandonada en el quinto coño: algo que tampoco nos atañe, contenga lo que contenga. Un pozo envenenado en el límite de nuestro ámbito: puede interesarnos y, como ya le dije, nos ocuparemos de ello en cuanto nos hayamos quitado de encima la apertura del museo. En cuanto a las putas de Rosetta, las minas de Rumania y las demás películas en tecnicolor, ¡nada de nada! Le repito que no tienen nada que ver con nosotros.
—No puedo dar crédito —murmuró Jalifa, sin saber que utilizaba exactamente las mismas palabras que dirigía Ben Roi a su jefa, a setecientos kilómetros de allí, en Jerusalén. Luego, en voz más alta añadió—: No puedo permitir…
Hassani se encendió.
—¿Cómo? ¿Que no puede permitir qué? ¿Qué le explique el abecé de la policía egipcia?
—Barren y Zoser…
—Son, respectivamente, una empresa estadounidense sobre la que no tenemos ninguna puta jurisdicción, y una de las empresas de Egipto con más poder y mejores conexiones.
—Que por casualidad han colaborado en el vertido de centenares de miles de barriles de polvo contaminado…
—Hace un minuto eran miles de barriles.
—Centenares, miles, cientos de miles. ¿Qué importa? ¡Zoser ha violado la ley!
—¡Por mí como si viola la puta esfinge! —Hassani pegó un puñetazo a la ventana e hizo vibrar el despacho—. Ni una empresa ni otra han cometido delito alguno en nuestro territorio, Jalifa, y si no hay delito, no hay razón para implicarse. Santo Dios, ¡cualquier día me pedirá que abramos un expediente porque han robado la bici de un niño en Australia!
Jalifa también había cerrado el puño y lo mantenía como un pedernal para contener la furia.
—¿De modo que va a hacer la vista gorda?
—Ni gorda ni flaca. No es asunto nuestro. ¿Lo ha entendido o no? Si no está en nuestro territorio, ¡no es asunto nuestro!
—Pues voy a sacarlo de nuestro territorio. Acudiré más arriba. Al director de la policía.
Se armó de valor ante el estallido que preveía. Pero Hassani soltó una carcajada.
—¡Faltaría más! —exclamó—. Incluso le puedo dar el número particular del director. Aunque pensándolo bien, ¿por qué detenerse aquí? ¿Por qué no sigue subiendo? Puede llegar al propio ministro del Interior, que casualmente es hermano del presidente de Zoser y que mañana estará en el Valle de los Reyes y estrechará la mano al presidente de Barren Corporation. La Barren Corporation que, por cierto, está inyectando decenas de millones de dólares a la economía del país. Sí, sí, llámele enseguida, Jalifa. Pero no me venga llorando cuando le hayan despedido del cuerpo y hayan echado a su familia del piso nuevo.
Jalifa se levantó, ya fuera de control.
—¿Es una amenaza? —gritó, repitiendo casi literalmente los términos del enfrentamiento entre Ben Roi y Leah Shalev—. ¿Me está amenazando?
Hassani avanzó unos pasos con los hombros en tensión, los brazos medio levantados, como los del boxeador a punto de encararse al adversario. Se hizo el silencio mientras los dos se enfrentaban. De pronto pareció que el jefe abandonaba. Bajó los brazos y volvió a la mesa.
—No, no lo amenazo —dijo y se dejó caer en el asiento—. Solo le recuerdo cómo funcionan las cosas en este país. Y que, con revolución o sin ella, hay gente intocable. Si los israelíes optan por una solicitud gubernamental de cooperación, tal vez se mueva algún engranaje. Aunque, dado lo que sabemos todos de los israelíes, creo que tampoco surtirá mucho efecto, a menos que cuenten con el apoyo de Estados Unidos. De modo que, ¿por qué no se va usted a hablar con su amiguito judío? Y si llega la orden de investigar, investigaremos. Hasta entonces, yo no cojo eso ni con pinzas. Y si usted sabe lo que le conviene, tampoco lo hará. Ahora, si no le importa, tengo asuntos que resolver. Haga el favor de cerrar la puerta al salir.
Cogió el teléfono, hizo girar la butaca y le dio la espalda a Jalifa. El inspector se quedó allí plantado, reprimiendo el impulso de pegar un par de puñetazos contra aquellos enormes hombros de búfalo de su jefe y de empezar a gritar: «¡Ellos mataron a mi hijo! ¡Ellos mataron a mi hijo!». Sabía que no iba a servir de nada. Se armó de valor y salió del despacho, no sin antes pegar un buen portazo. Si Hassani quería una petición oficial de los israelíes, eso tendría exactamente. Ben Roi sabría cómo hacerlo. El israelí no tan solo era un buen inspector, un inspector cojonudo, sino también un amigo. Un amigo cojonudo. Juntos iban a resolverlo. Se haría justicia. El equipo A. Como en los viejos tiempos.
Se fue hacia su despacho bajando los escalones de dos en dos.