Jerusalén

ME voy a la cama.

—Vale.

—¿Te vienes?

—Me quedo un ratito más.

Joel Regev se levantó del sofá y se acercó a Dov Zisky, que tenía la mesa llena de papeles y fotos. En la pantalla del ordenador, una página con la estrella, la espada y la rama de olivo del logotipo de las Fuerzas de Defensa de Israel. El titular rezaba: «Registro de servicios, 1972».

—¡Qué emocionante!

Zisky soltó un bufido.

—¿Sigues con el caso de la catedral?

—Siempre el caso de la catedral.

—¿Habéis llegado a alguna parte?

—Tal vez.

Regev dudó un momento. Luego le apretó suavemente el hombro, se dio media vuelta y salió de la sala de estar.

—No tardes mucho, ¿vale? —le dijo desde el pasillo.

Zisky no respondió. Estaba concentrado en la pantalla del ordenador, que le presentaba nombres y fechas de nacimiento en listas a cuatro columnas. Iba pasando un dedo por cada una de ellas. En la mitad de la cuarta se detuvo. Frunció el ceño, buscó entre los papeles amontonados en la mesa y sacó una foto: un grupo de mujeres en uniforme de faena del ejército y sombrero de ala ancha flexible. Le dio la vuelta y leyó la dedicatoria del dorso: «A mi querida Rivka. ¡Qué tiempo tan feliz! Lx».

Miró de nuevo la pantalla y después la foto para asegurarse bien. Dibujó una sonrisa.

En algún punto, lejos de allí, se oyó el chirrido de unos neumáticos y el toque de una bocina.

El chirrido y el sonido de la bocina procedían del Toyota Corolla de Ben Roi, que había tenido que dar un volantazo al salirle una moto de una calle lateral sin señalizar. Con gesto instintivo buscó la sirena, con la idea de parar al muchacho y echarle un rapapolvo. Pero no la conectó. Se limitó a gritar «¡Kus emek!», dio otro bocinazo y siguió adelante.

Eran más de las doce de la noche. Había estado paseando casi dos horas. Caminó sin rumbo fijo por Rehaviya, cruzó el parque Rehaviya, pasó por delante del Museo de Israel y la Knéset y atravesó los jardines Sacher.

No había tenido noticias ni de Jalifa ni de su amigo Danny Perlmann. Finalmente decidió volver a su piso, aceptar que aquella noche ya no podía hacer nada más, que tendría que aguardar hasta la mañana siguiente.

Se metió en la cama en calzoncillos. Permaneció unos veinte minutos tumbado en la oscuridad, con la vista fija en el techo y el móvil en la mano. De repente se le ocurrió que podía hacer algo.

Una posibilidad de lo más remota, pero desde el principio había intuido que era la que podía convertirse en la llave que abriera cada uno de los cerrojos que custodiaban la verdad del caso. Se vistió de nuevo, bajó corriendo hasta el coche y salió a toda velocidad hasta la Ciudad Vieja.

Un cuarto de hora después de estar a punto de chocar con la moto, tras haber dejado el Toyota en el aparcamiento de la Kishle, se encontraba frente al sólido portal de madera del barrio armenio, donde había empezado el maldito embrollo.

Golpeó la puerta.

Después de un silencio, la puerta se abrió. Tras ella, apareció un hombre con gorra, chaqueta de punto y un cigarrillo colgado en la comisura de los labios. Era uno de los conserjes que Ben Roi había visto el día de la inspección del cadáver de Kleinberg.

—Está cerrado —refunfuñó el hombre.

Ben Roi le mostró la placa.

—Tengo que hablar con el arzobispo Petrossian.

—Su Eminencia ya se ha retirado. Tendrá que volver en otro momento.

El hombre iba a cerrar la puerta, pero Ben Roi puso la mano para evitarlo.

—Tengo que hablar con el arzobispo Petrossian —repitió. Luego, consciente de la animadversión que había causado la detención del arzobispo entre aquella gente, añadió—: Se lo suplico. Necesito su ayuda. Es urgente. Muy urgente.

El hombre lo miró mientras apretaba el cigarrillo entre los labios y soltaba unos hilillos de humo por las ventanas de la nariz. Levantó un dedo para indicar a Ben Roi que esperara, cerró la puerta y desapareció. Pasaron un par de minutos; la Ciudad Vieja estaba sumida en un silencio absoluto, parecía una ciudad fantasma. De pronto volvió a abrirse la puerta y el conserje lo hizo pasar.

—Su Eminencia lo recibirá.

El hombre cerró y aseguró la puerta, y acompañó a Ben Roi por el abovedado corredor que llevaba a un pequeño patio empedrado frente a la catedral de San Jaime. Le señaló una puerta a la derecha.

—Por allí. Está arriba.

