El desierto oriental

LAS mentiras tienen la curiosa costumbre de hacerse realidad.

Esto ocurrió con la que Jalifa dijo a su esposa sobre la avería del coche. Circulaba a una cierta velocidad por el desierto, con las manos y los pies ejecutaba una frenética danza entre los controles del Land Rover, la aguja del cuentakilómetros marcaba setenta por hora en uno de los trozos más compactos de las rodadas que seguía y de pronto calculó mal un extremo y derrapó. Pegó un volantazo intentando recuperar el control. Iba demasiado deprisa.

El Land Rover dio un giro brusco, topó contra algún obstáculo, pegó una sacudida y acabó de lado en una especie de zanja con una inclinación de cuarenta y cinco grados.

—¡Maldita sea! ¡Maldita sea!

Salió como pudo del vehículo. Vio humo debajo del capó; la rueda trasera izquierda estaba pinchada y sobresalía formando un ángulo extraño, lo cual indicaba que se le había doblado el eje. No podría contar con el coche para lo que le quedaba por hacer aquella mañana.

—¡Maldita sea!

Pegó una patada al parachoques. Luego, sin poder hacer nada más, recogió todo lo que tenía que llevarse: agua, teléfono, pistola, el cuaderno de Pinsker. Improvisó un hatillo con una manta que encontró en la parte de atrás del Land Rover y se dispuso a caminar. Un día antes, la perspectiva de recorrer veinte kilómetros a pie por el desierto le habría parecido de lo más desalentadora. Después de lo que había vivido en la mina, tenía la sensación de iniciar uno de los paseos que solía dar por el parque los viernes por la tarde.