El Laberinto

HABÍA un crío que lloraba en alguna parte. Jalifa estaba completamente seguro de ello. En algún punto de la mina, un niño estaba perdido como él. No era producto de su imaginación. No era una fantasía que le traía la oscuridad. Un niño pasaba apuros.

—¡No te muevas! —chilló con la voz tomada por la sed y el cansancio—. No te muevas que yo te encontraré. No tengas miedo. ¡Saldremos de aquí, te lo prometo!

Avanzó a trompicones, como ciego, palpando las paredes, con la idea de acercarse a aquel sonido. Pero este iba cambiando. A veces lo oía por delante de él, otras por detrás; en algún instante, lejano, en otro, terriblemente cerca.

—¡No te muevas, por favor! Si lo haces, no nos encontraremos. ¡No te muevas y seré yo quien te encuentre!

Parecía salir de un túnel situado a su derecha. Era un sollozo agudo, de terror. Era imposible saber si venía de un niño o de una niña. Pero estaba seguro de que era de un crío. Un crío que se había perdido. Jalifa tenía que encontrarlo. Porque si él estaba aterrado, ¿cómo podía estar un crío? Pobrecito. Pobre niño indefenso.

—¡Ya voy! ¡No tengas miedo! ¡Ya voy!

Bajó a tientas hasta el final del túnel, donde encontró unos escalones que lo llevaron a una especie de sala baja. Los murciélagos chillaban e iban chocando contra su cara; algo correteaba por el suelo. Notaba montones de cosas. Por encima de los zapatos, en los bajos del pantalón. Empezó a agitar los brazos y a dar patadas, pero sin dejar de avanzar en la oscuridad. Llegó a una pared, la recorrió con las manos y encontró una abertura y otro pasillo. Era grande, por lo que pudo calibrar por el tacto. El crío estaría por allí abajo.

—¡No te muevas! Ya voy. Todo se arreglará. Ya voy.

Tomó el pasillo. Oía claramente los sollozos delante de él, aunque parecían haber perdido intensidad.

—¡Por favor! —suplicó—. No te muevas. Si lo haces no te encontraré.

Apretó el paso, la desesperación por llegar hasta el niño le obligaba a superar el miedo a tropezar contra algo. El pasillo era ancho y alto, con un suelo que parecía de hormigón liso. Siguió dando zancadas y luego empezó a correr; avanzaba desesperadamente hacia el vacío, sin pensar en nada más que en llegar hasta donde se encontraba el niño o la niña antes de que se perdiera su voz. Corría y notaba las piernas renovadas por una energía frenética, probaba un último impulso mientras la voz se perdía en la distancia; era un histérico esfuerzo final para llegar a…

Su pie topó contra algo. Tropezó, agitó los brazos como si se moviera en el agua, casi recuperó el equilibrio, pero dio con otro obstáculo —parecía que el suelo estaba lleno de pequeñas rocas o piedras— y se cayó de bruces. Durante un momento oyó el eco de los sollozos a lo lejos, pero luego desapareció.

Silencio.

Se quedó un rato tumbado con la cabeza y los brazos colgando del extremo de una especie de peldaño; aguzó el oído. Ya no se oía el llanto. Ningún tipo de sonido, a excepción de su propio resuello. Al fin y al cabo, quizá lo había imaginado todo. ¿Y si se estaba volviendo loco?

—Dios mío, ayúdame —farfulló.

Se puso de rodillas. Con el tacto intentó encontrar el escalón siguiente, quiso hacerse una idea de lo que tenía delante. No encontró nada. La mano no notaba ningún cambio. Era un espacio sin nada que lo diferenciara. Se inclinó, estiró el brazo hacia abajo. Nada. Luego pasó la mano por el suelo del túnel y por una pared y otra. No notó nada en ningún sitio. El suelo se acababa en una especie de pozo. Fue recorriendo la zona con el brazo, encontró una de las piedras con las que había tropezado (redonda, pesada, probablemente extraída con un martillo percutor) y la tiró al agujero. Pasó un rato antes de oír el eco del ruido de la piedra al llegar al fondo. Una pausa muy larga. Empezaba a pensar que aquello no tendría fondo. Se estremeció al darse cuenta de lo cerca que había estado de caer allí. Empezó a temblar. Tal vez el llanto del niño era el llanto de un demonio que intentaba atraerlo hacia la muerte.