Ben Roi le dio las gracias y entró por la puerta. Encontró una empinada escalera de piedra en cuya barandilla había un salvaescaleras que lo llevó hasta el largo vestíbulo embaldosado de la primera planta. Una araña de cristal colgaba del techo y adornaban las paredes unas pinturas al óleo de gran tamaño. A mitad del corredor, frente a una puerta, encontró al arzobispo Petrossian; vestía una túnica negra sencilla. Ben Roi se acercó a él, algo apurado por el crujido de sus zapatillas deportivas sobre las pulidas baldosas.

—Siento haberlo despertado.

Petrossian levantó una mano en un gesto para quitarle importancia.

—Soy viejo. Ya no duermo mucho. Tenga la bondad…

Se apartó para dejar entrar a Ben Roi en su pequeño despacho. A diferencia de todo lo que había visto en el recinto, se encontró ante una pieza sobria y austera, sin adornos ni lujosos muebles. En ella había un escritorio, un teléfono, un ordenador, un par de sillones de cuero, estanterías de madera con archivadores y fotos enmarcadas. En una de ellas se veía a Petrossian estrechando la mano al papa Benedicto. El arzobispo le indicó que se sentara y él hizo lo propio tras su mesa.

—Mardig me ha dicho que es urgente —prosiguió el anciano, cruzando las manos sobre el escritorio, de forma que la amatista del anillo brilló bajo la luz de la lámpara—. ¿En qué puedo ayudarlo?

Hablaba en tono tranquilo, suave. Suponiendo que estuviera enojado por la forma en que lo habían tratado en comisaría, no lo demostraba. Ben Roi se agarró a los brazos de la butaca. Directo. Ni el menor titubeo.

—Tengo que encontrar a la chica, a Vosgi.

Petrossian le dirigió una sonrisa de disculpa.

—Tal como le dije ayer por la mañana, lo siento, pero no la conozco.

—Y tal como le dije yo ayer por la mañana, creo que miente.

El anciano ladeó la cabeza y extendió los brazos como diciendo «¿Qué puedo decirle?». Ben Roi se inclinó un poco hacia delante. No estaba interrogando a aquel hombre. Lo que hacía era suplicar.

—Tengo que hablar con ella —dijo, haciendo un esfuerzo por hablar en tono calmado—. No sé qué es lo que se trae entre manos. No sé por qué miente. Francamente, me da igual. Lo que sí sé es que usted conoce su paradero. Y que también sabe todo lo que ocurre en esta comunidad. Necesito que me lo cuente. La vida de un hombre depende de ello. La vida de una buena persona.

Petrossian seguía sonriendo, aunque algo en su expresión de pronto parecía forzado, como si le costara mantener el gesto.

—La chica dijo algo a Rivka Kleinberg —insistió Ben Roi—. Se vieron y le contó alguna cosa. Sobre una mina de oro, sobre una empresa llamada Barren Corporation. A causa de esta información asesinaron a Rivka Kleinberg. Y ahora está a punto de ocurrirle lo mismo a un hombre inocente. A un amigo mío. Quizá ya haya sucedido, Dios no lo quiera. Tengo que descubrir qué pasa. Es la única esperanza para salvarlo. Le suplico que me diga dónde está Vosgi, que me ayude.

Petrossian siguió sin abrir la boca, sin soltar nada. A pesar de todo, Ben Roi vio que estaba preocupado, que luchaba contra sí mismo. Lo detectó en el parpadeo, en la forma en que sujetaba con el pulgar y el índice la amatista violeta del anillo. Ben Roi apoyó la mano en la mesa y se acercó a él con aire apremiante.

—Ya no se trata de la muerte de una mujer —insistió—. Ese asesinato ya se ha producido, es algo que no podemos cambiar. Pero le estoy hablando de evitar un crimen. De salvar una vida. En concreto, la vida de un egipcio musulmán, por si su problema fuera el de salvar a un israelí.

Por primera vez detectó una reacción. Petrossian chasqueó la lengua e hizo un gesto de negación con la cabeza.

—Una vida es una vida, inspector. Todas tienen el mismo valor. La religión y la nacionalidad no tienen nada que ver con ello.

Ben Roi se percataba de que empezaba a flaquear. Al margen de lo que escondiera, y de por qué lo escondiera, empezaba a surgir alguna grieta. Lo que no había conseguido con las preguntas parecía que iba a funcionar apelando directamente a su humanidad. Ben Roi pasó a la ofensiva final.

—Por favor, ayúdeme a salvar a mi amigo. Dígame dónde está Vosgi. Déjeme hablar con ella. Le doy mi palabra de que no habrá represalias contra usted.

