Jerusalén

CUANDO Ben Roi llegó a Jerusalén eran tan solo las ocho de la mañana. Pensó en acercarse a la comisaría: le habría gustado acorralar a Baum y a Dorfmann, contarles que había resuelto el caso, ver sus caras. Decidió que aquello podía esperar. Estaba destrozado, no aguantaría unas explicaciones tan largas. Así que se fue a casa, puso el ordenador en marcha y se pasó una hora escribiendo: Barren, la mina de Rumania, el Laberinto, Vosgi, Rivka Kleinberg.

Quedaba alguna laguna: cosas que Kremenko no le había podido decir, partes de la historia aún imprecisas. Lo que sí parecía cierto era que Barren había tropezado con el Laberinto en el estudio de campo de aquella zona del desierto, por ejemplo, pero Ben Roi no podía determinar cuándo habían decidido utilizar aquella mina como vertedero tóxico, ni quién había tomado tal decisión. Tampoco tenía claro qué pasos había dado Rivka Kleinberg exactamente para desentrañar el misterio. ¿Y cómo demonios había descubierto lo de Samuel Pinsker?

Seguían sin respuesta tres preguntas en concreto: ¿cómo había descubierto Barren que Kleinberg les iba a la zaga? Ben Roi había dado por supuesto que Kremenko les había dado el aviso después de la visita de ella a la cárcel, pero el chulo había insistido en que no había dicho esta boca es mía (¿cómo iba a darles el soplo —explicó— cuando él y su hermano hacían la pirula a Barren con el tráfico de mujeres en sus propios barcos?).

En segundo lugar, ¿quién había dado la orden de asesinar a la periodista? ¿Nathaniel Barren? ¿William Barren? ¿Una tercera persona de la empresa por iniciativa propia?

En tercer lugar, el punto más importante: ¿quién había ejecutado la orden? ¿Quién era aquel tipo misterioso que había seguido a Kleinberg por la Ciudad Vieja hasta la catedral y allí la había estrangulado? ¿Quién era el asesino?

Quedaban muchísimos cabos por atar y, como cuestión secundaria, estaba Nemesis Agenda, los que lo habían retenido a punta de pistola y lo habían tomado por imbécil; no estaba dispuesto a pasar por alto todo aquello.

De momento, sin embargo, había dado un paso de gigante en el camino de resolver el caso. Redactó un informe de cinco páginas, lo releyó y envió copias por correo electrónico a Leah Shalev, al comandante Gal y, para fastidiarlo, también al comisario Baum. Una vez terminado, se fue a la habitación, se quitó las zapatillas deportivas y se desplomó en la cama boca abajo.

Tres segundos después dormía como un tronco.