JALIFA era consciente de que si pensaba mucho en ello —en las probabilidades de pegar el salto en la oscuridad más cerrada, sin tener una idea clara de la distancia que había de cubrir y en un estado de agotamiento físico y mental absoluto— no conseguiría valor para lanzarse, por más terrible que fuera su situación.
Dejó de pensar. En cuanto hubo despejado el suelo de piedras y demás obstáculos, dedicó un cuarto de hora a practicar la carrerilla hasta el borde del pozo para memorizar el recorrido centímetro a centímetro: un despegue demasiado corto y no salvaba el abismo, uno demasiado largo y se precipitaba de cabeza hacia él.
Después de lanzar la Helwan al otro lado para quitarse peso de encima y de haber recitado unas cuantas oraciones, se situó en el punto de partida e inició la carrerilla.
La detuvo a la mitad, pues un sexto sentido le avisó de que las zancadas se apartaban mínimamente de lo que había calculado. La segunda vez le sucedió lo mismo. En la tercera consideró que el paso era correcto y siguió; iba contando en voz alta cada pisada, aceleraba, aceleraba, salía lanzado en la negrura. Tenía que cubrir veintinueve zancadas para alcanzar el tope de velocidad antes de saltar a la trigésima. Cuando llevaba veintiséis se le disparó una alarma mental que le comunicó que había perdido otra vez el ritmo. Pero había acumulado demasiado impulso, estaba demasiado cerca del borde para cambiar nada. Tuvo el tiempo justo de pensar «¡Dios mío, ayúdame!», el pie dio el paso número treinta y, con un desesperado y enloquecido grito de «¡Allah-u-akhbar!», se lanzó al vacío.
Sabía que estaba perdido. A pesar de la oscuridad, notaba que no llegaba al borde, pues no había conseguido el impulso imprescindible para pasar al otro lado. Durante una fracción de segundo le pareció haberse situado en una realidad distinta, en otra dimensión en la que no había más que espacio vacío: sin luz, sin forma, sin peso, sin tiempo.
Retrocedió y chocó con algo sólido.
Luchó frenéticamente; tenía las manos y los brazos en una superficie plana, las piernas y los pies contra otra vertical, eso significaba que había llegado al borde opuesto del pozo. Notó con un pie una especie de protuberancia, apoyó su peso en ella, la protuberancia cedió y empezó a patalear en el vacío. Arañaba, palmeaba, en busca de un lugar donde agarrarse, de cualquier tipo de asidero. No encontraba nada. Bajo sus manos, un suelo liso y polvoriento. Notó que empezaba a resbalar.
—¡Dios mío, por favor, Dios mío, por favor!
Apoyó los codos y antebrazos en el suelo e intentó impulsarse hacia arriba. No tuvo fuerza suficiente para lograrlo. Quiso balancear la pierna hacia el borde. No llegó. Con las uñas arañaba la roca, con los pies daba patadas a la pared del pozo. Notaba cómo se deslizaba.
«Estoy muerto —pensó—. Se acabó. Estoy muerto».
Siguió arañando la pared, con la respiración ahogada, el apoyo cada vez más débil. Movido por la desesperación, hizo un esfuerzo final y apartó tanto como pudo la pierna izquierda. Con el pie dio contra algo sólido. Un objeto metálico. ¿Un piñón? ¿Un clavo? Ni idea de lo que podía ser. Le daba igual. Solo veía que podía convertirse en un punto de apoyo para el pie y que tal vez aguantaría el peso de su cuerpo. Empujó contra aquello, con los músculos doloridos; los brazos, los dedos, al borde del abandono, pero de una forma u otra resistieron, se agarraron, se arrastraron y encontraron la forma de avanzar en aquel suelo liso. Rodó desde el hueco y, resollando, se desplomó boca abajo en el suelo del túnel.
—Gracias, Dios mío —exclamó entre jadeos—. Gracias, gracias, gracias.
Se quedó un par de minutos tumbado, esperando a que se le calmara el corazón, que acusaba el trauma y la euforia. Luego, sin ganas de quedarse un instante más de lo imprescindible en la mina, buscó a tientas la Helwan, se levantó y bajó el túnel como pudo. Tras unos treinta metros de descenso, notó que desaparecían las paredes a uno y otro lado. En el mismo momento que con el tobillo topaba contra el raíl metálico le llegó al olfato el olor a ajo que venía de lejos.
Estaba de nuevo en la galería principal.
Se apartó de la vía, fue hacia la derecha y empezó a ascender. Antes, al seguir aquella dirección —le parecía que hacía días, semanas, toda una vida de aquello—, había vivido el pánico a cada paso. Ahora, al contrario, notaba que se iba desvaneciendo. Siguió hacia arriba, cada vez más cerca de la entrada y más lejos de los horrores de las profundidades, hasta que por fin el suelo se allanó y con los dedos rozó una de las patas de la plataforma metálica de carga. Pasó por debajo de ella, cruzó la tenebrosa cámara de la parte superior de la mina y golpeó las puertas correderas de metal.
Al entrar las había dejado abiertas. Las encontró cerradas; probablemente era obra de quien hubiera transportado los barriles por las vías. Introdujo los dedos en la rendija entre los dos paneles e hizo fuerza, sin pensar en que podía haber alguien fuera, sin otra cosa en la cabeza que ver el cielo y respirar aire puro.
Los dos paneles se abrieron un par de dedos. De repente entró la luz. Tenue, apagada, parda. De entrada quedó confuso. Luego se dio cuenta de que habían vuelto a poner la lona que cubría las puertas. La tocó, la notó inflada. Respiró una ráfaga de aire limpio. La empujó de nuevo. Luego apuntó con la Helwan a la rendija y disparó contra el candado con el que habían asegurado las puertas. Tiró de la cadena, abrió, se agachó y levantó la lona. La luz estalló en su rostro y lo deslumbró.
Salió dando traspiés, cayó de rodillas, levantó los brazos hacia el cielo y dio gracias a Alá por seguir vivo.
Después se puso otra vez de pie y con paso cansino se dirigió hacia el coche.