Petrossian reflexionó. Juntó las puntas de los dedos y miró a Ben Roi por encima de ellos. Tras un momento de silencio, preguntó:

—¿Y si le he hecho algún daño? ¿Tampoco habrá represalias?

Aquella pregunta lo cogió por sorpresa. Ben Roi dudó un momento; con las manos asía con fuerza el extremo de la mesa.

—¿Le ha hecho usted daño?

El arzobispo parpadeó. En aquellos momentos era él quien leía la duda en la expresión de Ben Roi.

—Difícil, ¿verdad? —respondió—. Como le dije ayer cuando hablamos, la conciencia es un maestro astuto. He aquí que me está pidiendo que traicione mi conciencia, y cuando yo le planteo un dilema similar, el de intercambiar justicia por información, no se muestra usted tan seguro. Pues voy a preguntárselo de nuevo: ¿tengo su palabra de que si se ha hecho algún daño a la muchacha no se actuará contra mí, ni contra ninguno de mis colaboradores?

Ben Roi cambió de postura, se apoyó en el respaldo. Un momento antes estaba seguro de que controlaba la situación. De repente se le había complicado.

—No puedo garantizárselo —dijo.

Petrossian lo miró con unos ojos como barrenas. Se oía el tañido de una campana. Se hizo otro silencio. Luego el anciano asintió.

—Me complace oírlo. Usted mismo sabrá que mis experiencias con la policía israelí no han sido lo que se dice totalmente positivas, pero tengo la impresión de que usted es un hombre honrado y de honor. Antes de que termine la noche se habrán puesto a prueba estas cualidades. Y para tranquilizarlo le diré que no se ha hecho ningún daño a la muchacha.

—¿Me acompañará a verla?

—Por si lo ha olvidado, estoy bajo arresto domiciliario. No puedo abandonar este recinto.

—Yo respondo por usted.

Petrossian reflexionó. Luego, con un gesto de asentimiento, cogió el teléfono y marcó un número. Habló deprisa y en una lengua que Ben Roi tomó por armenia. Colgó, se levantó e indicó al inspector que lo siguiera.

—Vamos. Y por favor tenga presente lo que acabamos de decir sobre la honradez y el honor.

Salieron del despacho y bajaron la escalera.

Había aparecido en el barrio cinco semanas atrás. Como caída del cielo. Aterrorizada. Traumatizada. El gobierno israelí estaba a punto de deportarla. La iban a mandar de vuelta a Armenia e iría a parar directamente a manos de los que habían traficado con ella. Estaba desesperada, pedía un refugio.

—Los de aquí formamos una familia. Nos ocupamos de todos. Ya había sufrido lo indecible. No la podíamos echar. Nuestro deber era ayudarla.

El arzobispo explicaba todo aquello a Ben Roi mientras circulaban por el barrio armenio, por las estrechas y desiertas calles, en las que resonaban sus pasos.

Habían instalado a Vosgi en una casa segura, siguió diciendo el arzobispo; la habían protegido. De entrada, de las autoridades israelíes. Después, tras el asesinato en la catedral, de quien hubiera matado a Rivka Kleinberg.

—La señora Kleinberg pensó que si la chica había ido a alguna parte, se habría acercado a su gente —dijo—. Me llamó, me preguntó si había visto a Vosgi, si sabía dónde podía encontrarla. De haberle dicho la verdad, puede que se hubiera evitado su muerte. Pero no lo hice. Negué lo que sabía. Por eso empezó a frecuentar la catedral, a circular por aquí, con la esperanza de verla algún día. Ya dije que su muerte pesa sobre mi conciencia, pero no tuve otra alternativa. Ella no formaba parte de nuestra comunidad; no sabía si podía confiar en esa mujer.

Llegaron al cruce del final de la calle de San Jaime y siguieron a la derecha, hacia Ararat. Oyeron un correteo en el momento en que un gato, asustado por su presencia, saltaba sobre una pared.

—¿Reconoció el nombre de Kleinberg cuando ella lo llamó? —preguntó Ben Roi—. ¿Supo enseguida que era la del artículo sobre usted en los setenta? ¿La que arruinó su carrera?

Petrossian encorvó ligeramente los hombros.

—Por supuesto que la recordaba. Y, créame, no le tenía inquina. Pequé, la culpa fue mía y solo mía. Ella no fue más que el mensajero que difundió la falta. Sentí muchísimo su muerte.

Llegaron al final de Ararat y en esta ocasión enfilaron por una callejuela estrecha. En su extremo encontraron una puerta de madera, a la que se acercaron. La casa tenía intercomunicador con vídeo y una placa de cerámica con un nombre: Saharkian. El arzobispo pulsó el timbre.