—Dios mío, por favor, ayúdame —repitió.

Tiró un par de piedras más al fondo y una al frente, en un intento de calcular la anchura del pozo. Oyó el clac cuando la piedra dio con algo sólido —probablemente la otra pared del pozo— y más tarde el eco de cuando llegó al fondo. Tiró otra, con más fuerza. En esta ocasión notó un sonido de repiqueteo, que indicaba que la piedra pasaba rozando la superficie. El túnel debía de seguir al otro lado del pozo. Siguió lanzando piedras y escuchando el eco. Estaba en un túnel ancho con un agujero en medio…

De repente se le despejó la cabeza y se le aceleró el pulso. ¿Y si aquello no hubiera sido un demonio? ¿Y si existiera la posibilidad, la simple posibilidad, de que hubiera sido un ángel?

A tientas, reunió un pequeño montón de piedras. Empezó a lanzarlas de una en una con todas sus fuerzas más allá del agujero, contra el pasillo que seguía. Repique, repique, repique, repique, repique…

Clac.

Ahí abajo había algo. Tal como había imaginado.

Arrojó otras tres piedras, que le devolvieron los mismos sonidos, aunque no el de una piedra contra la roca. Era más bien el de la piedra contra algo metálico. El metal devolvía el eco. Metal zumbante. Metal vibrante. Como una especie de…

Raíl o vía.

Y a menos que hubiera más de una vía en la mina, aquello podía significar, contra todo pronóstico, que había vuelto a la galería principal.

Le salió una especie de aullido de alegría. Pero apenas lo hubo articulado, el sonido se congeló en sus labios.

Porque no había vuelto. Ni muchísimo menos. Entre él y la salida había un agujero. Un gran agujero. El mismo que había visto de refilón al bajar a la galería. Aquel en el que Samuel Pinsker había hundido sesenta metros de cuerda con un peso en el extremo y no había llegado al fondo.

Se llevó las manos a la cabeza, cerró los ojos e intentó visualizar el cuaderno de Pinsker. ¿Qué decía del agujero? Estaba en una galería lateral a mitad de camino hacia la principal. Era cuadrado, ocupaba todo el pasillo, como los tiros de alguna de las tumbas del Valle de los Reyes. El inglés había tomado medidas. Pero por más que se esforzara, Jalifa no recordaba la más importante: la distancia entre un extremo y otro de la boca. Reflexionaba y volvía a reflexionar, intentaba escudriñar en sus recuerdos. No le había quedado grabado en la memoria. Abrió los ojos —para lo que le había servido cerrarlos…— y empezó de nuevo a lanzar piedras, intentando establecer la distancia por el sonido. Determinó que la boca mediría entre tres y cinco metros. Un margen de error considerable. Tres metros casi podía saltarlos. Cinco, no. Era el margen entre la vida y la muerte.

Se dio la vuelta y retrocedió en busca de un pasillo lateral, que diera la vuelta al pozo. Volvió al lugar de los murciélagos, cruzó aquella extensión, subió los peldaños, siguió otro pasillo y notó que se iba alejando de la galería. Llegó a un cruce, donde podía escoger entre seguir a la izquierda, a la derecha o recto. Optó por la derecha. A los veinte metros se encontró con una triple bifurcación. Se detuvo, reflexionó un momento, dio media vuelta y rehízo el camino. No podía arriesgarse a perderse de nuevo. La mina le había proporcionado una salida. Tendría que ceñirse a ella.

El Laberinto, sospechaba Jalifa, no ofrecía una segunda oportunidad.

Otra vez frente al pozo, reemprendió la tarea de lanzar piedras, esta vez para saber qué tipo de salto tendría que realizar guiándose por el eco. Se arrastró por el suelo para apartar las piedras amontonadas y dejar un pasillo limpio.

Si quería tener alguna posibilidad, debería impulsarse en una carrera para conseguir llegar al otro lado.