LO fundamental, el nanohilo del que colgaba la mínima esperanza de supervivencia de Jalifa, era no perder por nada del mundo la pista de su posición en relación con la galería principal de la mina. Mientras tuviera claro aquello, sabría hacia dónde se movía, e incluso aunque solo pudiera guiarse por el tacto, conservaría una ínfima posibilidad de encontrar la salida.
A los veinte minutos de haber abandonado la tenebrosa cámara, el hilo en cuestión se rompió y se esfumaron todas sus posibilidades.
Estaba perdido. Total, absoluta e irremediablemente perdido.
Intentó volver sobre sus pasos, procuró buscar a tientas el camino de vuelta a la cámara, pero el mapa de la ruta que había guardado en la memoria estaba hecho un desbarajuste. ¿A la izquierda o a la derecha? ¿Subir o bajar? ¿El segundo o el tercer pasillo? Ya habría resultado difícil con el Laberinto iluminado… En aquella boca de lobo no había forma.
Dio un traspié, ciego, indefenso, desesperado. Fue llegando a sitios que creía recordar: unos empinados escalones, un pasillo especialmente estrecho, un suelo sembrado de pedazos de cerámica, una serie de cestas llenas de porquería. Había perdido el contexto de lo conocido: cuándo se había encontrado con tal cosa, con qué había tropezado antes, dónde había ido después. Por no hablar de si era cierto que había estado allí y que podía confundir el sitio con otro similar en su recorrido por la mina. Cada detalle parecía mezclarse con el resto, cada punto de referencia se disolvía en la oscuridad como el papel sumergido en ácido, y no dejaba más que una especie de lodo negro e informe.
Cruzó lo que parecía ser un puente de madera por encima de algo que podía ser un pozo profundo, desde cuyo fondo oyó un sonido sibilante, el topar y el girar de unos cuerpos deslizantes. Un poco más tarde —o quizá mucho más tarde, o posiblemente antes; hacía mucho que allí abajo el tiempo había perdido todo su significado— se encontró frente a lo que en su confusión le pareció una pesada cortina de cuentas. Cuando la examinó a conciencia se dio cuenta de que se trataba de unos esqueletos colgados de una viga del techo.
Antes o después de esto oyó ruido de agua corriente. Intentó situar su procedencia pero se perdió en el vacío.
Tal vez todo aquello solo estaba en su cabeza. No era capaz de establecer la diferencia entre lo real y lo que imaginaba. Como en las peores pesadillas de su vida, los escenarios más extraños parecían verosímiles. La diferencia estribaba en que después de las pesadillas uno se despierta.
Pensó en su familia: Zenab, Batah, Yusuf. ¿Cómo iban a superar su pérdida? Sin saber cómo ni por qué lo habían perdido. («¡Por favor, Dios mío, que no piensen que he huido y les he abandonado!»). Y Samuel Pinsker, Ben Roi, Imán el-Badri, Dig-by Girling, los Attia y el resto de personajes del relato que iba a culminar con su muerte ahí abajo.
Sobre todo pensaba en su hijo Ali. Su querido hijo. Solo y desamparado, agitándose en las negras profundidades del Nilo.
Tal como se agitaba él en aquellos momentos. Era curioso cómo se repetían las cosas.
Avanzaba pesadamente, exhausto, sediento, pidiendo a gritos ayuda, suplicando a Dios, a alguien, a quien fuera, que acudiera a salvarlo. Hasta que por fin le falló la voz y el silencio lo invadió todo.