—No es más que una niña —dijo, volviéndose a Ben Roi mientras se oía el ruido de los cerrojos en el interior—. Una niña que ha sufrido un terror inimaginable. Aún existen posibilidades de que se recupere, de que rehaga su vida. Pero si la deportan, si los traficantes dan con ella de nuevo…

Se abrió la puerta. Se encontraron ante un hombre con una pistola en el cinturón.

—No es más que una niña —repitió Petrossian—. Procure no olvidarlo. Y no entre en detalles sobre el asesinato de la señora Kleinberg. Vosgi sabe que está muerta, pero le hemos ahorrado los sobrecogedores detalles de los hechos. Ya está bastante asustada.

Lo miró directamente a los ojos, para asegurarse de que lo había entendido, y entró en la casa. Ben Roi lo siguió. El tipo de la entrada cerró las puertas tras ellos y echó los cerrojos. Entraron en una gran sala encalada y amueblada con austeridad. Allí había otro hombre en una mesa, con una escopeta. Al fondo de la estancia, una escalera de madera llevaba a una galería baja, a la que daban cuatro puertas cerradas. Petrossian cruzó la galería, levantó la vista y llamó sin alzar mucho la voz. Ben Roi no entendió lo que decía, pero sí captó algo que le sonó a Vosgi.

Hubo un silencio y al cabo de poco se abrió la puerta más alejada. De ella salió una silueta bajita y delicada, de pelo oscuro. Ben Roi apretó las mandíbulas y con un gesto reflejo cerró los puños.

Era como dar la vuelta a una llave.

Obedeciendo a una orden de Petrossian, los guardianes armenios se metieron en una de las habitaciones. El arzobispo se acercó al pie de la escalera y levantó la mano. La chica bajó, con aire poco convencido.

Era más menuda de lo que Ben Roi habría imaginado por las fotos que había visto de ella. No mediría más de metro cincuenta, si es que llegaba. En carne y hueso también era más bonita. Unos grandes ojos almendrados y unos rasgos delicados, aunque con algo que no le pareció exactamente femenino. Imposible determinar su edad, si bien Ben Roi tuvo la impresión de que era joven. Muy joven. Le vino enseguida a la cabeza la conversación con la prostituta de Neve Sha’anan y lo que ella le había contado de que la obligaban a hacer números con Vosgi: madura y joven, maestra y alumna. Le entraron náuseas. Se quitó aquello de la cabeza para centrarse en la conversación y también en la idea de que, a su manera, él era otro cliente. Otro hombre que quería algo de ella. Se quedó de pie con los brazos colgando en los costados, con la idea de dar la imagen de una persona comprensiva.

La chica bajó la escalera. Su mirada pasó de Ben Roi al arzobispo en busca de algo que la tranquilizara. El anciano le tomó una mano entre las suyas, se inclinó hacia ella y le dijo algo. Ella volvió a levantar la vista hacia Ben Roi antes de asentir. Con delicadeza, Petrossian la llevó hasta un sofá y se sentó a su lado. Ben Roi tomó asiento en el sillón de delante e intentó no mirar las muñecas de la chica, en las que se notaban señales de cicatrices. Ella, al percatarse del gesto, cruzó los brazos contra el pecho, hundiendo las muñecas en el tejido de la holgada camiseta gris que llevaba. Con la punta del pulgar izquierdo empezó a jugar con un crucifijo de plata que llevaba colgado del cuello.

—Vosgi comprende el hebreo —empezó el arzobispo—, pero no lo habla muy bien. Si lo considera oportuno, yo puedo traducir lo que diga.

—Por supuesto —dijo Ben Roi.

Petrossian murmuró algo a la chica y ella farfulló una respuesta. Tenía la vista fija en las baldosas del suelo.

—Cuando quiera —dijo el anciano—. Y haga el favor de recordar lo que le he dicho de camino hacia aquí. Intente… —Hizo un gesto tranquilizador con la mano.

—Por supuesto —repitió Ben Roi.

Se inclinó un poco y apoyó los codos en las rodillas. Con los años, había llevado a cabo cientos de interrogatorios, pero nunca había sentido la inquietud y las expectativas de aquellos momentos. El caso Kleinberg, posiblemente la vida de Jalifa… le parecía que todo se condensaba en aquel encuentro específico, en aquel punto específico. Era como si se encontrara frente a una puerta que al abrirla todo cambiaría. «Con suavidad —se dijo a sí mismo—. No tires del pomo con demasiada fuerza en tu impaciencia por saber qué hay al otro lado».

—Hola, Vosgi —dijo.

La chica miró al suelo.

—Me llamo Arieh Ben Roi. Soy inspector de policía de Jerusalén. Si quiere, puede llamarme Arieh. O Ari.

Aquel intento de relajar el ambiente no consiguió ninguna reacción visible. Quizá porque a pesar de sus esfuerzos por moderar el tono, le hablaba con su voz áspera de siempre, como estaba acostumbrado a hacer en la sala de interrogatorios de la comisaría. No era la primera vez que constataba que era totalmente incapaz de mostrarse comprensivo. Seguía siendo el maldito sabrá de siempre.

