El desierto oriental

QUIZÁ fuera el cansancio. Quizá la deshidratación. Quizá el trauma de todo lo que había pasado en la mina. Jalifa no iba a analizarlo. Ni siquiera sentía que hubiera algo que analizar. Una barcaza de Zoser había matado a su hijo. Y ahora resultaba que esas mismas barcazas del río se utilizaban para transportar residuos tóxicos Nilo arriba para verterlos de forma ilegal. Por tanto, había matado a su hijo una barcaza cargada con barriles de polvo contaminado. Más claro el agua. Por eso Zoser había impedido cualquier investigación sobre el accidente. ¿Y si ni siquiera hubiera sido un accidente? ¿Y si hubieran matado deliberadamente a los niños para impedir que descubrieran lo que llevaba la barcaza? En la cabeza de Jalifa todo iba cuadrando. Todo encajaba. Habían asesinado a Ali. Barren y Zoser. Y ahora él y Ben Roi iban a dar la campanada. A reparar un daño terrible. Su hijo no habría muerto en vano.

Llamó a Zenab y le contó una historia de una avería en el desierto.

—Ya estoy de vuelta —le dijo, en un tono que ni él mismo reconocía, como si fuera otro y no él quien hablaba—. Todo irá bien. Todo irá perfectamente.

Zenab intentó hacerle alguna pregunta, saber por qué no había llamado antes. «¡Estaba tan preocupada, Yusuf!», pero él la cortó. Algo brusco, tal vez, pero tenía cosas que hacer, cosas que poner en funcionamiento. Se bebió toda una botella de Baraka y engulló de un bocado un buen pedazo de aish baladi con queso. Luego puso en marcha el Land Rover y aceleró en el desierto, siguiendo las rodadas de los camiones, hacia la carretera 212 y la civilización.

Nueve meses de tormento y ahora, por fin, se haría justicia. ¡Qué bien se sentía!