Jerusalén

BEN Roi volvió a casa e intentó reflexionar para ver qué podía hacer. Con Jalifa y con Sarah.

Pensó en llamarla, en llevarle unas flores y pedirle otra oportunidad. Otra más. Algo le decía que no lo conseguiría. Que definitivamente había tirado por la borda cualquier posibilidad. Claro que tenía excusa por haber estado tan distraído. Pero siempre tenía excusas. Siempre había algo, lo que fuera, que le impedía darse del todo. Si no era Jalifa era cualquier otra crisis. Era lo que tenía ser un poli con tanta responsabilidad. Y aparte de aceptar un cargo más secundario, un trabajo burocrático, o incluso de abandonar el cuerpo, no veía solución para salir de aquel punto muerto. Ella necesitaba mucho más de él, se merecía mucho más, y él no se lo podía dar. Estaba atascado.

Pasó unos momentos con un pesaroso examen de conciencia. Aceptó que aquella noche no podía hacer nada más, se quitó de la cabeza a Sarah y al bebé y se concentró en la prioridad inmediata: Jalifa.

Algo le había ocurrido a su amigo. Algo malo. Estaba seguro de ello. Aquel silencio no tenía otra explicación. Y la responsabilidad era suya, era de Ben Roi. Él había metido al egipcio en el caso, y eso pesaba sobre su conciencia.

Se paseó por el piso, hizo otra llamada al teléfono por satélite y dejó otro mensaje. También marcó el número del móvil de Jalifa, por si acaso. Encendió el portátil y le mandó también un correo electrónico. No podía dejar nada en el aire.

¿Qué más? No tenía el número particular del egipcio, pues siempre se comunicaban por móvil o por correo electrónico. E Incluso de haberlo tenido, no sabía si le habría hecho algún servicio. Prácticamente no hablaba árabe y, a pesar de que alguien de la familia podía entender el inglés, ¿qué iba a decirles? «Siento molestarle, solo era para asegurarme de que su marido no está muerto…». Bastante aflicción había vivido aquella familia. No podía añadirles más pesar. En todo caso, localizar el número por si tenía que utilizarlo como último recurso. Por el momento no quería alarmarlos.

Se le ocurrió contactar con Barren, pero descartó de plano la idea. ¿En qué podía ayudarlo a encontrar a alguien que se había desplazado a investigar una mina cuya existencia negaban conocer?

En lugar de eso, llamó a Danny Perlmann, un amigo suyo que trabajaba de enlace entre las fuerzas policiales en la sede de la Policía nacional en monte Scopus. Perlmann hablaba con soltura el árabe, le debía un favor —unos cuantos, para ser más exactos— y aquella noche le pediría uno él. Su amigo se quejó, refunfuñó, le dijo si no podía esperar hasta el día siguiente, pero Ben Roi insistió y al fin le hizo prometer que utilizaría los contactos que tenía en las fuerzas egipcias, conseguiría algún nombre y algún número de Luxor y vería qué sacaba en claro.

—Te llamo en cuanto me entere de algo —le dijo—, pero no esperes maravillas. Los egipcios son una puta pesadilla.

Ben Roi insistió en la urgencia, le dio las gracias y colgó.

Puso la tele, miró un par de minutos un documental sobre —¿a quién se le podía ocurrir?— un grupo de hombres atrapados en una mina en Chile y la apagó de nuevo. Consultó el correo electrónico. Llamó a Jalifa. Luego, al ver que no le quedaba nada más que hacer, siguió el consejo de Sarah y salió a dar un paseo.

En realidad, cualquier cosa era mejor que quedarse solo en su casa pensando en que no solo había liquidado una amistad, sino también posiblemente a un amigo.