—Le agradezco mucho que haya accedido a hablar conmigo —prosiguió—. Y permítame que le diga de entrada que esto no tiene nada que ver con su solicitud de residencia. Le doy mi palabra. No tiene por qué asustarse. Lo entiende, ¿verdad?

Ella hizo un gesto de asentimiento apenas perceptible.

—He venido a hablar con usted de una mujer llamada Rivka Kleinberg. Creo que la recordará. Unas semanas atrás hizo una visita al Refugio Hofesh.

La chica levantó la vista y la bajó de nuevo. Dijo algo.

—Pregunta si han encontrado a los que asesinaron a la señora Kleinberg —tradujo Petrossian.

—Estamos bastante cerca —dijo Ben Roi—. Muy cerca. Y usted puede ayudarnos a aproximarnos aún más. ¿Lo hará, Vosgi?

La mano de la chica se cerró alrededor del crucifijo de plata; lo sujetaba como si se tratara de una cuerda de salvamento. Habló de nuevo, con una voz un poquitín más fuerte que antes, también más apresurada, algo que demostraba una creciente angustia. Petrossian le puso una mano en la rodilla para calmarla.

—Dice que no quiere prestar declaración —tradujo.

—Nadie le pide que preste declaración, Vosgi. Solo necesito que responda a unas cuantas preguntas. ¿Le parece bien?

Seguía sujetando la cruz. Hubo un momento de silencio, luego respiró profundamente y asintió.

—Gracias —dijo Ben Roi—. Procuraré ser rápido.

Parecía un médico a punto de poner una inyección. Juntó las manos y le dirigió lo que esperaba que para ella fuera una sonrisa tranquilizadora.

—¿Recuerda que habló con la señora Kleinberg cuando fue de visita al refugio? ¿Se acuerda?

Ken —murmuró ella.

—¿Le dijo usted algo sobre una mina de oro?

La muchacha lo negó con la cabeza.

—Una mina de oro en Egipto.

La muchacha repitió el gesto.

—¿Seguro? Tómese el tiempo que quiera.

Murmullos.

—Está segura —transmitió el arzobispo.

—¿Y qué me dice de una empresa llamada Barren Corporation? Una importante empresa de Estados Unidos.

No.

Le repitió el nombre, más despacio, deletreándolo por si tenía problemas con su pronunciación. La reacción fue la misma. Ben Roi se esforzaba por mantener una expresión neutra, por no mostrar su decepción. Había alimentado la esperanza de dar en el blanco a la primera, de ahorrar tiempo para que ella no tuviera que aguantar un largo interrogatorio. Pero las cosas no iban como esperaba. Tendría que ampliar el objetivo.

—¿Puede decirme de qué hablaron, Vosgi? —preguntó.

Encogió un poco los hombros, colocó el pie derecho bajo la rodilla izquierda y murmuró unas palabras.

—Dice que explicó a la señora Kleinberg de dónde venía —tradujo Petrossian—. Le habló de su pueblo, de su familia. Y luego de… lo que le había ocurrido.

Ben Roi abrió una mano en un gesto para pedir más detalles. Ella toqueteaba la cruz. Respondió con una voz todavía más débil, lo que obligó al arzobispo a ladear la cabeza para captar sus palabras.

—Dice que tenía catorce años cuando se la llevaron —tradujo—. Salía del colegio y volvía a casa. La raptaron. Unos hombres. Dos hombres. No sabe quiénes eran. Azerbayainos, probablemente… Su pueblo está en la frontera.

En la cabeza de Ben Roi se disparó una conexión. Algo que Zisky había descubierto al principio de la investigación. Sobre Barren. Una mina de oro en la que habían trabajado al oeste de Armenia. Cerca de la frontera con Azerbaiyán. Se lo planteó a Vosgi y le preguntó si sabía algo de eso. Dijo que no. En la zona donde vivían no había minas. Casi nada, a excepción de montañas, ríos y una planta de elaboración de productos avícolas, en la que trabajaban su padre y sus hermanos. Ben Roi no la interrumpió, le hizo un gesto para que continuara. Petrossian le cogió la mano.

—«Me llevaron en coche a una casa —tradujo el arzobispo cuando ella habló de nuevo—. Y de aquella, a otras. Había más chicas. Nos obligaban a…». Creo que ya sabemos a qué las obligaban.

La mirada del arzobispo coincidió con la del inspector y este asintió, indicando que no hacía falta que Vosgi reviviera los detalles concretos por los que había pasado.

—¿Sabe dónde se encontraba? —preguntó.

