Tel Aviv

HABÍAN dado las cuatro de la madrugada cuando Ben Roi aparcó frente a la cárcel Abu Kabir. Lo recibió en la puerta Adam Heber, su amigo funcionario.

—Bajo tu responsabilidad, Arieh —le dijo mientras lo acompañaba al edificio de las celdas—. ¿Vale? No tenía idea de lo que ibas a hacer.

—Bajo mi responsabilidad —respondió Ben Roi.

Entraron en el edificio. El silencio era absoluto. Heber lo llevó hacia un pasillo y frente a dos tramos de escalera que desembocaban en la planta superior. Allí enfilaron otro corredor y se detuvieron ante una puerta metálica. El funcionario sacó unas llaves, con cuidado introdujo una de ellas en la cerradura y abrió la puerta.

—¿Cuánto tiempo?

—Veinte minutos. Pongamos treinta para estar más seguros.

—Cuidado con el ruido. Y recuerda: yo no sé nada. ¿De acuerdo?

—Sí.

Se apartó para que entrara Ben Roi.

—Dale una de mi parte. De parte de todos nosotros.

La puerta se cerró, la cerradura giró y los pasos de Heber se perdieron en el corredor.

Ben Roi echó un vistazo a la celda. Vio una mesa, una silla, un lavabo, un inodoro, una cama plegable. Y tendido en la cama —con los ojos tapados con un antifaz de satén para protegerse de la luz proyectada por los focos exteriores—, Genady Kremenko. Roncaba ruidosamente.

Ben Roi se acercó a la cabecera de la cama con cuidado para no despertarlo. El proxeneta tenía el brazo izquierdo fuera de las mantas, colgando, con las puntas de los dedos tocando el suelo; un resquicio de luz le iluminaba una parte del tatuaje. Ben Roi miró la imagen y pensó en Vosgi y en todo lo que había pasado aquella chica. En lo que habían pasado todas las víctimas de Kremenko. Luego cogió una jarra de plástico llena de agua que tenía en la mesa. Abrió la tapa con el pulgar y derramó todo el líquido sobre la cara de Kremenko.

Este se despertó sobresaltado y emitiendo un rugido de protesta que le salió de lo más profundo de su pecho. Ben Roi golpeó con el canto de la mano contra el plexo solar del preso, que dejó de protestar. Repitió el golpe, esta vez en la mandíbula, con un brazo le sujetó el cuello y lo arrastró hasta el váter. Le metió la cabeza en la taza y con la rodilla accionó el agua. La calva del macarra quedó sumergida. Intentaba oponer resistencia, luchaba, pero Ben Roi era un poli corpulento, en plena forma, lleno de rabia y más que preparado para doblegarlo. Fue accionando el agua una y otra vez, hundiendo más y más la cabeza de Kremenko en la taza. Cuando empezó a notar que se desplomaba, que se iba quedando sin fuerzas, lo tumbó boca arriba, lo agarró por el rollizo cuello y lo presionó contra el suelo. Se sacó la Jericho de la cintura de los vaqueros, le golpeó con ella en una de las sienes y luego apuntó directamente entre aquellos dos ojos saltones.

—Esto ha sido el preámbulo, cerdo infecto —masculló—. Ahora vas a decirme todo lo que sabes sobre Barren Corporation, sobre Rivka Kleinberg y sobre el barco que lleva una sirena pintada. Y que no me entere yo más tarde de que has soltado una sola palabra de esto porque te arranco los ojos. ¿Me sigues?

—Sí, inspector —respondió el otro, medio asfixiado.

—Vale, te escucho.