—«Me trasladaron muchas veces —tradujo Petrossian—. Sé que estuve en Turquía. Allí oía voces al otro lado de la ventana. Reconocí el acento. Luego me vendieron a otros, que me llevaron en barco a un lugar con…». —Petrossian la interrumpió, le preguntó algo—. «Turistas —prosiguió—. Gente joven. De diferentes países. Quizá alemanes. Ingleses». No está segura. «Luego otra vez turcos. Una ciudad grande. Estaba en un sótano. Todo oscuro».

La chica había levantado algo la voz, pues con la narración se había ido relajando. El tono estaba desprovisto de emoción, se notaba distante, como si hablara de otra persona. Ben Roi recordó lo que le había dicho Maya Hillel en el Refugio Hofesh sobre lo de que las chicas adoptaban nombres diferentes: «Las ayuda a distanciarse de lo que les obligan a hacer. Así una chica puede pensar que quien hace aquello es otra persona, no ella misma».

—«Creo que estuve en la ciudad casi un año —prosiguió Petrossian con la traducción—. Luego, a un grupo nos trasladaron en otro barco. Unos árabes nos llevaron por el desierto y así llegué a Israel. Éramos tres, cuatro en un piso. Nos vigilaban todo el tiempo».

Ben Roi levantó la mano para indicarle que se detuviera. Aquella historia iba más deprisa de lo que él pretendía. Había quedado atascado en algo anterior.

—¿Puede rebobinar un momento? —pidió—. Dice que estuvo en Turquía, en una ciudad…

Vosgi asintió.

—Y que de allí se la llevaron en barco.

Otro gesto de asentimiento.

—¿A un puerto?

Arrugó la frente, se volvió hacia el arzobispo y dijo algo. Él la escuchó y luego afirmó con la cabeza.

—«No era un puerto grande —dijo—. Pequeño. Con un solo muelle. Llegamos de noche. Había grúas».

Sin ser consciente de ello, Ben Roi empezó a golpear el suelo con el pie.

—Y ese lugar —dijo—, ese muelle… ¿Habló con Rivka Kleinberg de él?

La muchacha asintió.

—¿Estaba en una ciudad llamada Rosetta?

Ella se encogió de hombros, dudando.

—¿Egipto? ¿Estaba en Egipto?

Un nuevo gesto de incertidumbre.

—«Nunca supe dónde nos encontrábamos —tradujo Petrossian—. Nos obligaban a mirar al suelo. Así no veíamos nada».

—Y después de llegar al muelle… la llevaron a Israel a través de un desierto.

La chica movió la cabeza para negarlo.

—«Primero nos metieron en una camioneta. —La voz de Petrossian se solapaba con la de ella—. Viajamos hasta la madrugada. Luego nos llevaron a una casa. Había árabes. Ellos…».

Por la forma en que cerró el puño alrededor del crucifijo se comprendía lo que habían hecho con ellas. Ben Roi le indicó con un gesto que no hacía falta que entrara en detalles.

—«Después nos metieron en jeeps. Al bajarnos tuvimos que andar. Unas cinco horas. Hacía frío. Una de las chicas intentó huir y la mataron a tiros. Luego nos recogieron otros coches. Ya habíamos llegado a Israel».

El pie de Ben Roi iba golpeando el suelo con un ritmo más acelerado mientras su cabeza trabajaba en lo anterior. La habían llevado a Israel a través de un desierto. Tenía que ser el del Sinaí. Y había llegado a él desde un puerto, de un muelle, como quisiera llamarlo. Tenía que ser Rosetta. El lugar al que se dirigía Kleinberg la noche en que la asesinaron. Y la habían llevado a Rosetta en barco. Tenía la impresión de que las piezas se movían, de que iban encajando en su sitio, aunque todavía le faltaba el vínculo entre los dos principales elementos del caso: Barren y el Laberinto. «Con calma —se dijo a sí mismo—. Que no queden cabos sueltos».

—¿Sabe quién se ocupaba de la trata? —le preguntó. No lo sabía. Hombres, fue todo lo que consiguió decir. Hombres violentos.

—¿Genady Kremenko? ¿Ha oído hablar de él?

Lo.

Le repitió la pregunta, consiguió la misma respuesta. Lo mismo sucedió cuando le habló de Zoser Freight. Estaba llegando a alguna parte, lo intuía. Ya se había acercado mucho. Pero faltaba el paso final.

—¿Puede decirme algo más del barco en el que las llevaron? —le preguntó, intentándolo desde otra perspectiva—. ¿En el que viajaron desde Turquía?

La muchacha se mordió el labio y empezó a cerrar y a abrir la mano con la que sujetaba el crucifijo. Pasó casi un minuto sin que se le oyera la voz. Cuando empezó a hablar, por las arrugas de la frente del anciano Ben Roi comprendió que lo que oía lo horrorizaba. Mucho más que lo que había dicho la chica anteriormente.

—Santo Dios del cielo —murmuró—. Las llevaron en un contenedor —añadió—. Un contenedor de barco. Eran trece allí dentro. Y pasaron cuatro días. Tenía una rejilla para que les entrara el aire. Colchones, mantas, un cubo para sus necesidades. Cada noche sacaban a una, la llevaban a las cabinas de los marineros…

A la chica se le ahogó la voz. Petrossian soltó la mano que tenía entre las suyas y le puso el brazo alrededor de los hombros para reconfortarla. Miró a Ben Roi con un gesto con el que intentaba preguntarle si era necesario seguir con aquellas preguntas. El inspector asintió tímidamente, dispuesto a seguir insistiendo. En algún punto de la historia de Vosgi, enterrada como una aguja en un pajar, se encontraba la información que necesitaba, la pieza que tenía que completar el rompecabezas y mostrar por fin la imagen. Pero para encontrar la pieza tenía que pasar todo el pajar por el tamiz. Y eso podía implicar obligar a la chica a revivir la pesadilla de la cautividad.

—¿Puede contarme algo del barco? —preguntó, procurando ayudarla, limitando un poco la cuestión—. ¿Era grande, pequeño…?

Ella dudó y luego extendió los brazos. Grande.

—¿De pasajeros? ¿De pesca? ¿De carga?

De pesca, creía. O tal vez de carga. Había visto poco de él. El costado, cuando la subieron a bordo, el contenedor y la cabina en la que la violaron.

—¿Y la tripulación? ¿Eran egipcios? ¿Árabes? ¿Tenían la piel oscura?

Los que había visto ella, es decir, los que les llevaban la comida y aquellos con los que había estado en la cabina, no. Tenían la piel pálida. Rusos, se imaginaba. Desagradables. Muy desagradables.

Aquella voz monocorde empezaba a fallar, de vez en cuando la emoción la embargaba. Su lenguaje corporal también comunicaba una gran angustia: la fuerza con la que apretaba la cruz, la forma en que se sujetaba la barriga, como si quisiera protegerla. Si hubiera tenido otra forma de conseguir la información, Ben Roi la habría utilizado encantado. Pero no había otra. La chica sabía algo. Y tenía que sacárselo. En esos momentos. En esa misma noche. Volvió a su cabeza la idea de que él no era tan distinto de los que habían abusado de Vosgi. Siguió insistiendo.

—Sobre los que la metieron en el barco en Turquía —dijo—, ¿podría contarme algo?

No podía, no sabía nada, aparte de que eran turcos. La habían llevado en un vehículo hasta el barco, la habían entregado a la tripulación y la habían metido en un contenedor. Allí había encontrado a otras ocho chicas. Posteriormente metieron a cuatro más. Era todo lo que recordaba.

—Y cuando salió del barco, en aquel puerto, ¿qué pasó?

Respiraba entrecortadamente, agitada.

—¿Qué ocurrió en el puerto, Vosgi?

Respondió con un murmullo inundado de lágrimas; bajó la cabeza hasta hundir la barbilla en el pecho, como si quisiera esconderse. Petrossian tradujo, a su pesar, y por la expresión de su cara, a Ben Roi le parecía que no iba a permitir que aquello se alargara mucho más.

—«Nos pusieron en fila. Nos dijeron que nos quitáramos la ropa. Todo. Nos quedamos desnudas. Luego nos mandaron poner las manos en la cabeza». Inspector, ¿de verdad hay que…?

—Limítese a traducir lo que dice —le espetó Ben Roi.

El anciano abrazó a la chica y le musitó unas palabras de consuelo.

—«Allí había un coche —prosiguió—. Un coche grande. Negro. Con un hombre dentro. En el asiento de atrás. Hablaba. Daba órdenes. Yo no lo entendía. Nos vestimos otra vez. Se nos llevaron en tres minibuses. Viajamos toda la noche. Hasta la casa…».

—El hombre del coche —la cortó Ben Roi en su tono brusco, insistente—… Hábleme del hombre del coche. ¿Qué aspecto tenía?

La chica estaba llorando, se balanceaba hacia delante y hacia atrás. Ben Roi repitió la pregunta, contra su propia voluntad, pero con el presentimiento de que aquella era la pieza que necesitaba.

—«No pude verlo bien». —Petrossian tradujo aquellas palabras surgidas de los labios de la chica a sacudidas, entre sollozos—. Estaba oscuro. Unas luces nos enfocaban a nosotras. Estaba en medio del asiento. Lejos de la ventanilla.

—Algo debió verle.

Negó con la cabeza.

—¡Algo! ¡Tiene que haber algo!

—No veo nada —exclamó ella, pasando de repente al hebreo con voz entrecortada y un marcado acento—. No sentaba en la ventana. No veo él.

—¿En qué idioma hablaba?

—No sé. Se lo digo. ¡No sé!

Petrossian levantó la mano mirando a Ben Roi, pidiéndole que lo dejara. El inspector no le hizo caso.

—¡Piense, Vosgi! ¡Piense, por favor! Tiene que recordar algo.

—No. Por favor. ¡Digo verdad!

—¡Piense!

—Inspector, esto ya ha llegado…

—¡Piense, Vosgi! El hombre del coche. ¿Qué aspecto tenía?

—¡Inspector!

—No lo veo la cara —chilló ella—. ¡Se lo digo! ¡Se lo digo! Solo veo el brazo. Cuando tira cigarrillo a la ventana. Un segundo veo el brazo con… con…

Agitó las manos haciendo un esfuerzo por encontrar la palabra que estaba buscando.

—¿Con qué, Vosgi? ¿Un brazo con qué?

—Con… con…

Iba abriendo y cerrando el puño. Oscilaba, inquieta, miraba con cara de espanto a Petrossian y por fin gritó algo en armenio.

—¿Qué? —exclamó Ben Roi con los ojos encendidos—. ¿Un brazo con qué? ¿Qué acaba de decir?

—«Un tatuaje —tradujo Petrossian—. El hombre llevaba un tatuaje en el brazo. Y hasta aquí hemos llegado, inspector. Le he pedido en concreto que no…».

Su voz se desvaneció cuando la mente de Ben Roi recuperó algo que había visto cuatro días antes. Una cárcel, una celda, ostentación de oro, mejillas caídas, un hombre al que llamaban Ha-Menabel, el maestro. Y en su antebrazo, en tinta verde y rosa…

Se colocó en el extremo del asiento, con el pulso a mil, el cuerpo tenso como una cuerda de arco.

—El tatuaje, Vosgi, era de una… —Describió unas curvas con las manos como dibujando un perfil femenino.

La chica dudó, temblando, pero luego asintió.

—Y la mujer estaba… —Levantó las manos como representando un par de piernas abiertas.

Nuevo gesto de asentimiento.

Genady Kremenko, ni más ni menos.

—Gracias, Vosgi —dijo—. Es todo lo que necesitaba. No voy a molestarla más.

La chica se acurrucó entre los brazos de Petrossian, temblando como una hoja. A Ben Roi se le ocurrió acercarse a ella, ponerle una mano en el hombro, decirle que sentía haberla hecho pasar por todo aquello. Pero pensó que poco iba a solucionarle. Que lo último que necesitaba en aquellos momentos era una torpe disculpa de un poli judío desaforado. Así pues, se levantó, comprobó el móvil —seguía sin mensaje de Jalifa— y se dirigió hacia la puerta de salida.

—Creo que debería quedarse con ella —dijo cuando empezaron a abrir los cerrojos—. Comunicaré a la comisaría que ha salido, les aclararé las cosas. Puede volver a sus estancias cuando quiera.

Se volvió hacia el arzobispo. Este lo miraba fijamente. Era difícil leer su expresión. Protectora, tal vez. Paternal, incluso. Ni sombra de enojo, lo que le sorprendió teniendo en cuenta que Ben Roi se había pasado de la raya. Sus miradas coincidieron un instante. Después, ladeó la cabeza —en parte como gesto de agradecimiento, en parte como disculpa—, corrió el último cerrojo y abrió la puerta. Ya tenía un pie fuera cuando se le ocurrió algo que le obligó a girarse.

—Una última pregunta, Vosgi. El dibujo que hizo con Rivka Kleinberg. La mujer de pelo rubio. ¿Quién era? ¿Alguna chica de la trata de blancas?

La muchacha levantó la vista. Se quedó un momento en silencio. Luego habló a Petrossian en armenio. El hombre la escuchó, movió la cabeza y trasladó la respuesta a Ben Roi:

—No era una persona real. Era de un dibujo. Estaba en el costado del barco en el que viajó. El dibujo de una sirena.

—Ah —exclamó Ben Roi.

Se volvió hacia fuera. La voz del arzobispo le obligó a girarse otra vez.

—Y una última pregunta para usted, inspector. Ahora sabe dónde está ella. Conoce su situación. ¿Puede decirme qué va a hacer?

—Ahora mismo, ir directo a Tel Aviv a hablar con un hombre llamado Genady Kremenko.

—Ya sabe a lo que me refiero. Sobre Vosgi.

Ben Roi aguantó la mirada del anciano y, encogiéndose de hombros, dijo:

—Creo que se equivoca. No conozco a nadie que se llame Vosgi.

Guiñó el ojo, inclinó la cabeza y se marchó.